UNA PALABRA INERME
En la edición quincuagésima del Festival de Cine de Gramado, que acaba de finalizar en el día de ayer, la palabra más empleada en los extensos discursos de cineastas, productores, intérpretes y críticos en cada una de las presentaciones fue “resistencia”. En Brasil, ya se trate de un festival de cine, de la presentación de un libro o de una muestra de pintura, llegada la instancia de pronunciamientos la palabra “resistencia” es invocada como si fuera un mantra universal contra el Voldemort del Cono Sur, el actual presidente de ese país.
Paradoja semántica y pragmática: la palabra “resistencia” no ejerce ninguna resistencia a nada. Su invocación puede convencer al que la pronuncia de su legítima posición política y hacer que se perciba a sí mismo como estando del otro lado de los poderosos. Sortilegio discreto y finta lingüística, al invocar el término se evalúa la eficacia de nombrarlo como un contrapunto suficiente de todo lo que glosa un mundo injusto. Así, la consigna se repite al infinito: “¡Hay que resistir!”. Entonces se levanta el puño, todos asienten y aplauden, pero nunca son todos, tampoco son demasiados, por lo visto son menos que suficientes. Porque alguien que no es nadie, sino muchos, vota, apoya, cree. ¿Cómo es posible? ¿Quién es el que no resiste?
Si se trata del innombrable que hoy legisla desde el hermoso palacio concebido por Oscar Niemeyer en Brasilia, poco importa compilar sus declaraciones obscenas e indignarse. Exigua en vocabulario, la retórica ultrarreaccionaria compendia silogismos simples y prejuicios no vistos como tales. Los cineastas brasileños pueden escenificar instancias vergonzosas del mandatario, ridiculizarlo e imaginar también el fin de su poderío. En Mato Seco en Chamas (2022), un ejército femenino subvierte el orden exento de progreso que define la actualidad brasileña, en otra película rabiosa e imaginativa de Adirley Queirós, en esta ocasión codirigida con Joana Pimenta. Pero tales estrategias retóricas, más allá de su eficacia simbólica, no van más allá del límite de cualquier política de la resistencia. El problema es otro.
Es que el cine de la resistencia no sabe cómo filmar el enigmático acto por el cual el oprimido besa la mano del amo y prefiere la misteriosa comodidad de sentirse amansado. Pocos cineastas supieron inmiscuirse en esa transacción afectiva entre aquel que abusa y aquel que acata. Fassbinder lo hizo, a veces Bellocchio y Kaurismäki, alguna vez Bergman y Carpenter, muchas veces Glauber Rocha. Porque no se trata de resistir, sino de desmantelar el pacto, conjurar la seducción y desnudar al demonio en su voluntad de poder.
*Publicado en Revista Número Cero en el mes de agosto.
Roger Koza / Copyleft 2022
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