FICG 26 (2)
FESTIVAL INTERNACIONAL DE CINE DE GUADALAJARA
TIEMPOS SOMBRÍOS
Por Roger Alan Koza
El público apareció en Guadalajara, Los optimistas, finalmente, tenían razón: la poca gente en salas del primer día obedeció a que muchos participantes del festival todavía estaban llegando. El pesimista, sin embargo, podría contrarrestar: “Era sábado, y veremos qué sucederá el lunes y el martes”. Lo cierto es que las funciones de Post morten, América (un film que no debería estar en competencia internacional, por su incompetencia evidente, a tal punto que parece una comedia) y El premio, contaron con muchísima audiencia. Eso es muy bueno para el festival y para las películas.
“¿Qué significa pesimista?” es la pregunta que articula el psiquismo de la protagonista y el relato de la ópera prima de Paula Markovitch, la exitosa guionista argentina radicada en México hace años. Ceci (Paula Hertzog), una niña de siete años de edad, quien vive en San Clemente del Tuyú con su madre, sabe que siempre debe responder a todos aquellos que pregunten por su padre que él vende cortinas en Buenos Aires; pero lo que todavía desconoce es el alcance hermenéutico de su pregunta. Pesimismo, aprenderá al final, significa que a su padre lo pueden asesinar los militares.
El premio, que se llevó dos premios en el último festival de Berlín (Mejor fotografía y Mejor dirección de arte) es una meditación precisa (a partir de varios elementos autobiográficos de la directora) sobre cómo la intimidad es atravesada y escrita por la Historia y la política, visto desde la perspectiva de una niña. Por eso, Markovitch, con razón y pericia, elige una altura de cámara, la que coincide (onto)lógicamente con el lugar de la mirada de Ceci. No es un recurso novedoso, pero sí necesario y pertinente: ver cómo ve un niño es precisamente el poder del film, y no porque se trate de invocar a la inocencia de los chicos, esa retórica cándida que los suele transformar en mascotas parlantes de un humanismo raso. Si en los niños la sexualidad existe, la política también.
El plano general que abre el film de Markovtich es elegante y preciso: la niña patina en la playa en un día gris. Ese color pintará el film, casi febo fóbico, y ese plano sugiere y condensa tanto el desamparo de Ceci como el de su madre, quienes viven en un cuarto frente al mar. El viento sopla sin cesar, y a lo largo del film tendrá un presencia protagónica. Es una fuerza natural que se entromete en la privacidad del hogar, un exterior que insiste hasta inmiscuirse. La historia y su violencia soplan parecido al viento.
Ceci elegirá ir a la escuela, un impulso de su inteligencia. Como a su madre, le gustan los libros, aunque por razones de fuerza mayor los enterrarán en la arena. En la escuela, Ceci conocerá a Silvia y a otros niños, y también será disciplinada: la escuela, sugiere el film, no solamente funcionaba como el lugar en donde se aprende a leer y escribir, sino también como un conscripción adelantada en el que se aprende a naturalizar un concepto de patria y una moral castrense. En efecto, el título del film se deriva de un concurso ridículo pero verosímil propuesto por el ejército argentino. ¿Literatura castrense? No se trata precisamente de la tradición literaria militar del siglo XIX aplicado a la niñez sino más bien de un obsceno trabajo de adiestramiento en el que se aprende a repetir con bellas palabras la misión de la institución militar. El máximo conflicto narrativo girará en torno a una redacción de Ceci para un certamen literario, quien habrá de escribir dos versiones antagónicas sobre la vida militar, la oficial y la no oficial, la falsa y la verdadera. Irónicamente, Ceci, cuyo padre es perseguido por los militares, ganará el concurso con un texto en el que expresa lo opuesto de su mirada.
En los guiones de Markovitch (Temporada de patos y Lake Tahoe, por ejemplo) el humor ha sido siempre una constante, y en su primera película no es una excepción, a pesar de la naturaleza de su historia incompatible con lo cómico. El disparatado diálogo entre Ceci y Silvia, mientras juegan en la playa, en donde discuten sobre el nombre del perro (otra gran actuación del filme), Jim, que en los oídos de Silvia resulta un jean, es una marca registrada de la directora. Ese pasaje, y otro en el que Silvia, Ceci y Walter, tras tomar vino, juegan a revolcarse en los médanos, constituyen algunos de los grandes momentos del film. Como se ha dicho, el trabajo de todos los niños es admirable, aunque la solidez dramática alcanza a todo el elenco. Y es quizás allí, en donde reside la virtud del film, el mismo lugar en donde también se intuye su debilidad. Por momentos, El premio se protege a sí misma de cierto desajuste narrativo a través de un desmedido hincapié en el espacio lúdico infantil, aunque es posible que la premisa del film, experimentar la niñez bajo un orden simbólico e histórico preciso, le obligue a Markovitch a desatender otras opciones narrativas que le den mayor peso a los personajes adultos y al contexto social.
Pablo Larraín es un grano en el culo. Su cine provoca y molesta; divide a sus espectadores, y enfrenta a los críticos (y a programadores). Su tercera película es otra incursión sobre el fascismo de la sociedad chilena en la década del ’70. El momento histórico elegido es septiembre de 1973. El primer indicio es el plano inicial: la cámara, al ras del piso, sigue el andar de un tanque. El segundo indicio será una racia en la casa de la vecina del protagonista, aunque el casi imperceptible sonido de un avión sugiere que a Salvador Allende le uedan pocos minutos de vida.
A diferencia de Tony Manero, en donde el régimen de Pinochet ya estaba asentado y en pleno funcionamiento, y en el que su personaje simplemente sintetizaba la violencia de un régimen en el psiquismo colectivo, aquí Larraín no solamente va un poco más hacia atrás en el tiempo sino que su mirada resulta más moral que política y psicológica, y su punto de vista más ambiguo y problemático.
Hay un pasaje clave, entre los 15 o 20 minutos del film, en el que Larraín introducirá dos flashfoward consecutivos. Se verá un cuerpo muerto en la morgue, y el médico expresará que la “han matado a golpes”. Luego, un niño le dictará a Mario (Alfredo Castro), el protagonista, un “funcionario civil” que trabaja en la morgue, un nuevo informe, aunque no es cualquier informe: la escena culmina con un abrazo entre ambos.
Estas dos escenas breves están ligadas al último plano del film, un plano fijo y astuto de unos 8 o 9 minutos en el que Larraín discute directamente con la sociedad chilena a partir de una decisión de Mario: su vecina, de quien está enamorado, y su amante ocasional, también militante de izquierda, permanecerán, quizás por siempre, encerrados en un hueco cubierto por muebles, aunque el diagnóstico del médico sugiere algo más ominoso y contradictorio. Esta oscilación de Mario, que excede al delirio propio del celo, entre su devenir fascista y su repulsión a un régimen que triplica su trabajo por la cantidad de muertos que llegan a su dependencia disloca el punto de vista desde dónde el film propone su mirada. Dado que Larraín opta, como sucedía en su anterior film, por la alegoría, su honestidad desmedida y su desordenada voluntad de verdad, le lleva a transitar una cierta zona de incertidumbre moral e imprecisión ideológica, como si el inconsciente del film trastocara sus propósitos conscientes.
Está claro que Larraín desaprueba el fascismo de Pinochet, jamás nombrado pero presente en la crueldad sistemática e instrumentada por sus soldados. Mario hará una mueca de satisfacción cuando el médico, su superior (quien antes del golpe de estado elogiaba a Ho Chi Minh y legitimaba armar al pueblo como solución a las tensiones políticas del momento, quien luego será dócil y obediente ante sus superiores castrenses), informe, tras la autopsia, que Allende se ha suicidado. La imperceptible alegría es constatar que al menos las huestes de Pinochet no pudieron darse el gusto de asesinar al presidente. Es un pasaje que no admite otra lectura. Tanto él, el médico y su ayudante, no podrán, ante el cuerpo del presidente tendido en la camilla llevar a cabo sus respectivos trabajos. Y más tarde, en una escena contundente, la misma ayudante del médico hará catarsis ante un militar de alto rango, en un plano general en el que el poder semántico no recae tanto el parlamento de la consternada médica sino en la cantidad de cadáveres que yacen en el suelo de la morgue.
Hay cadáveres, hay cadáveres, esa es la indignación histórica política que expresa conscientemente Larraín y sus planos cinematográficos. Y eso no es una alegoría, sino un veredicto y una impugnación a la pasividad de un sector muy numeroso del pueblo chileno, aunque por momentos, las mismas contradicciones de esa sociedad sobrevuelan la trama y parecen filtrarse más allá la obsesiva puesta en escena.
Roger Alan Koza / Copyleft 2011
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