FESTIVAL INTERNACIONAL DE CINE DE MAR DEL PLATA (09): TAL VEZ LA MANO, EN SUEÑOS
TAL VEZ LA MANO, EN SUEÑOS
Tal vez la mano, en sueños,
del sembrador de estrellas,
hizo sonar la música olvidada
como una nota de la lira inmensa,
y la ola humilde a nuestros labios vino
de unas pocas palabras verdaderas.
Antonio Machado
Las cartas escritas a mano ya no son usuales. Eran bellos los tiempos en que se escribían y recibían cartas de puño y letra. La escritura manual -que también ha caído en desuso- tiene la cara de quien redacta; sus gestos, silencios y humores vibran en la letra. En un tiempo muy lejano también existían las postales. Se escribían un poco de apuro: ¨Hola viejita: te escribo desde estas hermosas playas, la estamos pasando bien. Te quiere, tu hijo Quique¨. En el reverso de la postal, la foto de las playas, por ejemplo, de Mar del Plata. Había algo encantador y asombroso en todo eso, sobre todo porque el momento de la escritura distaba mucho del momento de la lectura. Días o meses, a veces años.
En este presente tan efímero las cartas son correspondencias, uno escribe y el receptor lee casi en el mismo momento, hasta sabemos en qué momento exacto está redactando. No hay tiempo de espera, ya no se espera más. Siempre es una cuestión de tiempo. El apuro de la vida productiva no permite que esperemos ni que sintamos curiosidad por lo que nos dirán, por aquello que viene, por el porvenir.
A Woman Escapes es un diálogo con forma de relato epistolar donde tres directores (Sofia Bohdanowicz, Burak Çevik y Blake Williams) se envían correspondencias. Audrey –una especie de alter ego de Bohdanowicz- es el eje sobre el cual se sostiene la película. Ella se ha mudado a Paris, a la casa de una amiga recientemente fallecida y su presencia aún invade la casa. Riega sus flores maquillándose, quizás todavía la espera. Así, con este hermoso comienzo cargado de balcones colgantes de rosas y típicas esquinas parisinas empieza este bello diálogo entre Audrey desde Paris, Burak desde Turquía y Blake en Toronto.
La correspondencia es un consuelo, un extraño modo de acompañarse, pero también es la contrapartida de la pandemia que vivimos recientemente. Nunca se la menciona pero se puede intuir: Woman Escapes es una película “pospandémica” que destila tristeza, agudiza soledades, desviste deseos y aquieta almas perdidas. Los escribientes se envían en verdad imágenes en diferentes formatos, incluso en 3D. Algunas imágenes son realmente extrañas y al parecer inconexas. Sin embargo, aluden al tiempo y su transcurrir, a la órbita de planeta que gira lentamente, también refieren a un viaje a Turquía o a la búsqueda de la casa de Audrey en el Google Maps. La película donde la mujer nunca escapa porque no puede no deja de ser un retrato de la época en donde todos, tal vez sin saberlo, nos colmaba una tristeza inédita y una melancolía inesperada. En los años recientes de máscaras y encierros, proyectar una vida resultó una odisea, aunque el presente, en el mejor de los casos, obligó a experimentar una profundidad inusitada.
En El sembrador de estrellas, su director Lois Patiño vuelve a trabajar su coordenada favorita: el cine como extensión del pensamiento. Si la película resulta hipnótica y fascinante se debe no sólo por el modo en que encara las imágenes sino por la manera en la que sus dos personajes solitarios entablan el dialogo que funciona como contrapunto de la prepotencia de lo visible.
Centrada en Tokio, más bien en la vibración de las luces de Tokio, en un mudo erigido de reflejos, alumbrado por edificios que se encienden e iluminan las aguas del mar, en las que los barcos navegan sobre el reflejo de las luces de neón de una ciudad inmensa, en ese paisaje hermoso dos voces expresan una sensibilidad. Dos almas errantes hablan, despacio, pausadamente. Además, se desconoce la temporalidad de la película, tanto la época en que transcurre como el tiempo que pasa durante la conversación de los solitarios.
Patiño mide el tiempo (si es que eso fuera posible) en una especie de devenir: en el inicio las luces comienzan a encenderse sobre esa porción de Tokio hasta que sobre el final esas mismas luces devienen en estrellas enloquecidas que giran y giran. Tal vez ya todo haya terminado y solo ese maremágnum de estrellas y luces no lleguen a conformar una sola palabra y todo sea finalmente el caos. Las imágenes, las palabras, las estrellas devienen en algo indefinido pero hermoso.
Las voces en off pertenecen a dos japoneses; la voz de una mujer y la otra de un hombre. Ellos establecen una especie de dialogo, donde las preguntas y las respuestas generalmente no coinciden. Él es el más hablador, ella escucha. La conversación está hecha de citas y poemas; los hay de Borges, Beckett, Victor Hugo, Susan Sontag. No faltan haikus, porque tal vez la película en sí puede ser vista como tal. La voz del hombre tiene un atractivo singular: en su voz las voces de los poetas consagrados facilitan que el espectador pueda sumergirse en un espacio lirico y fatal. La potencia abrumadora de la palabra -en este caso poética- no cura ni salva, solo acompaña y tal vez tampoco eso. Porque la noche, el mundo y las voces se vuelven liquidas, se esfuman y se transforman en nada. Quizás no importe.
Y si no importa es porque el universo del cineasta cobija a la noche, el espacio, la poesía, la fantasía, el sueño, la ficción, la realidad, la vigilia; todo se vuelve un terreno indefinido.
Las dos películas aprovechan el código de la correspondencias, el dialogo sin escucha que invoca. Correspondencias de imágenes que viajan a lo largo del tiempo y del espacio, signos que no tiene que responder a nada ni a nadie. Imágenes y palabras que tienen algo de las viejas cartas en desuso capaces de reunir soledades, teñir melancolías y aplacar tristezas. Tanto El sembrador de estrellas como A Woman Escapes son maravillosos paisajes de un mundo desconsolado e inconexo. Todos lo habitamos, algunos, además, saben filmarlo.
Marcela Gamberini / Copyleft 2022
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