SEGUNDA UNIDAD: LA CALLE DE LAS LIBRERIAS (2)
EN MI TIEMPO LIBRE COLECCIONO ELEFANTES
Libro en bolsa (Florence Debray: la hija de Danton) en la puerta me detuvo una lluvia de Ray Chandler. Quiero decir: parecía haberse desatado con el único propósito de introducir un impermeable. Que para mi sorpresa —¡miré para todos lados!— no lo hubo. «Geiger apareció a eso de las cuatro. Un cupé color crema se detuvo frente a la tienda y tuve una rápida visión del ancho rostro y del bigote a lo Charlie Chan cuando Geiger bajó y entró en el establecimiento. Iba sin sombrero y llevaba un impermeable de cuero verde, con cinturón». Retrocedí: esto desde luego era injusto. En The Big Sleep (de pronto me descubrí haciendo tiempo en una mesa de altísima rotación —Todo Marlowe, RBA—) la lluvia es una progresión de acordes de la mejor cepa. Una mano izquierda de Sonny Clark. Nada menos hard-boiled. Es un «aspecto lluvioso» en las faldas de las colinas, cuando el sol palidece en el jardín de los Sternwood. Para después convertirse en una «atmósfera pesada» en la habitación de Mrs. Regan, cuando echada en una chaise longue, descalza, sujeta una copa y bebe un sorbo antes de dirigir una mirada fría por encima del borde. Es una descarga de truenos sobre las colinas y «un cielo rojinegro» cuando Marlowe, cauto, le sube la capota al coche, y son unas gotas espaciadas que dejan sobre el pavimento «huellas del tamaño de una moneda». Es una lluvia violenta que forma un charco junto a los pedales, antes de que Marlowe se ponga el impermeable y corra al bar más próximo, y a poco tan sólo el sonido de la lluvia golpeando contra el techo y las ventanas del norte (ningún coche, ninguna sirena, ningún ruido) cuando el ojo de vidrio en el cadáver de Geiger es lo único en él que conserva «una sensación de vida». Es, por cierto, en Killer in the Rain (uno de los cuentos que Chandler reformula y despliega en The Big Sleep; los de la revista Black Mask, publicado cuatro años antes, en 1935) donde una lluvia más arbitraria —pero con el mismo instinto verbal— dispone los impermeables en la utopía fashion del género («Pese a que el día se había vuelto cálido y despejado después de la lluvia, todavía llevaba su impermeable de gamuza») y de paso le sirve una cápsula retórica a las transiciones y al cambio de aire de los diálogos (a los hospedajes más infigurables de la peripecia) cuando la trama parece quedarse sola, como enajenada en su propio vigor. ¡Eso sí es hard-boiled! El genio de Chandler radica precisamente en haberse calzado su mejor traje sin quitarse el impermeable. En leer el hard-boiled (Hammet incluido, a regañadientes) para ahorrarnos a los snobs el desengaño. Un poco a la manera en que Manuel Puig lee el folletín que sus lectores definitivos no leerán jamás.
Por cierto: dejé un mamotreto (Todo Marlowe) junto a otro (Todos los cuentos) y abrí un Piglia ántumo (El último lector no la última desgrabación) en un anaquel lleno de recuerdos: Pitol, Perec, Padget Powell. ¡Bendita lluvia! (Volver a tener dieciocho años). Wrong Pidgeon (El lápiz, en la compilación de RBA) es el título del último cuento que Chandler escribió, en el 59, el año de su muerte, veinte después de la publicación de The Big Sleep. El mismo donde Marlowe lee, en un motel, en Phoenix, la novelita hard-boiled con la que Piglia calcula la parábola del género; aquella que en 1841 «se abre en una oscura librería de la rue Montmartre» (donde Dupin —la cláusula es un best off— va a buscar un libro y se encuentra con el género) y «se cierra en la pieza de un motel en Phoenix donde Marlowe lee, escandalizado, una novela policial barata». («Me pregunté por qué leía esa basura cuando podía estar aprendiendo de memoria Los hermanos Karamazov»). Pues bien: esa basura perfectamente podría haber sido Killer in the Rain. Los cuentos de Black Mask. Y The Big Sleep —la primera novela del Chandler mandarín— su reescritura trascendental bajo la tutoría de otro reventado. Por ahí menos el de Los hermanos Karamazov, puede ser, que el de El jugador: «¡Cosa rara! Para ocuparme de algo, saco prestadas de la mísera biblioteca de aquí las novelas de Paul de Kock, que casi no puedo aguantar […] es como si temiera destruir con un libro serio o con cualquier otra ocupación digna el encanto de lo que acaba de pasar». El mismo Dostoievski, en suma, que parece escribir el epitafio del género: «Apostamos y perdimos; luego perdimos dos veces más».
Si yo fuera editor y me sobrara el dinero o el standing (no necesariamente la dignidad) fundaría una editorial dispuesta a deslumbrar y oscurecerse como un petit palais con las térmicas chicas. Como una araña macho en el éxtasis que la deroga. Ni independiente ni artesanal ni cartonera: una editorial dandy. Le daría a traducir a un doblador de Humphrey Bogart —Benjamín Morales, José Guardiola, ¡Rafael Romero Marchent!— una selección de los relatos más inverosímiles de los tres volúmenes de las memorias de John Houseman —empezando por el célebre backstage de The Blue Dahlia—: Run-Through, Front and center, Final dress, todos publicados entre 1972 y 1983, y lo titularía La quincena perdida. Es decir: el mismo título que John Houseman eligió (al menos en la traducción de Bruguera de 1979, creo que no ha habido otra) para su prólogo a la edición en libro del guion de La dalia azul. La novela en veremos que al propio Houseman (el Danton de Orson Welles) le pareció que podía ser una película ideal para Alan Ladd (o sea: una Big Mac). Era la guerra, Ladd debía enrolarse, la Paramount puso a George Marshall a filmar cuando Chandler todavía no terminaba el guion —Marshall que sacaba tomas más rápido de lo que Chandler se tronaba los dedos—, mientras que Chandler, sobrio como un cantinero, no conseguía descubrir quién era el asesino. Con la soga al cuello (él y Houseman) Chandler exigió —para resolver el guion in extremis— tres requisitos: «A. Dos Cadillac tipo limusina, con chofer, apostados día y noche delante de su casa para: 1) Ir a buscar al médico (de Ray, de Cissy o de ambos) 2) Llevar y traer páginas del guion. 3) Llevar a la criada al mercado. 4) Contingencias y emergencias. B. Seis secretarias —en tres turnos de dos— preparadas y disponibles en todo momento, para dictarles, escribir a máquina y otras urgencias».
El tercero era una línea telefónica directa con el despacho de Houseman de día, y con la central telefónica del estudio de noche. Por lo demás, del insomnio se encargarían el ayuno, el bourbon y las inyecciones de glucosa. En la escena final del relato de Houseman, Chandler está tumbado en un sillón, inconsciente, y es el propio Houseman quien encuentra junto a un vaso medio vacío de bourbon unas páginas de guion, corregidas a mano, en las que lee la solución: Dad Newell. Como el propio Chandler, Houseman parece haber aprendido de Philip Marlowe que crear las condiciones narrativas sobre las que un mito personal será restituido (dicha ceremonia) es una de las operaciones fundamentales de la novela moderna.
De la calesita de pockets regresé a dónde (en el sentido de la fuerza centrífuga) con la correspondencia del Gran Cascarrabias. Había, por cierto, alguna para John Houseman. También para el Hitch de Strangers on a train (o sea: la Patricia Highsmith de Ray): «Lo que no puedo entender es que permita que un guion que después de todo tenía cierta vida y energía sea reducido a esa fláccida pasta de clichés, a un grupo de personajes sin cara, y a la clase de diálogo que a todo guionista se le enseña a no escribir, diciendo cada cosa dos veces y sin que los actores o la cámara dejen nada implícito». Pero el mandala timbrado de Frank MacShane se dibuja en torno al editor Hamish Hamilton (nuestro H.H. en Londres: Capote, Salinger, James Thurber) o bien, dos secretos exquisitos: James Sandoe y Charles Morton. A Hamilton, Chandler le dice —un mes antes de la carta a Hitchcock, dando indicios de que no lo es—: «el guionista sabio es el que usa su segundo mejor traje». O por qué no: el impermeable. Al manual de estilo de la revista Picture Post (y a la oscuridad de nuestro párrafo precedente) Ray responde: «Sí, soy exactamente como los personajes de mis libros. Soy muy duro y es un hecho comprobado que he aplastado un dulce con las manos. Tengo amigos en todos los peldaños de la vida. Algunos son muy cultos y otros hablan como Darryl Zanuck. Tengo catorce teléfonos en mi escritorio. Mi archivero se abre, convenientemente, en forma de bar portátil, y el cantinero, que vive en el cajón de abajo, es un enano llamado Harry Cohn. Hago mucha investigación, especialmente en los departamentos de rubias altas. En mi tiempo libre colecciono elefantes».
Antes de irme volví a abrir The Big Sleep. «Crucé la calle y anduve dos manzanas hacia el este, en busca de la otra librería. Ésta se acercaba más a lo que yo buscaba: un local pequeño y estrecho, lleno de libros desde el suelo hasta el techo, y en el que cuatro o cinco personas hojeaban libros ociosamente y manoseaban las novedades. Nadie se fijaba en los demás». Cosa curiosa: es precisamente en esa librería donde Chandler devana la lluvia desde una cesura. «Le di las gracias y me marché. Había empezado a llover y tuve que correr con el paquete bajo el brazo. Mi auto estaba en una bocacalle del bulevar, casi frente a la tienda de Geiger. Antes de llegar, ya estaba completamente empapado». Yo también.
Sebastián Menegaz / Copyleft 2022
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