CRÍTICAS BREVES (1)
**** Obra maestra ***Hay que verla **Válida de ver * Tiene un rasgo redimible ° Sin valor
Por Roger Alan Koza
Wendy y Lucy, de Kelly Reichardt, EE.UU., 2008 (***): En una conferencia pronunciada en Sendai, Japón, Pedro Costa, uno de los directores menos conocido pero más importante de la actualidad, decía: “Para mí, la función esencial del cine es hacernos sentir que no todo está bien”. La lacónica definición del director portugués podría ser una síntesis del objetivo del cine de Kelly Reichardt, una de las pocas voces legítimamente independientes del cine estadounidense. Wendy y Lucy, la segunda colaboración con el guionista Jon Raymond (también responsable del guión de su último film), como sucedía en Old Joy, ofrece un retrato de aquello que “no está del todo bien”. La famosa tierra de las oportunidades es una ilusión colectiva. Michelle Williams es Wendy; su única compañía es una perra llamada Lucy, su única posesión un auto viejo. En el transcurso del relato los perderá, y el viaje a Alaska, que quizás implique una esperanza discreta para el personaje, permanecerá en fuera de campo, no sucederá, aunque se sugiere algo a través de una sutil banda de sonido en donde el sonido no deja de invocar y repetir un objetivo de su heroína: seguir de viaje. Lo que importa aquí no es tanto qué sucede sino cómo elige contarlo Reichardt. Políticamente lúcida y profundamente humana, la tercera película de Reichardt no es otra cosa que América en tiempos de Bush, América pauperizada, América destituida de su aura mítica de ser el topos de la libertad y la bonanza infinitas. Dos escenas clave, aunque camufladas como secuencias de transición, develan qué era y qué es América: el máximo gesto de solidaridad en toda la película le pertenece a un guardia, un hombre mayor, que le regala a Wendy unos dólares; en otro momento, el vigilante de un supermercado expresará inadvertidamente la filosofía social de una nación: “Si una persona no puede pagarle la comida a su perro, entonces no debería tener uno”. En Wendy y Lucy se siente, plano tras plano, cómo el dinero establece el orden de todas las cosas.
Los bastardos, de Amat Escalante, México, 2008 (**): Los bastardos no está muy lejos de ese universo sórdido y saturado de insatisfacción y resentimiento de clase característico del cine mexicano reciente (Batalla en el cielo, Parque Vía), pero elige situar el desencanto de los desposeídos en clave inmigratoria. Es el territorio de Babel, de algunos de sus segmentos más patéticos y más miserables: los que muestran la vida de los mexicanos en Estados Unidos. Pero Amat Escalante, cuya ópera prima Sangre (2005) anunciaba otro talento en ciernes, no comparte ni subscribe ese humanismo global que protege al film de Iñárritu. Los bastardos transcurre en California, y sigue la vida de dos inmigrantes ilegales que trabajan azarosamente en la construcción hasta que un día finalizan su jornada con una noche de catarsis. Escalante tiene buen ojo. El primer plano, de unos cinco minutos, indica que hay un director con una voluntad consciente de proponer una concepción formal específica. La presentación remite un poco a Liverpool, de Lisandro Alonso: todo se ve rojo, un fundido en blanco, otra vez rojo y se escuchan unas guitarras saturadas. Es el anuncio de dos tiros, ambos inesperados, que llevan la película a un espacio simbólico explorado recientemente en Flandres por Bruno Dumont (quien está, entre otros, en la lista de agradecimientos), aunque aquí el estado de guerra está circunscripto al fenómeno migratorio y su violencia concomitante.
Biutiful, de Alejandro González Iñárritu, España-México, 2010 (°): tras unos primeros 20 minutos interesantes, este nuevo evangelio fílmico del director mexicano habitué en Cannes y los Oscar decae, se estrella y deviene en una representación abyecta de todos los males de este mundo, sin privarse por esto de un espiritualismo difuso, el costado esperanzador de la tragedia que articula su trama. La película puede ser vista como una segunda parte de Babel, aunque aquí el mundo se miniaturiza en Barcelona y son los españoles el principal foco de escrache. Grandes temas, como siempre, pasan por la mirada del realizador mexicano, que propone una puesta en escena capaz de producir en sus espectadores pensamientos y emociones inclasificables. Iñárritu, en verdad, cree que las imágenes deben portar un discurso-mensaje y no que hablan por sí mismas. Un predicador no es un pensador. Esta historia de un padre de familia moribundo, indirectamente traficante y ocasionalmente brujo, no es otra cosa que un film sobre la redención como fantasía culposa de una clase pudiente. Cuando en una escena una doble docena de chinos (madres, padres e hijo) pasen al otro mundo, hasta se podrá verificar en el costado derecho del plano la presencia de un alma flotante. Espiritualidad que al realizador no le resultará incongruente con un festival de culos y tetas en una discoteca ibérica en donde el diablo mete la cola y termina la película.
Invasión del mundo: Batalla-Los Ángeles, de Jonathan Liebesman, EE.UU., 2011 (°): este institucional sobre los marines poco tiene que ver con el cine, incluso con el género catástrofe en su vertiente perversa articulada con encuentros del tercer tipo. En agosto de este año lo que temíamos se hará realidad: extraterrestres militarmente poderosos vendrán por nuestra agua; es una invasión, dice un experto, pues toda colonización comienza con la eliminación de la población. Como siempre en este tipo de producciones millonarias, el inconsciente ideológico está expuesto, pues esta pesadilla intergaláctica parece la elaboración culposa y fallida de las recientes aventuras castrenses norteamericanas en Irak y Afganistán, facticidad histórica que funciona como sombra simbólica de la psicología del sargento interpretado desvergonzadamente por Aaron Eckhart. El marine siempre debe tomar decisiones, y los marines, jóvenes del mundo, es hora de saberlo, nunca se rinden, dos máximas que se repiten como una cifra didáctica y un eslogan seductor para posibles postulantes en la audiencia. El héroe americano alcanza aquí su máxima expresión de pureza (y primitivismo) entre los dirigidos por Eckhart, un héroe capaz de llorar y ejercitar su costado sensible ante la orfandad de un niño (y un soldado a sus órdenes cuyo hermano perdió la vida en Irak bajo su mando). Los planos generales digitalizados de Los Ángeles en llamas poseen la creatividad y sensibilidad propias del ejército norteamericano, y aunque Liebesman se esfuerce en registrar los combates cuerpo a cuerpo como si se tratara de un documental o una transmisión en vivo desde Bagdad, Invasión del mundo jamás propone algo que se parezca a cine. Aquí todo es propaganda, imbecilidad y patriotismo retrógrado.
Mi abuela es un peligro 3, de John Whitesell, EE.UU., 2011 (°): en esta estólida e innecesaria secuela de una comedia de medio pelo el cómico Martin Lawrence vuelve como el detective del FBI (y maestro del disfraz) que una vez más deviene en una abuela obesa para resolver un caso que involucra a la mafia extranjera. El relato transcurre en una escuela de arte de mujeres; Big Momma y su “hija”, un rapero narcisista y testigo involuntario de un asesinato, y por necesidad también convertido en mujer, mientras protegen su identidad y buscan un USB con información clave para arrestar al mafioso de turno, se unirán a la institución artística como bedel y alumna respectivamente. Los gags resultan mecánicos, no menos desangelados que su trama ridículamente impune. Una secuencia vergonzosa remite a Fama, aunque la filosofía retrógrada del film se puede constatar en su visión sobre las mujeres y la obesidad, a pesar del intento democrático de concebir la belleza femenina más allá de los kilos de Big Momma, que posa como modelo para una pintura colegial. La simpatía de un guardia de seguridad con más de 170 kilos no alcanza para redimir este producto insólito que ni siquiera puede despertar el interés de Cormillot y los productores de programas de televisión en donde la obesidad goza de buen rating.
Roger Alan Koza / Copyleft 2011
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