LOS PREMIOS: 1947
La ganadora del Oscar es: Los mejores años de nuestra vida (The Best Years of Our Lives), dirigida por William Wyler para Samuel Goldwyn.
No lo puedo decir con certeza, pero es posible que un alemán cinéfilo, admirador de las películas de Jimmy Stewart, haya muerto por la explosión de alguna de las bombas que soltó el B52 que comandaba el actor en la 2da Guerra. Somos parte de una especie muy extraña.
Si todo Hollywood fue parte de los esfuerzos de guerra en calidad propagandística, algunas estrellas pusieron el cuerpo en el frente de batalla; (1) figuras de primera línea como Stewart, Henry Fonda o Clark Gable se alistaron voluntariamente. (2) El ejército convocó a cinco grandes directores para que hagan películas de propaganda y todos ellos vieron acción de primera mano: Frank Capra, John Ford, John Huston, George Stevens y William Wyler.
Wyler filmó misiones sobre territorio enemigo y volvió a casa con su escucha gravemente disminuida. Al regresar cambió también su visión de la guerra, ahora más cruda respecto a lo que mostraba en La señora Miniver (que, en sus propias palabras, tenía una perspectiva “incompleta”).
Los mejores años de nuestra vida, que relata el regreso de tres soldados a su ciudad natal, está atravesada por la vocación realista del director/veterano. La película pone a jugar imágenes documentales dentro del dispositivo de ficción industrial. Una secuencia memorable transcurre en un cementerio de aviones, un desarmadero del ejército que tenía dos mil unidades en proceso de convertirse en chatarra. Son imágenes cargadas de un simbolismo exacto hacia dentro del relato (la amargura de los descartados, el rol social análogo de los veteranos y las máquinas de guerra); y también autocontenidas, autoevidentes e inmensamente generosas por fuera de él. Al ingresar al cementerio de aviones podemos refugiarnos en la seguridad de las metáforas, y también encontrarnos a la intemperie de sentidos a la que nos arroja la realidad.
El trío protagónico está compuesto por Frederic March y Dana Andrews, dos actores super conocidos; y por Harold Russel, un veterano que perdió sus manos en la guerra. Los muñones de Russell contienen la verdad a la que multitudes de guiones de películas bélicas no pueden ni asomarse.
Wyler hizo construir sets de escala real, que limitaban la libertad de movimiento de las cámaras, pero invitaban a creer que la historia se desenvuelve fuera del estudio de filmación. Wyler no necesitaba el espacio extra: el punto de vista de la cámara es cercano a los protagonistas, sobrio y preciso. Reemplaza los movimientos en el espacio por el uso de la profundidad de campo, una operación clave para construir la mirada desahuciada de los veteranos que vuelven a casa.
La imaginaria ciudad de Boone City tiene la efervescencia del boom económico de la posguerra. A menudo, entre el ajetreo, encontramos a los protagonistas despegados de la muchedumbre, aislados en su trauma. Wyler y Gregg Toland (director de fotografía que es sinónimo de profundidad de campo) usaron la técnica para mostrar la distancia entre la experiencia de los soldados y los compatriotas que se quedaron. Los veteranos vuelven a casa, pero algo suyo quedó en Normandía, Montecassino, Iwo Jima.
Por medio de la profundidad de campo los planos se componen desde la perspectiva de los soldados, observando como sus deseos siempre parecen escaparse hacia una línea de fuga.
Los mejores días de nuestras vidas es una película dura, pero se ablanda en un final conciliador. El casamiento de Russell reúne a todos los personajes bajo el mismo techo. Mientras todos celebran el sí de la pareja, Andrews, de espalda a la cámara, mira a la mujer que ama, emplazada en el fondo de la composición. Andrews se desplaza hacia ella. Cuando se besan, Wyler les dedica un primer plano, la última imagen de la película. El cariño por los personajes prevalece en el montaje; la profundidad de campo traumática es reemplazada por un brevísimo momento de esperanza.
William Wyler volverá a aparecer en esta columna.
La Palma de Oro es para: Nuevamente se repartieron varios Grand Prix. El “mejor film psicológico o romántico” fue Se escapó la suerte (Antoine et Antoinette).
Aunque no recuerdo ninguna mención explícita a la guerra, Se escapó la suerte se trata tanto de la peripecia de los protagonistas, cómo de la reactivación de París como ciudad libre luego de la ocupación. Jacques Becker era muy diestro para retratar la velocidad urbana de mediados del siglo XX. Los personajes siempre están en movimiento, el montaje es ágil, la cámara parece agazapada y lista para reencuadrar en cualquier momento.
La primera parte de la película es un retrato de la cultura obrera parisina. La fábrica es de los varones, pero también vemos, además del trabajo doméstico, el espacio ganado por las mujeres en ámbitos profesionales. Después de la jornada laboral, el esparcimiento: el bar, la cancha, el parque.
La segunda parte se estructura en enredos (pero la estructura no se enreda): aparece un billete ganador de la lotería que pasa de manos varias veces y con él los sueños de ascenso social de la pareja protagónica penden de un hilo. Esa rutina rígidamente estructurada, que sólo se ve alterada por un giro insólito del destino/la trama, es la imagen de un mundo desigual, pero estable. Un retrato de la cultura del trabajo posfordista, precarizada y flexibilizada al límite, sólo puede soñar con el orden con el que se disponen las escenas. Aun así, y aunque el tono de la película es despreocupado, los deseos más profundos de Antoine y Antoinette en cualquier momento se pueden ir volando por la ventana o ser pisoteados en el subte como aquel papelito que tiene los números de la salvación.
El León de Oro es para: Sirena (Siréna), dirigida por Karel Steklý. Conocida en inglés como The Strike (La huelga).
Nunca se filmó la industria pesada como en la época de la Unión Soviética. En otras coordenadas geográficas se representa la fábrica como paisaje infernal, con pavor por la explotación humana, con sensatez ecológica o sensiblería de almas puras. El cine soviético no sólo ve la fotogenia de la metalurgia, sino que la retrata con devoción: el movimiento de la fábrica impulsa hacia adelante el proyecto comunista. La industria siderúrgica produce metales y materialismo histórico.
Cuando se filmó Sirena todavía faltaba un año para que Checoslovaquia se convirtiera en república soviética, pero el partido comunista local era cada vez más potente: fue el ganador de las elecciones parlamentarias de 1946.
La película narra la lucha de mineros y siderúrgicos por mejores condiciones de trabajo a fines del siglo XIX. El modelo es obvio. Sirena reinterpreta checoslovacamente La huelga de Eisenstein (1924). En un par de ocasiones recurre al montaje intelectual eisensteniano: una imagen, seguida de otra, crea una tercera en la mente de quien observa. Acá una asamblea de los obreros se funde con un entrenamiento de esgrima de los oligarcas para decirnos: toda historia es una historia de lucha de clases.
La ambición de Eisenstein y la escuela soviética del montaje era colosal, a tono con el proyecto histórico del que formaron parte. Pavada de ambición: un nuevo cine, para una nueva era de la humanidad. Aquellos cineastas/teóricos soviéticos aceleraron el desarrollo del lenguaje cinematográfico con prepotencia revolucionaria. Unos veinte años después del fervor, la forma cinematográfica que premian los incipientes festivales no tiene ese impulso creativo voraz.
Sirena es una versión previsible, domesticada del cine de Eisenstein, que en “Manifiesto del sonido” (1928) ya advertía sobre los posibles vicios del cine sonoro. Ese texto puede ser una crítica anticipatoria de Sirena, que relega el arte del montaje por algo más cercano a “dramas de ‘gran literatura’ y otros intentos de invasión del teatro en la pantalla”. Si bien ambas películas tienen un final trágico, el lenguaje de la película de Eisenstein, en toda su gloriosa violencia, estimula la destrucción del viejo orden. La versión académica de Steklý, con su estilo moderado, puede confundir la indignación con la parálisis de la derrota.
Fuera de competencia: En aquellos días (In jenen Tagen), dirigida por Helmut Käutner.
Mientras una enorme parte del cine alemán de posguerra se exilió en el Heimatfilm, un conjunto de relatos pastorales alejados no sólo de la ciudad, sino también del espejo terrible del nazismo; unos pocos cineastas confrontaron con el pasado reciente.
El ejemplo más recordado es el de Wolfgang Staudte, director de Los asesinos están entre nosotros, donde los protagonistas, un ex médico del ejército y una artista sobreviviente de los Campos, caminan las ruinas de Berlín y se confrontan con que sus vecinos de hoy eran los verdugos de ayer. Una película honesta, aunque algo recatada y, tras una secuencia extraordinaria, coronada por un cierre de tono institucional. Los protagonistas abjuran de la venganza y reclaman justicia, en un movimiento donde trasluce la bajada de línea de las superpotencias interventoras.
Una joya secreta del período, En aquellos días es igual de directa, pero más original desde el vamos. Los créditos de inicio son unos carteles de tránsito iluminados por los faros de un vehículo. Es que la película es relatada desde el punto de vista de un auto(!) que está siendo desarmado por dos mecánicos. Los hombres mantienen una conversación filosófica: “¿Qué es un ser humano?” Sin que lo sepan, la reflexión es retomada por el auto. “Permítanme informar objetivamente, sin prejuicios ni compasión”. El punto de vista automóvil hace propia una presunta capacidad: la posición desideologizada. La película aspira a la objetividad, esa ilusión quimérica.
El auto nos cuenta que su vida está llegando a su fin tras 12 años de existencia. Apenas salido de la fábrica, es el nido de amor de una pareja. El hombre graba en uno de los vidrios la fecha del encuentro: 30 de enero de 1933. Los enamorados ven una procesión y se ríen. “Cierto, es la asunción del fulano ese”. Afuera, decenas de miles de personas llevan antorchas. Se dirigen a la Puerta de Brandemburgo para celebrar que Adolf Hitler es el nuevo Canciller.
El volante del protagonista será ocupado por todo tipo de personajes que protagonizan secuencias unidas por la preocupación ética. Se deciden por actos de grandeza (la señora judía que inventa una pelea con su marido goy para ponerlo lejos del peligro) y de bajeza (la mujer que manda a morir a la nueva novia de su pareja). O por actos de decencia no épicos, pero igual de humanos. Una adolescente va acusar a su madre, que tiene un amorío con un amigo de su padre. La joven desiste cuando se entera que el amante es perseguido por ser un “artista degenerado”. Los pruritos morales de la época anterior palidecen ante la verdadera tragedia.
El final de En aquellos años proclama que existieron y existen buenos alemanes. La reconstrucción empezará por ahí. El último plano muestra, esperanzado, brotecitos que dejan fuera de foco a los escombros. Una imagen naturista que contrasta con los planos subjetivos del auto. La película tiene movimientos de cámara super abruptos y acelera de formas no convencionales. No es sólo un punto de vista presuntamente objetivo. Es la mirada trepidante y atropellada de aquellos años furiosos, inhumanos.
Notas
(1) No sólo las estrellas estadounidenses. Audrey Hepburn por ejemplo colaboró con la resistencia holandesa. Y Jean Gabin comandó tanques de infantería.
(2) Es como decir que Leo Di Caprio, Bradley Cooper y George Clooney se enrolan para ir a Irak. Algo impensable, incluso por fuera de las posiciones progresistas de estos actores. Otros grandes astros se enlistaron, pero todavía no eran famosos. Estuvieron en el ejército Paul Newman, Kirk Douglas y Mel Brooks (“Yo era un ingeniero de combate. ¿No es ridículo? Las dos cosas que más odio en el mundo son el combate y la ingeniería”).
Santiago González Cragnolino / Copyleft 2022
Muy buena idea el rescate de En aquellos días, Santiago. La película es sorprendente, no sólo por lo insólito de su punto de vista, como señalás. Abre un abanico que deja entrever varias zonas sociales del tiempo que recorre y hace lugar a una mirada histórica no lineal: la década y poco más del nazismo se va desenvolviendo en la «experiencia» del auto. Una rareza para la época y no sólo para el cine alemán. Buenísima la columna, como siempre. Se va entreviendo un libro interesantísimo.
Saludos