LOS PREMIOS: 1952
Fuera de competencia: Portrait of Ga, dirigida por Margaret Tait.
Ga camina hacia el arcoíris que corona el cielo gris de las islas Orkney. Planta flores en su jardín, salta charcos, quita el envoltorio de un caramelo, fuma.
Ga es la madre de Margaret Tait, que hace un voice over que parece conversación, pero es poema: por cadencia, por el gusto por la sonoridad (“bu-ffa-lo”) y los dislates (la pregunta por los acertijos de los vikingos, antiguos habitantes de Orkney). Es un movimiento milimétrico que tiene un efecto sísmico.
Tait es parte del linaje de realizadores que redefinen lo que se entiende por cinematográfico, que hacen la traslación de películas caseras hacia actos públicos de cine poesía.
¿Qué es digno de ser filmado? Un hogar cualquiera, en un día cualquiera. Los protagonistas no humanos que habitan un patio: las plantas, los pájaros, los insectos. Los personajes que están en Orkney desde mucho antes de la invención del cine: las olas, las montañas, las nubes. Hasta cierto punto es volver a los Lùmiere, a la “toma de vistas”. Pero no hay nada primitivista acá. Precursora de la proliferación de cámaras e imágenes cotidianas de nuestra actualidad; adelantada respecto al dogma del cine como técnica dramatúrgica de aquel presente.
Incompatible con el arte mudo, cada plano-verso se entiende en relación a cada línea recitada, a los ruidos tomados del ambiente y a la música sincronizada. Las conexiones misteriosas del idioma que propone la poesía al lado de las que propone el montaje. Unas estrofas de Gerard Manley Hopkins suenan sobre la imagen de una canilla que pierde agua o de una gaviota que lucha contra el viento (The Leaden Echo and the Golden Echo, 1955).
Tait produjo una larga filmografía unipersonal con el mismo principio poético y los mismos recursos: una cámara bolex 16mm, luz natural, animaciones con fotogramas pintados, y un puñado de poemas propios y ajenos. Se dedicó a filmar su casa como lugar de trabajo (Place of Work, 1976), su jardín como musa (Garden Pieces, 1998). Registró la belleza atemporal de su tierra, pero también el trauma social de sus vecinos: cine intimista, pero no ensimismado (Colour Poems, 1974). Lo pequeño es hermoso y está atravesado por la inmensidad de lo humano.
Margaret Tait volverá a aparecer en esta columna con su primer y último largometraje de ficción.
La ganadora del Oscar es: Un americano en París (An American in Paris), dirigida por Vincente Minnelli.
Un americano en París no es la mejor película de su director. Creo que ni siquiera es su mejor musical. (1)
Salvo algunos momentos puntuales que maquillan su factura, la escala de la producción es pequeña. Minnelli no se pudo dar el gusto de hacer el viaje transatlántico y la historia transcurre en una París de cartulina.
El despliegue de las coreografías es modesto y se limita a rutinas de tap dance de Gene Kelly, (2) con excepción de El despliegue de las coreografías es modesto y se limita a rutinas de tap dance de Gene Kelly, (2) con excepción de dos secuencias. Una en la que todos los instrumentos de una orquesta sinfónica son interpretados por Oscar Levant: un regreso a Méliès. Y el set piece del final, de diecisiete minutos, donde las escenografías cambiantes rinden homenaje a distintos pintores franceses de principio de siglo: Renoir, Rousseau, Toulouse-Lautrec, Utrillo.
Pero Minnelli tenía su propia teoría del color. Como los artistas a los que homenajea, se adueñaba de los pigmentos y los transformaba en una marca personal. Cuando Kelly, Levant y Maurice Guétary hablan del personaje de Leslie Caron, cada faceta de la chica tiene no sólo una coreografía distintiva, sino también un color dominante que satura la pantalla.
Ella es hermosa y el estudio se tiñe de azul marino; ella es vivaz y moderna, se tiñe de rojo; es intelectual, se tiñe de un amarillo cálido. Cuando se juntan todas las dimensiones de su personalidad, el plano se divide en cinco partes, cinco piezas coloridas que salen del estricto manual de clasicismo que todavía era prevalente.
Bajo la apariencia festiva del musical, Minnelli hacía sangrar subcutáneamente a sus relatos con un registro emocional más amplio que el que prescribía el negocio y la censura. Vínculos amorosos agridulces, depresión detrás de la máscara social, roces con la locura y mucho sexo extramatrimonial.
En Un americano en París hay un triángulo amoroso. Sale a la luz el secreto. Un paneo nos muestra que, fuera de la vista de dos de sus participantes, flota el humo del cigarrillo del tercero. Cuando la cámara se detiene, vemos entre sombras una expresión desolada. Después de la coreografía de diecisiete minutos, ese tipo va a conducir a su novia para que se vaya con el otro. Se despiden sin amargura, con un beso en la boca. El interludio musical es casi un acto de prestidigitación. En la confusión, el director contrabandea un final dónde no hay castigo moral para quienes no respetan la monogamia.
Vincente Minnelli, el de los musicales de apariencia festiva y sabores ambiguos, volverá a aparecer en esta columna.
La Palma de Oro es para: Comparten el premio Dos centavos de esperanza (Due soldi di speranza), dirigida por Renato Castellani; y Otelo (Othello), dirigida por Orson Welles.
Nadie ha hecho más por perpetuar el estereotipo de los italianos como gente que grita y gesticula frenéticamente que sus propios cineastas.
En un pueblito cerca de Nápoles, toda emoción se exterioriza a los gritos. Los personajes se desgañitan. Como todo el mundo grita, no hay secretos: pueblo chico, infierno grande. Las decisiones que se corren un centímetro de lo que manda la tradición generan estallidos de cólera. El padre de la protagonista fabrica fuegos artificiales así que de tanto en tanto se le descontrola la mercadería y literalmente hay explosiones. La banda sonora aturde, la comedia es atronadora.
Además de ser gritona, Dos centavos de esperanza es una comedia neorrealista: fue filmada en locaciones reales, en Boscotrece, una pequeña localidad campesina, con la participación de actores no profesionales. Pero cabe preguntarse qué era el neorrealismo hacia 1952.
Rossellini ya lo había usado de trampolín para ingresar en el modernismo cinematográfico, con narraciones que transitaban el margen de la zona narrativa aristotélica y una veta autoconsciente; una trayectoria que culmina en Stromboli (1950) y Europa ’51 (1952).
Castellani y Luigi Zampa ya lo habían dominado para darle un nuevo acento a la comedia popular. Ellos lograban que el verismo no entrara en contradicción con el absurdo, sino que lo realzara. Son los mejores exponentes de una tendencia que deviene en el “Neorrealismo Rosa”, que en su peor versión traiciona el espíritu del movimiento italiano, transformando su mirada documental en un marco pintoresco. Lo que antes era dolor y denuncia, se convierte en resignación y costumbrismo alegre.
De Sica tuvo en sus manos una posible salida del neorrealismo. Una que combinaba la textura realista con las innumerables posibilidades de la ficción. Podría haber salido volando junto a los protagonistas de Milagro en Milán.Sin embargo, al año siguiente aterrizó en Umberto D., la historia de un jubilado al borde de la indigencia.
De Sica no sólo regresa a la denuncia social, también profundiza en la investigación cotidiana, en el énfasis en las micro acciones que conforman una rutina y que el cine convencionalmente deja de lado.
Umberto D. fue mal recibida. Giulio Andreotti, entonces subministro de Cultura, le escribió una carta pública a De Sica y le espetó que “los trapos sucios se lavan en casa”. Fueron muchos factores que provocaron el fin del ciclo neorrealista y entre ellos la presión gubernamental fue decisiva. La llamada “ley Andreotti” propuso una serie de medidas proteccionistas, pero para acceder a los nuevos fondos estatales que generaba había que pasar por el ojo chauvinista del oficialismo. A una película como Umberto D., que le hacía “un pésimo servicio a la patria”, se le podía negar la licencia de exportación. (3)
El gobierno de los demócratas cristianos estaba preocupado por la imagen que presentaba Italia al mundo. La izquierda le reclamaba más compromiso político. La Iglesia recelaba su anticlericalismo y una supuesta falta de valores. El público le daba la espalda y la industria volvía a orientarse al entretenimiento. Con incipientes resultados del “milagro” económico, Italia ya estaba dispuesta a dar vuelta la página del neorrealismo.
En 1942, tras la proyeccióEn 1942, tras la proyección de Obsesión (Ossessione, Luchino Visconti), Vittorio Mussolini, cabeza de la industria cinematográfica, salió de la sala a los gritos: “¡Esto no es Italia!”. Diez años después, bajo circunstancias muy distintas y de un parecido alarmante, sus compatriotas se empecinaban en darle la razón al hijo de Il Duce.
Renato Castellani volverá a aparecer en esa columna.
***
Otelo, el moro de Venecia, ve el mundo en un pañuelo. Se consume por los celos. Detrás de su caída está Yago, uno de los personajes más rastreros del canon occidental. Un material de primera para Orson Welles, gran cineasta de la paranoia. Alguien que sabía lo que era perder el favor de los reyes del mundo y que probó el veneno de los intrigantes.
Welles muestra el camino para adaptar a Shakespeare: no se rinde al guion, no deja que su devoción lo haga tímido. Si traiciona algo del texto original es para mayor gloria de su autor. Aprovecha la riqueza opulenta de imágenes que propone y le imagina otras que están a la altura. El colosal cortejo fúnebre de Desdémona o el asesinato elíptico de Rodrigo; con grandes planos generales o con pequeños trucos de edición.
El presupuesto fue insatisfactorio, como siempre, pero el rodaje fue inusualmente largo. Tres años de constantes interrupciones, en las que el cineasta se volvía a poner el traje de actor para conseguir un poco más de plata. (4) Eso obligó a Welles a imaginar planos cortos que pudieran ser usados en continuidad a pesar de ser filmados con meses de diferencia. (5) En vez de la fluidez de la puesta clásica, obtuvo una forma brusca y poligonal, casi cubista. El ritmo sincopado alimenta la tensión paranoica; el aire se corta con un tijeretazo de montaje.
La toma del sonido también fue un desafío. Sin los equipos de punta que podía ofrecer Hollywood, (6) Welles despliega el arte del foley. Los sonidos regrabados tienen un gran poder expresivo y, en conjunción con las composiciones de Angelo Lavagnino, contribuyen a la atmósfera asesina. Otelo, como el cisne, al morir, se desvanece en música.
La última película de Welles fue Filming Othello, un monólogo distendido en el que el director, acodado a una moviola en su sala de estar, cuenta cómo hizo la película. “Carlyle decía que casi todo lo que se analiza con suficiente detenimiento resulta ser musical. Por supuesto, esto es profundamente cierto en el caso de las películas. En su movimiento hay una estructura rítmica. Hay contrapunto, armonía y disonancia. Y esta moviola, esta herramienta del cineasta, es su instrumento”
Otelo es entonces una obra maestra de otro tipo de cine musical.
Notas
(1) Esa distinción la merece Brindis al amor (The Band Wagon, 1953). La lista de candidatas a mejor película de Minnelli es demasiado larga, así que voy a mencionar solo tres que suelen ser pasadas por alto: Sed de vivir (Lust for Life, 1956); Mi desconfiada esposa (Designing Women, 1957); y Los cuatro jinetes del apocalipsis (The Four Horsemen of the Apocalypse), que en parte transcurre en Argentina.
(2) En ese aspecto, Un americano en París palidece en relación a las del siguiente vehículo de Gene Kelly, Cantando bajo la lluvia (Singing in the Rain, 1952); una de las más felices celebraciones del cine como evolución del vodevil, aunque concluye con la triste idea de que es mejor que las mujeres no tengan voz propia.
(3) Andreotti fue un verdadero pope de la política italiana: fue siete veces primer ministro. Su oscura figura fue parodiada por Paolo Sorrentino en Il divo (2008).
(4) Si damos por cierto el enorme anecdotario de Welles, no podía pasar más de un par de semanas sin cruzarse a algún otro gigante del siglo XX. A Peter Bogdanovich le dijo que “estaba en Venecia tratando de conseguir algo del dinero para Otelo de un ruso medio loco; estábamos en el hotel Excelsior. Churchill había perdido su cargo y estaba allí… Cuando pasé junto a su mesa, lo saludé con una inclinación de cabeza. Y Churchill – no puedo imaginar por qué, seguramente fue un gesto irónico para tomarme el pelo – se levantó de su silla y me devolvió el saludo. Bien, más tarde el ruso me dijo: ‘Es usted íntimo de Churchill’. Y el trato se cerró allí mismo… Durante todo el resto del tiempo que estuvimos en Venecia, cada vez que pasaba junto a Winston Churchill en el restaurante, se ponía de pie para saludarme. Debía pensar: ‘¡Sácale algún dinero!’”.
(5) Y kilómetros de distancia: Otelo fue filmada en cuatro ciudades distintas de Marruecos y cinco de Italia. Rodrigo le p(5) Y kilómetros de distancia: Otelo fue filmada en cuatro ciudades distintas de Marruecos y cinco de Italia. Rodrigo le pega una patada a Casio en Mazagán y le devuelven una piña en Orvieto. Hay unos 2800 kilómetros entre golpe y golpe.
(6) Por ser estadounidense, o a raíz de su película más famosa, podemos olvidar que Welles fue un cineasta independiente la mayor parte de su carrera – con producciones de una escala muy distinta a las de Margaret Tait, pero independiente de los estudios. Recorrió el mundo buscando dinero para filmar. Se enorgullecía al decir que Otelo fue “una película sin país”. En Cannes tenía que tener alguna nacionalidad: “Los italianos, los franceses y los norteamericanos no quisieron presentarla porque tenían sus propias películas. Por esa razón la presenté como marroquí… Creo que soy el único ganador de un gran premio internacional de cine en todo el mundo árabe”.
Santiago González Cragnolino / Copyleft 2023
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