ESTRENOS ETERNOS (24): NAZARENO CRUZ Y EL LOBO
LO DIVINO Y LA RISA
“Por amor tengo el alma herida
Por amor
No quiero más vida que su vida”
Camilo Sesto
“El sueño es el único derecho que no se puede prohibir”
Glauber Rocha
El jueves, en noche de luna llena y doble pasada en el cine Gaumont, se escuchó la siguiente advertencia: “Y así fue que se empezó esta historia, la más real que en todo el mundo ha sido. Así fue que se empezó este cuento que el diablo contó a mi abuelo, y como él me lo contó yo se los cuento”. En esas palabras que hacen de introducción se nuclea mucho de lo que podría decirse de Nazareno Cruz y el lobo; su cruce es el de la fábula con las más reales vivencias del mundo y su forma es la del cuento, pero uno particular: es un cuento del diablo, mediado por un abuelo pero presentado sin aditamentos. Leonardo Favio toma en esta película la poética de un diablo bueno. Diablo por oficio pero que desearía tirar la pelota afuera en la definición por penales entre el bien y el mal. Diablo custodio de los asuntos del averno pero tutor y canal de una historia que también le es suya: Nazareno, un hombre con el sutil e invivible castigo de tener vedado el amor.
La película puede ser pensada como el ejercicio del punto de vista del personaje de Alfredo Alcón, aquel diablo vestido como patrón de estancia que siempre ronda las escenas, sea como víbora, hombre, galguito o gallo. Con Favio las certezas tienen una huella más espiritual que matemática, el diablo se siente a la vuelta de cada esquina. Incluso en los momentos de mayor hidalguía, como cuando apenas quince minutos dentro del film, con total desparpajo y contra toda forma del buen filmar académico, Favio lanza a la pareja de jóvenes amantes a consumar su amor entre llamas y danzas; o como más adelante en aquellos besos alucinados, salpicados por el mar y rodeados de mujeres que parecen ninfas, el diablo siempre se revela como espectador, como voyeur de la historia. Dicho esto, cabe decir que caer en definiciones taxativas con Favio es pisar el palito; su cine es el de la poesía, es experiencia y contacto, por tanto es imposible de glosar, reconstruir o contar en palabras de qué tratan sus películas. El cine de Favio es de tránsito obligatorio.
El acontecimiento de experimentar dos veces al film, a la manera de un cine continuado, con los públicos de dos horarios distintos, el vespertino y el de casi trasnoche, da pistas de lo que Favio abre hacia el exterior. El espectador crítico de la primera función, una más protocolar, solemne incluso y tamizada por la emoción de escuchar a familiares del director y actores en la previa, podría escribir un preciso tratamiento sobre el uso de los cuatro elementos (tierra, agua, viento y fuego) como representación de la trascendentalidad del arte de Favio. El primero es más un espectador que llora y se eleva. El espectador crítico de la segunda función, disparada a horario, sin presentación y con un público que ya ha cenado y bebido y se entrega aún más corporalmente a la experiencia, podría escribir un alegre análisis del humor criollo y la mitología popular que atraviesa todo el metraje. El segundo es un espectador que ríe y se expande. Favio es las dos cosas: es aquello que une y lleva al espectador a envolverse por lo sacro y lo profano; es la genuinidad de arrojarse sin miedo a contar su verdad, su cuento tan fabuloso como real. Antes del inicio de las proyecciones la voz de Favio aparece en uno de los clips promocionales del ciclo. Leonardo cuenta cómo siempre cambió el montaje final de un film ya que siempre abrazó la posibilidad de la duda. Favio y Nazareno se hermanan. ¿Existe algún gesto de mayor legítimo amor por el arte (y otras cosas más) que el lanzarse al vacío sin miedo al ridículo y aun a riesgo de estar equivocado?
Es en la genuinidad centrífuga de Favio donde cohabitan dobles, triples, múltiples pulsiones que se imprimen y chocan en cada imagen y sonido. La narración empuja hacia delante, sin derivas o mesetas que adormezcan a quien escucha esta fábula desde su lecho. Las elipsis están manejadas con tal maestría que del bautismo de Nazareno a su adolescencia gallarda, bailarina y alegre solo media un corte; como así también solo hace falta el grito en el cielo de un niño testigo del horror para pasar de la primera transformación en lobo de Nazareno a la organización carnavalesca de su cacería. Favio condensa pero no en pos de una economía de recursos, basta para narrar un cuento la verdad emocional que se construye con lo entredicho, lo expuesto pero no contado: las ropas, las distintas formas de hablar, las luces que iluminan diferenciadamente a cada personaje hacen prescindible, por ejemplo, tener que mostrar quién es Griselda o de dónde viene. Ella llega y ya. ¿Hace falta algo más para el amor? Tampoco es necesaria palabra alguna o descripción del rol del personaje de Lautaro Murúa, cuando un grito censor y su rostro cargado de historia y cine basta para asignarlo en su lugar de padre velador. El diablo bueno, asimismo, antes de ser diablo por lo ominoso de sus actos lo es en sus ojos que miran desde otra altura, con otra luz. En el film hay una gigantez elástica, sin obscenidad: ya sean las tropas de extras que desfilan por el pueblo a la manera de un circo danzante que llama entre trompetas a armarse para matar al lobizón, o por el infierno criollo construido en estudio o también las decenas de vacas que parecen ahogarse junto con el padre y los hermanos de Nazareno al comienzo del film; todo el despliegue lejos de caer en la gigantería pasa a ser partícula natural del cuento.
Según comentarios de conversaciones ajenas oídas a la salida de una de las proyecciones, la copia proyectada sería la única existente en 35mm; su estado es impecable y ver un film así deja ver. Deja ver que los súbitos cambios de color entre planos que uno podía suponer parte del desgaste o de malos escaneos de las copias hasta entonces disponibles son una herramienta que utiliza Favio para acentuar las elipsis y/o cambiar cual pintor jugando con su paleta el clima de una escena. De un plano lateral de Nazareno tendido y ensangrentado en una noche americana se corta a un plano frontal de él donde el efecto lumínico de la noche sintética desaparece súbitamente para dejar lugar a los rayos del sol. ¿Cambio de tiempo? Sí. ¿Cambio de estado post persecución? También. Favio pivota con total soltura entre escenas y climas; su virtuosismo plástico se imbrica por momentos con una cruda falta de sutilezas, todo análogo al espíritu de la obra: filma la pasión, en su sentido más amplio, de un amor que se lleva la vida por delante asumiendo la pasión como poética todo arrolladora. El cineasta enamorado es el registrador salvaje en estado puro. Filma todo: filma felicidad, filma desgracia.
Este estado salvaje pero de diablo bueno hace de Favio un virtuoso sin manierismos ampulosos; es un maestro de la composición y en el uso de la grúa y los travellings pero nunca se regodea en sus habilidades; sus set-pieces se ensamblan en el todo, como un melodioso solo de guitarra que no pelea por ser el protagonista de la mezcla. Favio despliega un épico travelling que describe el fin de una expedición de cacería, con un desplazamiento hacia un lado mostrando el rescate de Griselda y su restitución al pueblo, y con un subsiguiente desplazamiento hacia el otro lado que atraviesa una tierra arrasada de color naranja atardecer que finaliza con la mirada preocupada de una madre que se enfrenta al silencioso campo donde su hijo ronda hecho lobo, herido por negarse a renunciar al amor. La coreografía del plano, de los intérpretes, los extras y la cámara es tan precisa y suave que es fácil perderse el movimiento, pero imposible no sentirlo. Esa secuencia de cacería inicia con la quietud de un plano fijo de la expedición al monte donde la alteración de los colores del cielo, el agua y los animales donan un halo de fantasía absoluto que crean una imagen única de una morfología completamente distinta a todo el film. Favio choca ritmos y formas con pura desenvoltura, hace cine desde una perspectiva única. Así como sus pinceladas técnicas virtuosas son parte de un mismo flujo, sus momentos de ensayo se subordinan a una utilidad poética. Favio no experimenta en pos de una hipótesis, más bien juega como joven curioso. Hay momentos, como estos tableaux vivants o secuencias donde se repiten o ralentizan planos que hinchan el tiempo, ya sea por el encuentro del amor a primera vista entre Nazareno y Griselda o en las palomas que golpean a Nazareno en sus corridas desesperadas, donde se adivina el instinto de detenerse a mirar, de simplemente frenar para volver a mirar y dejar ver. ¿Es entonces un diablo quien observa todo esto? Si lo es, es un diablo bueno que duda, que llora, que se deja alucinar, que extraña a Dios y que sabe reír.
Hay cineastas, muy pocos, que por lo excéntrico de su mirada y lo particular de sus películas son satélites descolgados de la historia, artistas imposibles de encasillar o entender según las categorías que la teoría, la historiografía y la crítica esbozan. Mientras algunos se asemejan a seres provenientes de galaxias lejanas que traen una mirada completamente inédita, por su parte Favio parece haber nacido cual mito antiguo de las raíces de las hierbas del monte. Su unicidad está tan ligada con algo que solo podría ser denominado, aun a riesgo de caer en una generalidad, como espíritu criollo que lo convierte en un caso extraño, incluso para la mirada local, siempre tan deseosa, en especial en el cine, de distanciarse de sus propios colores. Así, en Favio lo popular no es el acercamiento hacia la parte relegada y dueña de sus hondas tradiciones, sino el nacimiento de una poética desde esas mismas entrañas. Poética que en su criollez no puede más que abrirse a la mixtura e invocar tanto culturas ancestrales precolombinas como nociones del arte y la cultura europea. “Háblele en quechua, que es muy gaucho y a él le gusta” le dice la madrina del Diablo a Nazareno, solo momentos después de que Lautaro Murúa lleve en andas a Griselda en aquel travelling memorable, mientras una ópera de Verdi sometida a la subversión de ser cantada en español sacraliza el rescate de la hija de las garras del presunto mal.
Aniceto, la última película de Favio, comienza con el propio Leonardo narrando como de todas las historias que rondan sus insomnios decide traerle al público al Aniceto, porque “más que historia se asemeja a un cuento”. Esa imagen, la de un Favio insomne fabulando, imaginando y recordando cuentos a cualquier hora de la noche se funde con la de todos sus papeles como actor e ídolo popular, con su andar medio alucinado y sutilmente perspicaz, siempre atento y bicho frente a la contingencia, un poco como el compinche que es en Dar la cara y otro poco como el atorrante de su canción Ding, dong, estas cosas del amor. Esta imagen evocada no es gratuita, tiene el mismo espíritu que aquello que queda impregnado en uno luego una proyección como esta; es la imagen de un artista que se dejó atravesar por todo para atravesar al otro de todas las maneras posibles. Favio es la carne de una generación que concebía poder arder en pos de una causa e imaginar la posibilidad del bien dentro del mal; es también el que ríe en medio de la seriedad. «Ñam, ñam, qué rico pastito» dice la madrina convertida en burro después de que el diablo bueno le pida una gauchada a Nazareno.
***
Nazareno Cruz y el lobo, Argentina, 1975.
Dirigida por Leonardo Fabio. Escrita por L. Favio y Jorge Zuhair Jury.
Tomás Guarnaccia / Copyleft 2022
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Estuve en la primera proyección. En la que lloramos y nos elevamos.
Es cierto lo de la calidad del 35, en la que pude ver detalles que nunca antes ví. Y los colores, la hermosura cálida de los rostros y el fuego, el marrón de la tierra de la polvareda, las paredes de adobe y las cuevas del infierno. El viento, los pastos sacudidos enmarañados como los cabellos de Griselda y su padre. El amor y el agua. El amor de Favio por el cine, derramado a oleadas desinhibidas, quien sabe conectará con el público, a quienes tocará como un pan de amor repartido entre la gente. La proyección del jueves fue para mí una experiencia increíble que dudo se repita en años, rara, porque el cine de Favio tiene una cualidad que se hoy se extraña, difícil de encontrar, única. Antes de la película, en la cola del Gaumont, me encontré con un amigo que hacía mucho no veía. Cuando terminó salimos en silencio con una sonrisa en los labios. Yo pensé que la calidez que sentía se parecía al abrazo que nos dimos al vernos con mi amigo.
Gracias x la nota. Saludos!
Juan, muchísimas gracias por tu comentario.
Entiendo a la perfección lo que mencionas, no exagero si digo que lo del jueves fue para mí una experiencia de vida. Había una atmósfera de amistad y calidez que llenaba todo (además de un halo de entusiasmo que hace mucho no sentía).
Apenas terminó la película instintivamente me acerqué a abrazar a un amigo; esa noche todo fue un abrazo que evidentemente muchos necesitábamos.
Saludos!
Como no sabía nada de él pensaba si aparecería Bebán para la proyección de Moreira del día siguiente. Pero lo que apareció fue la noticia de su muerte. Con este sol.
Precioso texto.
Gracias, Julia! Se agradece mucho el comentario
Excelente, Tomás.
Muchísimas gracias por leer.