TITANE
Un intento de metamorfosis
Los automóviles son entes mecánicos no menos determinantes en la percepción cotidiana que las casas y departamentos, los negocios en la calle, los parques e incluso las nubes. Lo curioso es que sustituyeron a las carretas y a otras invenciones de esa índole en un tiempo aún cercano. Dos siglos no es demasiado. En el cine, el automóvil fue un aliado temprano del travelling, trasmisión y traducción óptica del desplazamiento. En la prehistoria de los autos y las cámaras se podía constatar mejor el destino común de ambas creaciones técnicas: la experiencia del movimiento y la concepción subjetiva del espacio se modificaban para siempre.
Muchas cosas se han dicho sobre la segunda película de Julia Ducournau. Titane obtuvo su máxima vindicación con la Palma de Oro en Cannes 2021, pero antes de que se la ungiera como una obra singularísima y se decretara también el nuevo triunfo de una mujer en un territorio adverso, ya las primeras críticas se pronunciaban a favor e imponían una hermenéutica provechosa. Se especuló sobre la identidad y el género, el fetichismo, el feminismo, la violencia patriarcal, el horror corporal, la perversión, lecturas en sintonía con los imperativos políticos de la época. Hay un hecho incuestionable, una evidencia, antes de la incontenible necesidad de investir a todos los planos de la película de significados estruendosos. La fusión de la carne con el metal, la unión amorosa del cuerpo humano con los automóviles, sucede sin explicaciones en el devenir del relato.
Que muchos hombres sienten los automóviles como una extensión imaginaria de su virilidad no es una novedad. La estética publicitaria ha cimentado una difusa concepción del poder en el automóvil y jamás se ha camuflado la relación indirecta con la sexualidad del conductor. Después de un prefacio breve y lo suficientemente poderoso en materia simbólica (el padre al volante, la hija pequeña detrás de él molestándolo mientras maneja, un accidente), el virtuoso plano secuencia con el que se sigue el desplazamiento de Alexia (Agathe Rousselle, un debut protagónico indeleble), ahora a los 32 años, mientras ingresa al club nocturno para hombres en el que baila junto a otras mujeres encima y alrededor de automóviles no es otra cosa que una irónica glosa de la fantasía machista en torno al cuerpo femenino. Los machos se encienden frente a la exhibición de la carrocería femenina. Por eso cuando la protagonista se frota y se mueve encima del capot como si estuviera copulando con un Cadillac tuneado los observadores no pueden si no proyectarse en la carrocería de la emblemática marca. El ridículo de la coreografía es ostensible y el número en sí contiene potencialmente todas las variaciones absurdas en las que se ha codificado la sensualidad y el erotismo femenino. (Ducournau apela a la inversión correlativa de esa estética machista para coreografiar en secuencias cromáticamente hermosas varios episodios musicales en los que un joven plantel de bomberos se desinhibe mientras bailan entre ellos como si se tratase de un rito difuso que los distanciara del paradigma masculino vigente).
La descripción precedente del comienzo de Titane no está exenta de ser una interpretación (posible), más allá de que se atiene a lo que Ducournau dispone en esa escena cuya resolución es un asesinato perpetuado por la protagonista. Se pueden aunar los actos del personaje con las circunstancias, pero Titane soslaya sistemáticamente la explicación y lo explícito. Todas las secuencias son pletóricas en sugerencias, pero no orientan al espectador a pensar unívocamente sobre lo que se escenifica. Ni siquiera el alumbramiento del desenlace puede ser leído de un solo modo, pues como se lo presenta puede ser material de debate para teólogos, psicoanalistas y críticos literarios especialistas en ciencia ficción. La perspicacia narrativa reside en que no se revela la razón exacta por la cual Alexia siente un enojo incontenible desde su infancia, detesta a su padre (y a su madre) y asesina a hombres (y mujeres). Que una parte de su cerebro esté fundida al titanio desde el accidente no es estrictamente determinante ni de su violencia ni mucho menos del deseo de fornicar con un automóvil de escudería. La omisión de los móviles de la conducta del personaje es el secreto de la película. Prescindir de la psicología puede dotar a un relato de la opacidad necesaria para que de la ambigüedad y la alusión se desprendan especulaciones de todo tipo.
A los 36 minutos del relato, irrumpe en escena Vincent Lindon, un actor extraordinario de 62 años cuyo semblante varonil (auxiliado acá por un requerido trabajo en el gimnasio) siempre se combina en sus interpretaciones con rasgos anímicos ligados a la vulnerabilidad, de lo que se predican personajes paradójicos. En Titane interpreta al jefe de un destacamento de bomberos que ha perdido a su hijo Adrien y no ha dejado de buscarlo a pesar de que han pasado muchos años. Que Alexia se desfigure a golpes buscando parecerse a él para escapar de la policía es una estrategia (narrativa) esperable, no así todo lo que sucede entre Vincent y Alexia-Adrien, una relación padre e hijo restituida de la nada en la que se despliegan variaciones sobre una experiencia amorosa en la que pueden coexistir lo perverso y lo fraternal, el desamparo y el deseo, la desconfianza y la necesidad, la verdad y la mentira. El enigma recae en el lazo afectivo entre los dos; ese vínculo en sí es mucho más prodigioso que las obligadas lecturas sobre políticas de género que parecen inevitables a la hora de analizar Titane, como si fuera un objeto ideal para alimentar una obsesión ubicua de la cultura globalizada.
El otro enigma de Titane ya fue señalado al comienzo y tiene que ver con la amalgama de la carne y el acero. Los intercambios entre las máquinas y la especie humana han dado resultados narrativos sorprendentes y constituyen a menudo una cifra de fantasías filosóficas y ansiedades políticas. Basándose en un cuento breve de Josef Nesvadba, Juraj Herz imaginó en Ferat Vampire (1982) que el acelerador de los automóviles succionaba la sangre de los conductores para reemplazar a la nafta. Una década después, en Crash (1996) David Cronenberg, a partir de una novela de J.G. Ballard de título homónimo, exploró desvergonzadamente la sinforofilia y popularizó una presunta perversión en el universo cinematográfico de Hollywood con la participación de algunas estrellas de la industria de aquel entonces. Ahora Ducournau revindica el cine de género en la tradición francesa esbozando una fundición ontológica entre el cuerpo de una mujer y los metales de un Cadillac.
Titane ha horrorizado a muchos, entre ellos a los guardianes del buen gusto. Ese fenómeno de recepción habla mucho más del presente que de la película. También lo es la canonización de Titane, que no es otra cosa que un indicio de los límites de la discusión estética y cinematográfica. Es indesmentible la destreza en la dirección de Ducournau, que puede comenzar con un relato que parece obedecer lúdicamente las convenciones del thriller de asesinos seriales, deviene inesperadamente en drama filial, transita esporádicamente el horror (corporal) y culmina con una variante siniestra de ciencia ficción. Pero depositar en la película de Ducournau el futuro del cine o entrever acá una metamorfosis y una desobediencia respecto de las poéticas en curso es confundir un leve corrimiento respecto de la ortodoxia del cine internacional con un desvío rupturista y un volver a empezar. La metamorfosis pergeñada por la directora francesa no es la del cine, sino la de sus personajes. Por ahora, la desobediencia y la metamorfosis del cine están en otra parte.
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Titane, Francia-Bélgica, 2021.
Escrita y dirigida por Julia Ducournau.
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*Publicado con otro título en Revista Ñ en el mes de enero 2022.
Roger Koza / Copyleft 2022
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