OSO INTOXICADO
LA MERCA ESTÁ EN OTRA PARTE
El piloto solitario lanza desde la avioneta los bloques de mercancía en un bosque nacional del estado de Georgia. El hombre baila eufórico en las alturas, pues nada obstaculiza su misión de eludir controles aéreos e ingresar kilos de cocaína provenientes de Colombia al país que consume como pocos la sustancia blanca que envalentona al que la ingiere. Es 1985, el presidente Reagan pelea contra las adicciones, el puritanismo regresa triunfal a la nación y un orden económico se consolida, como también el empleo de algunas drogas ya no vinculadas al hedonismo de las dos décadas precedentes, sino a un anhelo de eficacia y poder sin límites. ¿No es la cocaína la sustancia simbólica por antonomasia de esa década y la siguiente?
El hecho, como la película lo advierte, sucedió: un oso negro encontró uno de los paquetes con cocaína y la inhaló. La miel fue entonces sustituida en el paladar del animal por el ardor del alcaloide en la garganta; la pasividad frente a los visitantes del bosque fue desplazada por la ferocidad. El oso ataca. En verdad, más allá de su origen en un hecho real, todo es un disparate amable: niños, traficantes, policías, guardaparques y un oso participan en una comedia cuyo espíritu le debe más al cannabis que al derivado de la hoja de coca.
En efecto, el relato no es más que una broma estirada, porque nada es muy en serio y esto jamás se disimula. Oso intoxicado remite más a la tradición de El cocodrilo que a Tiburón, y lo mismo podría decirse respecto de su estilo: el oso (en realidad, una osa) que necesita más cocaína porque está pasado de vuelta no evoca casi en nada al capitalista de El lobo de Wall Street, cuya puesta en escena hacía extensible la percepción alterada del personaje principal; la conducta del mamífero omnívoro se modifica y puede deglutir mujeres o guardaparques, pero todas las acciones bestiales están más al servicio de la risa que del miedo (o del ejemplo tangencial para aleccionar sobre los peligros del consumo). La escena de la ambulancia o la de un niño trepando a un árbol son secuencias cómicas más marihuaneras, propias del cine Stoner.
A la absoluta falta de seriedad, que es una inobjetable virtud de la película de Elizabeth Banks, se añade un cariño democrático por todos sus personajes. Muchos de los intérpretes han sido miembros del elenco estable de los cientos de ignotos que pasan por tantas películas a lo largo de décadas: Margo Martindale (la guardabosque), Isiah Whitlock Jr. (el policía) o Keri Russell (la madre) no llegan a imponerse como protagonistas, pero tienen un espacio menos fugaz que en tantas otras películas a las que les prestaron su presencia. Hay algo feliz en verlos, porque las películas con “desconocidos” tienen un cierto encanto: nadie hace su número personal de lucimiento y el espíritu de equipo resulta tangible. Ese es un placer indirecto de El oso intoxicado que se agradece.
Y no es todo. Esta película, que podría ser canónica en la programación cinematográfica de los viajes en colectivo, cuenta con la presencia de un actor extraordinario: Ray Liotta. Es un papel menor, casi decorativo, aunque suficiente para verlo resplandecer por última vez en el universo al que perteneció. Aquel que le dio vida a Shoeless Joe Jackson (El campo de los sueños) o a Henry Hill (Buenos muchachos) se despide así, sin honores ni aplausos, incluso hasta muriendo primero en la propia ficción, riéndose a través de su narcotraficante de los muchos villanos que interpretó, como si fuera un desconocido entre otros, cuando en verdad pocas criaturas fueron tan nobles como él frente a una cámara. Hermosa elegía involuntaria la de Banks, o también misterioso adiós a un grande que tuvo la delicadeza de evanecerse como si fuera un legítimo secundario.
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Oso intoxicado / Cocaine Bear, Estados Unidos, 2023.
Dirigida por Elizabeth Banks. Escrita por Jimmy Warden.
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*Publicada con otro título La Voz del Interior en marzo.
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Roger Koza / Copyleft 2023
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