LA CASA DEL CINEASTA: ESCRIBIR SOBRE COSAS QUE SEPAS
Un estudiante de cine se sube a un taxi en una transitada calle de Teherán. Quien maneja es Jafar Panahi, director de cine iraní. El joven, que lo reconoce, después de la incertidumbre inicial le cuenta que tiene que hacer un cortometraje para la universidad y que hay algo que no puede resolver: “Vi muchas películas, leí muchos libros, pero no encuentro un buen tema”. Panahi lo mira por el espejo retrovisor, intenta una respuesta. “Esas películas ya se hicieron, esos libros ya se escribieron. Tenés que buscar en otra parte. Las cosas no caen del cielo”. El pasajero insiste: “Pero por dónde empiezo”. Y Panahi le responde: “Eso es lo difícil. Nadie puede ayudarte”. (1)
Más allá del campo de posibilidades -ligado a la vida fundamentalmente- que deja abierto la respuesta de Panahi, me interesa otra cosa: la pregunta en la incertidumbre del viaje, el interrogante que no se agota, ni se agotará, en una película o en la totalidad de una obra. ¿Dónde está aquello acuciante, el temblor primario, las luces y las sombras, los rostros que nos miran? ¿Dónde están las historias para ser contadas? ¿Cuáles son los espacios y los personajes, los modos de decir, eso que creeremos con desesperación que vale la pena? ¿De dónde se saca el material para hacer una película?
La pregunta tiene, seguramente, múltiples respuestas. Frente a la búsqueda de certezas – ¿quién no las busca? -, esa multiplicidad se vuelve perturbadora porque nos deja en la incertidumbre cada vez. Sin embargo, en la pregunta, y en la inquietud que provoca, reside, sino intentamos responder con alguna fórmula, algo de la fertilidad del acto creativo. Vamos por el mundo con la pregunta a flor de piel, sin saber, sin saber para siempre. A veces, tal vez, atisbamos una respuesta que crece y anida, y nos entusiasma, pero pronto desaparece como un espejismo cuando cesa su ilusión. Por un rato creamos con esa convicción pasajera, agua que fluye. Hacemos películas con esa estela.
Lo que sigue es un trayecto atesorado en el tiempo, respuestas parciales que encontré en distintos autores y en algunas experiencias personales. En este viaje no hay puntos de partida ni puntos de llegada -aunque el texto, de manera inevitable, empiece y termine con algo particular- sino breves descansos, islotes con algún árbol, una breve sombra, en el fragor del oleaje. Este trayecto no tiene ninguna intención de ser exhaustivo sino tan solo dar cuenta de algunas marcas, de algunas ideas, de algunos deslumbres. Un conjunto de conjeturas.
Quiero comenzar por Raymond Carver, y un fragmento del primer ensayo de su maravilloso libro La vida de mi padre (2): “En esos tiempos yo estaba tratando de levantar mi propia familia y de ganarme la vida. Pero, por una cosa o por otra, siempre nos estábamos enredando. No podía seguirle la pista a la vida de mi papá. Sin embargo, en una Nochebuena, tuve la oportunidad de contarle que quería ser escritor. Lo mismo hubiera podido contarle que quería ser cirujano plástico. ¿De qué vas a escribir?, quería saber. Después, como para ayudarme, dijo: Escribe sobre cosas que sepas. Escribe sobre esas excursiones a pescar que hacíamos”.
Hace años que esta conversación resuena en mi cabeza. A veces necesito alojarla e imagino el comedor, la luz sobre la mesa, los rostros. ¿Quién más fue testigo de esa charla? ¿Habían cenado ya? ¿Entraba viento por una ventana que no cerraba del todo? ¿Qué recordaba el padre de esas excursiones? ¿Se miraban padre e hijo? Pienso la escena como si la tuviera que filmar; la acecho para acercarme de a poco a aquello que me importa. Trato, a través de esos rodeos, de llegar al centro de la escena, a la respuesta que surge de pronto de la boca del padre después de apoyar el vaso de vino sobre la mesa: “Escribe sobre cosas que sepas”.
La respuesta del padre es para mí, en primer lugar, un paisaje diáfano, un territorio que me gusta habitar. Presumo, a la luz de su obra, que para Carver hijo también lo fue, aunque su reacción inmediata fue desestimar el consejo del padre: “Dije que lo haría, pero sabía que no sería así”. Sin embargo, de qué otra cosa escribió, con ansia aterrada, sino de lo que sabía, es decir de todo aquello que emergía de su propia experiencia y sensibilidad.
Muchas veces dije que no podría hacer una película con un personaje que fuese agente de bolsa, por ejemplo, porque no sé nada de ellos, porque lo que sé está lleno de tantos prejuicios que es igual a no saber. Las paredes que debería atravesar son tantas que siento que no podré acercarme nunca a esa vida, que no podré jamás espiar los rostros, los gestos, la luz que los toca. No hay mapa que nos libere del desconcierto en ciudades ignotas. En la oscuridad, es muy difícil distinguir un sendero del otro. Las batallas se pierden con más facilidad en territorios desconocidos: “Murieron porque en la sustancia de la noche ajena todas las calles les parecían las mismas”, dice Anne Carson, en uno de los poemas de Hombres en sus horas libres (3). Habla de la guerra del Peloponeso.
Sí, hacer cine con lo maravillosamente cercano es un camino posible, y fue tentador para mí desde siempre. Sin embargo, toda posición tiene sus encrucijadas, sus puntos ciegos. Quedarse en la afirmación –lo que sé– o en la clausura de lo nombrado -mi madre, mi padre, mi casa, por ejemplo- encierra el peligro de que lo sabido, a poco de recorrerlo, se transforme en un estanque de agua muerta.
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M. tenía alrededor de cincuenta años en el momento que recuerdo. Era una vecina del barrio, nombrada y renombrada. Andaba de acá para allá, hablando con todo el mundo con grandes ademanes. Lo que sabíamos de ella, que era mucho, lo sabíamos por su propia boca y por los chismes que habían adquirido la condición de lo cierto. Se decía que tenía una enorme cantidad de colmenas, en un campo de Córdoba. Se decía que tenía mucho dinero, heredado, y por eso no trabajaba. En la casa, una vieja casona en una esquina, vivían ella y su madre; el padre había muerto unos años atrás y su hermano ya se había ido. M., que tenía una enorme inteligencia práctica, había construido, con sus propias manos, un auto de fibra de vidrio, amarillo, sin techo, en el que sacaba a pasear a su madre. No eran grandes paseos. Iban a la panadería o a la verdulería, y siempre bajaba M., o simplemente daban algunas vueltas al sol. No pasaban desapercibidas, no era posible. Había cierta inocencia, cierta ternura, en esa escena de madre e hija en el auto amarillo. Eso sentía entonces.
Un día la madre muere. Una semana después, M. visita a mis padres. Finalizadas las condolencias del caso, se sientan en el comedor y M. pide un whisky. Mi padre va hasta la cocina, vuelve, sirve los vasos en silencio. Un levísimo temblor debajo de los ojos de M. insinúa el llanto, pero no llora. Mi madre está sentada frente a ella y la mira atentamente. No dice nada, ya no tienen nada para decir. Las cuatro lámparas de la araña que flota sobre la mesa están encendidas. Las tulipas disuelven la luz que alcanza a los cuerpos, y esa luz les quita nitidez, como si estuvieran sumergidos en una bruma tenue. Cuando mi padre se sienta al fin, M. se dispone a terminar con el silencio. Levanta su vaso y dice: “Brindo por la muerte de la hija de puta de mi madre”.
¿Quién sabe qué, de qué y de quién?
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La tercera parte de El buen dolor (4), una de las novelas de Guillermo Saccomano, tiene un epígrafe: “Le dije a mi padre que quería ser escritor. ¿De qué vas a escribir?, quiso saber. Después, para ayudarme, me dijo: Escribe sobre cosas que sepas” (Raymond Carver, Vida de mi padre). Pero vayamos por partes. En la novela, que está dividida en tres partes, el personaje, llamado G., se obstina en escribir la historia de su padre, que yace en una cama de hospital. La enfermedad del padre tiene conexiones con la enfermedad de la abuela. A medida que narra la historia, Saccomano descubre y desnuda la imposibilidad de narrarla. En la primera parte llamada Escribir, leemos: “Una semana después te mudaste a esa pieza. Del galpón pasaste una mesa, estantes, libros. Rescataste la vieja máquina de escribir. Era un armatoste negro, brillante, pesadísimo. Limpiaste una a una las teclas con alcohol. Escribiste tu primer cuento. Tenía unas ocho carillas. Era sobre la abuela. Y contaba buena parte de lo que había pasado. Se lo diste a leer a papá. El cuento le gustaba, pero le faltaba algo. Cariño, dijo. Todavía no estás en la edad de comprender ciertas cosas. Te puso la mano en el hombro: Para escribir es necesario comprender. Te falta experiencia, dijo. Además, ya pasó todo”.
El texto de Saccomano se apropia de la idea de narrar lo que se sabe, pero lo hace encargándose de señalar algo central: no hay conocimiento sin enigmas; no hay historia, por muy cercana que fuese, que no tenga zonas desconocidas, que no se vuelva opaca en algún momento y se fugue: “Casi siempre uno escribe sobre lo que ignora, persiguiendo develar un misterio. Se escribe buscando una explicación. Y se encuentran solo incógnitas”, dice G. en la tercera parte de El buen dolor. Este nuevo énfasis nos obliga a expandir la idea: aun en lo cercano no se narra lo fijo sino lo que se ignora. La escritura rodea ese misterio, lo acecha, y se carga de preguntas. Lo sabido no es ya un conjunto de sucesos nombrados y clausurados sino un manojo de incertidumbres, un paisaje de arenas movedizas.
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La artista plástica Celia Paul escribió un libro que se llama Autorretrato (5). Durante una buena parte del libro se dedica a contar su relación con Lucien Freud, y parece ser este el punto de atracción principal. Pero es posible encontrar en el texto también un conjunto de reflexiones de enorme valor. Entre ellas, y me centro en esto porque es lo que importa en relación a este trayecto, varias referencias a su posición personal en torno al hecho de qué pintar y por qué: “Dibujar a una persona que no conocía o con quien no estaba involucrada me parecía algo forzado. ¿No decían que el arte consistía en registrar una visión personal? Yo tenía que trabajar con alguien que fuera muy importante para mí. La persona que más me importaba era mi madre”. Aunque este comentario tiene que ver con un suceso de su época de estudiante, Paul sostiene la posición hasta el día de hoy: “Trabajo solo con personas y lugares que conozco hace tiempo. La intimidad me da margen y me permite tomarme algunas licencias con las formas y estructuras de las caras y los cuerpos, las nubes, las olas, las casas. Si no conozco bien a las personas me vuelvo más literal cuando trato de representarlas”, dice en el prólogo que ella misma escribió para su libro.
Las dos ideas, la del padre de Carver -ampliada por las ideas de Saccomano- y la de Celia Paul, se vuelcan sobre lo cercano, lo contiguo, pero lo hacen desde posiciones muy diferentes. Aparece acá un matiz que me gusta, un deslizamiento en torno a la idea. Celia Paul ya no habla de saber sino de importar (le). Podríamos sintetizarlo de esta manera: no escribo -no pinto- sobre lo que sé sino sobre lo que me importa. No debemos tomar a ambas ideas como contradictorias, porque sencillamente no lo son. Pero sí es necesario reparar en el énfasis de una y otra, y en las consecuencias que provoca el cambio de enfoque en el asunto. La idea de Carver padre pone el acento en lo sabido y en el suceso; la posición de Paul coloca a las emociones en primer plano. La idea de lo sabido sugiere algún grado de posesión sobre las cosas del mundo, lo sabido me pertenece. Hay algo fijo en lo que sé. Lo que me importa, en cambio, establece otro vínculo con las personas y las cosas; sugiere una distancia que hay que recorrer, algo abierto para descubrir.
Vistos en perspectiva, los retratos que Celia Paul pinta de su madre a lo largo de los años se vuelven reveladores: hay algo reconocible en esa mujer, algo que se nos vuelve familiar, pero también hay algo nuevo cada vez. Algo nuevo que no tiene que ver necesariamente con el paso del tiempo, aunque el tiempo haga lo suyo, sino con aquello que suscita en el ánimo del que mira. Una herida y una sutura distinta; una emoción o una idea diferente en cada cuadro. En otro tramo de su libro dice Paul: “Le dedico el día entero al cuadro de la cabeza de mi madre. Voy a pintar hasta que aparezca algo que me sorprenda de pronto, como un destello. La ansiedad me vuelve refractaria a las sorpresas, así que trato de entrar en el cuarto con la mente en blanco. Todavía no llegué a ningún lado pero creo que va a funcionar”. Nos lo cuenta: pinta lo cercano que le importa esperando que algo desconocido aparezca. Pinta con la convicción de que cada cuerpo, cada suceso, es eternamente sorprendente. El tiempo de la pintura de lo que le importa es el tiempo del acecho sobre lo nuevo y singular que puede aparecer.
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(1) Taxi, de Jafar Panahi, película de 2015.
(2) La vida de mi padre, Raymond Carver. Editorial Norma, Colombia, 1994.
(3) Hombres en sus horas libres, Anne Carson. Pre-textos, Valencia, 2007.
(4) El buen dolor, Guillermo Saccomano. Emecé, Buenos Aires, 1999.
(5) Autorretrato, Celia Paul. Chai editora, Buenos Aires, 2021.
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*Fotos: El río Paraná y Un árbol de Córdoba (RK)
Gustavo Fontán / Copyleft 2022
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