LOS PREMIOS: 1949
La ganadora del Oscar es: Hamlet, dirigida por Laurence Olivier.
Podríamos ahogarnos en los ríos de tinta vertidos sobre la tragedia más famosa de Shakespeare. Laurence Olivier nos arroja un salvavidas de simplonería. La película comienza con una placa: “Esta es la tragedia de un hombre que no podía decidirse”. Lecturas más trabajadas proponen, por ejemplo, que el texto logró avizorar la política moderna o prefigurar el psicoanálisis freudiano. La de Olivier parece emparentarlo con la fábula (con su consabida moraleja) o la literatura de autoayuda.
Pasolini dijo que hacer cine es escribir en un papel que arde. La realidad material que observa la cámara es volátil, se resiste al control del artista y finalmente desaparece para mutar en otra cosa. El cine debe registrar el instante prendido fuego. (PPP volverá a aparecer en esta columna). Olivier, que se inscribe en la escuela de interpretación que dice esas cosas bonitas como que Shakespeare escribe verdades atemporales y nos devela la naturaleza humana, hace del cine un arte gélido.
Su Hamlet no lidia con el presente, ni el pasado, ni el futuro, sólo con la Obra. (1) Olivier filma guarecido en un estudio aséptico, donde los intérpretes pueden recordarnos involuntariamente lo que decía Macbeth: actores que se pavonean y agitan en un escenario y después no vuelven a ser oídos; soliloquios que del significado solo retienen el ruido y la furia.
Los planos frígidos de Hamlet sólo subrayan lo que ya ha sido expresado en la dramaturgia, aunque eventualmente hay floreos de la cámara, que parecen balancear el choque de egos entre el director (Laurence Olivier) y su protagonista (Laurence Olivier). Hamlet pretende descongelar momentáneamente la obra de Shakespeare con el calor de los reflectores del estudio y las correrías de su actor principal, y cuando finaliza la mete de nuevo en el freezer de la inmortalidad.
La Palma de Oro es para: El tercer hombre (The Third Man), dirigida por Carol Reed.
El León de Oro es para: Manón (Manon), dirigida por Henri-Georges Clouzot
Hacer cine en la Europa de la posguerra era escribir sobre las cenizas del papel que ardió. Siguiendo la estela del neorrealismo, las películas que ganaron Berlín y Cannes filman las ruinas, con divergencias estilísticas respecto a los italianos y entre sí.
El tercer hombre ve venir la era de la paranoia del mundo bipolar. Filmada en una Viena dividida entre las cuatro fuerzas aliadas, sigue un guion de Graham Greene, que, si bien pensó la trama como un simple thriller, usó de materia prima el recelo enloquecedor que marcó la guerra fría. En El tercer hombre hasta un niño de cuatro años que aparenta jugar con su pelota puede ser un espía. (2)
Un escritor yanqui (Joseph Cotten) llega a Viena para visitar a un amigo de la infancia, pero cuando lo va a buscar a su casa se entera de que ha muerto. La descripción del accidente le resulta extraña. Las versiones se contradicen entre sí. Las actitudes son sospechosas y todo el mundo parece querer sacárselo de encima. Cotten empieza a pensar que al amigo lo asesinaron. Algo huele a podrido en Viena y, para que se entienda bien, Carol Reed hace la mitad de los planos con ángulos aberrantes. (Su amigo William Wyler después de ver la película le mandó de regalo un nivel de burbuja para que enderece la cámara. WW volverá a aparecer en esta columna).
Después de muchísimas idas y vueltas en la investigación viene un plot twist que introduce al personaje memorable interpretado por Orson Welles, un contrabandista tan carismático como cínico. Ahí es donde las imágenes de lo que queda de Viena tras la catástrofe cobran una nueva dimensión. Hay una retroalimentación entre la ciudad y el villano de Welles: la misantropía tiene efectos devastadores sobre el mundo/en un mundo devastado la misantropía puede parecer la única respuesta lógica.
La adaptación de Manón de Clouzot reemplaza el siglo XVIII por el XX. La jovencita Manon es rescatada por el soldado Robert cuando va a ser rapada por sus vecinos, que le atribuyen haber colaborado con los nazis. Robert la ayuda contraviniendo órdenes de un superior. Los jóvenes, fulminados por un amor loco, deciden huir juntos en una travesía que los lleva a sobrevivir ciudades bombardeadas, noches prostibularias, un viaje marítimo como polizontes y una odisea por el desierto. Bueno, uno de ellos va a sobrevivir.
Esta versión transforma una novela picaresca de la época de Luis XV en un ejemplo tardío de realismo poético francés. La muchacha del título podría ser una más en la lista de femme fatales que llevan a la perdición a sus pretendientes. Pero Clouzot observa a su Manón con algo de simpatía que la corre del estereotipo de la golfa de la serie negra, la comehombres condenada por la moral de su época. El cineasta muestra varias veces que Manón realmente ama a Robert: la perversión es compartida. Además, intuyo que Clouzot respeta y se identifica con la ambición que mueve a su personaje.
Clouzot era inventor de situaciones límites e imágenes espectaculares. La pareja protagónica atraviesa locaciones que brindan épica a una historia íntima. Es un recurso que no falla: los escenarios son exteriorizaciones del mundo interior de los personajes, el paisaje es emocional. Cuando Clouzot filma una ciudad normanda siendo bombardeada no le interesa tanto la 2da guerra, como establecer que ha nacido un amor turbulento. Manón prolonga el mito del amour fou.
La ambición cinematográfica de Clouzot se fundamenta, en el fondo, en una ambición literaria: grandes imágenes escriben grandes ideas. La secuencia final es una metáfora del ideal romántico-mórbido. Robert entierra a Manon en el Desierto de Judea y algo en él se regocija. Con la muerte, el amor posesivo es completo: ya nadie podrá disputarle el cuerpo de su mujer.
A primera vista no parece, pero Clouzot no es tan distinto a Olivier. El dramaturgo crea una burbuja apartada del presente para medirse con la grandeza literaria que juzga atemporal. Clouzot usa el presente, lo vampiriza para ingresar a la burbuja. Quiere llegar al mundo de las ideas, al reino de los clásicos, para limpiarse del barro de lo real que lo llevó hasta ahí en un principio.
Carol Reed y Henri-Georges Clouzot volverán a aparecer en esta columna.
Fuera de competencia: También somos hermanos, dirigida por José Carlos Burle.
Atlântida Cinematográfica se especializaba en la chanchada, una forma de comedia burlesca típicamente brasilera que deriva su nombre del desprecio que le tenían los intelectuales. Cuando uno de los fundadores del estudio quiso hacer un film serio, la estrategia publicitaria fue recurrir al santo y seña del prestigio: el neorrealismo.
También somos hermanos filma ocasionalmente la favela en locaciones reales, pero su modelo no es tanto el neorrealismo cómo el melodrama, preocupado por una economía afectiva atravesada por cuestiones generacionales, de género, clase y (principalmente) de raza. La tragedia espera a quienes quieran correrse de la norma y el relato está musicalizado por la melos desgarradora que le da el tono al drama.
Dos hermanos negros son adoptados por un ricachón blanco. Renato sigue el camino de la ley caucásica al punto que se convierte en abogado. Miro, que sabe que nunca será uno más de la familia, elige la delincuencia. Renato está enamorado de Martha, una chica blanca, otra de las crianças adoptivas del ricachón, pero ella se pone en pareja con un blanco que resulta ser un estafador. Las cosas sólo empeoran a partir de eso.
La película se convierte en un laberinto de conductas: cada quien adopta su papel siguiendo los mandatos sociales, pero la crisis va a trastocar las expectativas y los estereotipos. En uno de esos giros, Renato se transforma involuntariamente en delincuente y Miro tiene que salir a buscar el respaldo de la legalidad de la que reniega. La trama se convierte en un juego de espejos distorsionados muy interesante, aunque en última instancia se rectifica como parábola de la integración: la adaptación de los negros a la nación brasilera eurocentrista, una postura que compartían tanto los intelectuales blancos como una parte importante del movimiento afro de la época.
Sebastião Bernardes de Souza Prata, una de las figuras más reconocidas del teatro de revistas y de la chanchada, tenía razones para considerarse un gran artista. Se autobautizó con un nombre magníficamente shakespeariano: Grande Otelo. Su biografía coincide mucho con la de Miro. Él también fue un nene pobre adoptado por una familia blanca de renombre.
Otelo entiende a su personaje y Miro entiende su desgracia como nadie. En un momento decide asumir la culpa por el crimen que cometió su hermano. La policía lo pone a disposición de la prensa. Miro prácticamente les dicta el texto que tienen que escribir. La cámara se queda con él haciendo su monólogo. Le dedica un plano de estatura trágica, mientras de los periodistas sólo se ven las manos que escriben frenéticamente. Miro dice algunas cosas ciertas y varias cosas falsas. Es indistinto. De chico aprendió que su vida se compone de literatura ajena: su papel ya fue escrito de antemano.
Notas
(1) Hay un recurso que es pura tecnología de cine y no debe nada a las tablas. El fantasma, el padre de Hamlet, es un gigante enmascarado. Sus parlamentos están hechos con decenas de tomas de la voz de Olivier pasadas por distintos filtros sonando al unísono. Su figura y su jadeo robótico recuerdan un poco a Darth Vader.
(2) Es sabido que Graham Greene, autor de novelas de espías, trabajó para el servicio de inteligencia inglés. Su jefe en el MI6, Kim Philby, fue un agente doble destacado, un gran valor de la causa roja. Greene escribió en el prólogo de la autobiografía de Philby: «Traicionó a su país, sí, puede que lo haya hecho, pero ¿quién entre nosotros no ha cometido traición a algo o alguien más importante que un país?
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