UNA HISTORIA VIOLENTA
No es un imperativo, ni mucho menos un motivo de prestigio, el hecho de que algunos cineastas hayan sentido que la razón por la cual hacen cine se justifique en tanto que sus películas son un apéndice de la Historia o un suplemento en el que se refleja lo que no se percibe justamente por ser protagonistas involuntarios de aquella. El tema no redime ni justifica una obra; hay cineastas cuyas películas históricas apenas son un remedo de las noticias de un diario, una página de manual de historia para secundarios o la reproducción de un noticiero pretérito maquillado como novela ilustrada. No es el caso de Lav Diaz, el maestro filipino que ha dedicado prácticamente toda su obra a retratar periodos disímiles de la historia de su país.
En la extraordinaria When the Waves are Gone, filmada en 16 mm y en blanco y negro, el pasado reciente del país palpita en un relato que podría ser confundido con un guion ejemplar de un film noir estadounidense de mediados del siglo pasado adaptado al presente de un país isleño del que esa tradición dista de ser cercana. Un policía sale de la cárcel después de diez años y va en busca de un discípulo que lo traicionó. Es lógico que todo concluya con un duelo, y también que muchos pasajes honren una tradición que hizo de los hoteles, los bares y los bajos fondos el escenario paradigmático de los relatos. En When the Waves are Gone hay un duelo, hay prostitutas, hay policías, y asimismo hay varios pasajes donde la noche permite hacer de la luz un protagonista indirecto con el que se transmite un clima social sombrío, como en aquellos films de género.
La diferencia es que el cineasta filipino no se abstiene de decir las cosas por su nombre y de situar lo que cuenta en los años recientes del cruel gobierno de Rodrigo Duterte (2016-2022) y su batalla contra las drogas. Sus dos personajes principales exceden los estereotipos del policial, más bien destilan toda la violencia institucional en sus conductas: obran como lo hacen porque son hijos dilectos de una nación y un sistema político. La maestría del cineasta se constata en su clarividencia para evitar la caricatura, en desconocerlos como monstruos y comprenderlos como sujetos de una época que glosan una historia de violencia.
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Roger Koza: Ninguna de sus películas deja de lado la historia de Filipinas. A menudo, usted elige un periodo histórico y establece un vínculo ostensible del pasado con el presente. También ha imaginado el futuro en una suerte de especulación futurista que no prescinde de decir algo sobre el presente político de su país. La gran audacia de When the Waves Are Gone reside en que la película ahonda en una violencia sistémica sin atenuantes; los signos de lo real tiñen la ficción. ¿Cómo se le ocurrió filmar algo así y por qué eligió ser tan directo?
Lav Diaz: La película When the Waves Are Gone es una confrontación urgente y directa sobre lo que ha estado pasando en mi país durante el periodo reciente de su historia. Y al igual que el resto de mis películas, hacerla constituye una responsabilidad. Se trata de un destino del cine que excede su condición de entretenimiento: el cine puede ser el cronista de una época, e incluso un intérprete crítico de los problemas acuciantes. Cuando empezamos a rodar, a principios de 2020, las víctimas estimadas de la sangrienta guerra contra las drogas del entonces presidente Rodrigo Duterte ascendían a la asombrosa cifra 27.000 personas; quizás fueron más, según han informado los grupos de derechos humanos, dato que contrasta con los datos oficiales: la policía filipina sólo reconocía algo más de 5500 muertos. Esto ocurría a principios del quinto año de su sexenio.
En la película introduce a un personaje clave, secundario pero decisivo, el fotoperiodista Raffy Lerma. No es una invención suya, sino un hombre valiente y reconocido en su profesión. En un momento dado se dice que fue perseguido por el gobierno de turno, un destino que podría ser el suyo. En la película incluso se menciona una entrevista con Amy Goodman en Democracy Now!. ¿Por qué decidió incluir a Lerma?
El fotoperiodista Raffy Lerma fue un testigo clave de lo ocurrido. Al trabajar durante el turno de noche de su periódico, estaba en los lugares de los hechos cuando se produjeron las matanzas. Su cámara registró muchas de las atrocidades, incluida la más famosa, la que llamaron La Piedad, por su similitud con la obra de Miguel Ángel. Fue la foto de cabecera de la edición del 24 de julio de 2016 del Philippine Daily Inquirer, y también del New York Times, en su edición del 3 de agosto de 2016. Otras redacciones del mundo recogieron el testimonio fotográfico de Lerma, lo destacaron, convirtiéndolo en el símbolo de los horrores de la guerra contra las drogas de Duterte. Durante su primer discurso sobre el estado de la nación, Duterte no ocultó su enfado por la foto, mancillándola por su condición «excesivamente melodramática». Cuando decidí hacer la película erigiendo una mirada crítica a las ejecuciones extrajudiciales instigadas y perpetradas por su gobierno, sentí que Raffy Lerma debía participar de la película. También sentí que su emblemática foto convertida en La Piedad, y otras fotos no menos insustituibles para conocer el horror, tenían que ser aludidas; esa pieza fotográfica fue central y una inspiración para toda la película.
En el plano 25, el diálogo que sostienen Lerma y el teniente Hermes es crucial con respecto a la psicología de la violencia.
La psicología de la violencia impulsa un discurso más profundo sobre la cultura de la violencia: el hombre es una criatura verdaderamente violenta y la violencia forma parte inherente de su medio. Inventé el libro “En el reino del guerrero” y un escritor hipotético para sostener el diálogo entre el teniente Papauran y Lerma. Vi y experimenté demasiada violencia en el lugar donde crecí al sur de Filipinas. Justamente en esa región, Duterte gobernó como alcalde durante veintidós años, antes de convertirse en presidente. Ahí comenzó con su práctica de ejecuciones extrajudiciales a gran escala como solución al crimen.
¿Cómo concibió a los personajes centrales, el teniente Hermes Papauram y el sargento Primo Macabantay? Eluden el estereotipo y al mismo tiempo tienen algo de arquetípico que los vuelve perversamente universales.
La primera encarnación de los personajes la concebí hace cinco o seis años. Se trataba de dos seres humildes, lumpenproletarios, que robaban un banco para llegar a fin de mes. Uno acababa en la cárcel y el otro se convertía en una persona rica y poderosa. Pensé que algún día el que había caído preso saldría y que habría una confrontación, un juicio final, es decir, el duelo del epílogo de la película. La premisa era así de simple y propia de cualquier tipo de relato. Pero cuando por fin me dieron luz verde para hacer la película, cuando obtuve el pequeño presupuesto que necesitaba, tuve que abordar el problema más acuciante del momento: las ejecuciones extrajudiciales que me asediaban y torturaban en mi psique. Ajusté la narrativa, los personajes, la perspectiva de la película a esa angustia. La estructura exterior no deja de ser la de un drama criminal, una mezcla de cine negro y western. Prescindí de los típicos atributos de los personajes de esos géneros; el gánster y el detective, con sus características reconocibles de este tipo de películas están elididas de las conductas de los protagonistas.
¿Cómo se le ocurrió la idea de la obsesión por el baile en Macabantay y la relación entre la psoriasis y la violencia en el personaje de Hermes?
Llevaba meses buscando la localización adecuada para la película, en la que los elementos clave fueran un litoral con incesantes olas grandes y peligrosas, casas decadentes y entornos descuidados. Durante el apogeo de la pandemia, me fui a la región de Bicol del país y me quedé allí por dos meses. Todos los días caminaba y pasaba por terrenos desconocidos, colinas, montañas, ríos, llanuras, barrancos, aldeas descuidadas, barrios olvidados, buscando la geografía adecuada para la película; al mismo tiempo, era testigo de la mortalidad, ya que muchísimas personas se estaban muriendo por la embestida del COVID. Me alojaba en un hotel barato y todas las mañanas, al levantarme, pasaba por un parque donde había bailes y ejercicios de zumba a cargo de una pareja o un grupo. Vi algo similar en otros lugares cercanos. Fueron imágenes que permanecieron grabadas en el córtex visual durante dos meses. Al principio, prejuiciosamente, pensé que era algo muy kitsch y chillón, pero al observar con mayor detenimiento me di cuenta de que los practicantes de zumba en realidad estaban luchando contra el COVID. Era una forma de conjura, un recurso de supervivencia, un discurso sobre la mortalidad. Tenía un dejo de ritual, similar a la forma en que los guerreros preparan su físico y su psique para el último encuentro con el enemigo y quizás con la muerte. Durante el rodaje, cuando escribía diariamente el guion —yo filmo mientras escribo— la idea del baile como ritual, incluso como un acto rítmico de los protagonistas, surgió de forma natural.
Tras diez años en prisión, Macabantay se ha aferrado a la fe; más allá de que la locura define su psique, lo religioso le permite combinar el ritual sagrado con la planificación de la venganza. En una magnífica escena entre Hermes, su hermana y su perro se desliza una crítica feroz al pensamiento religioso y a la propia figura de Dios. ¿Qué papel desempeña el cristianismo en su crítica al sistema de violencia imperante en su país?
La conversión de los filipinos malayos comenzó cuando Fernando de Magallanes y su grupo desembarcaron en nuestras costas en el siglo XVI. A finales del siglo XIX, el ochenta por ciento de la población se había convertido al catolicismo. Hitos de esa época fueron el estallido de la resistencia contra España, que desembocó en la Revolución Filipina de 1896, y finalmente la toma del poder por los norteamericanos en 1898. Fue el gobernante hegemónico de aquel momento quien introdujo la lengua inglesa y el protestantismo. La religión era funcional al control de población. Los elementos fundamentales de la fe cristiana en nuestro país están articulados en el temor a Dios, la culpa y el perdón. La ironía de la fe cristiana es que, aunque en apariencia es necesariamente antiviolenta, propaga subliminalmente la violencia de muchas maneras. El ejemplo más ostensible reside en el hecho de aceptar cualquier cosa que suceda como voluntad de Dios; un razonamiento muy violento. Por otro lado, el perdón sin justicia promueve la apatía, y eso también es bastante violento. La manutención de la pobreza como voluntad de Dios también es algo verdaderamente violento. En última instancia, el miedo a una presencia invisible todopoderosa que se cierne sobre cada faceta de la existencia es algo profundamente violento. Esto por sí solo fractura la idea misma de libre albedrío y la libertad; fomenta la aceptación de los métodos de un déspota y la sumisión a un líder tiránico.
Tres horas de duración en una película suya puede considerarse casi un corto; debe ser una de las películas menos extensas de su carrera. ¿Es así debido a que volvió al fílmico? La impresión que da es la contraria: es una película libre como pocas y de una precisión apabullante.
LD: La vuelta al celuloide no fue una restricción en absoluto. De hecho, mi corte original era de más de cinco horas, pero pensé que la versión más acotada, la de tres horas, era la mejor. La experiencia fue muy liberadora. La sensación de volver a las raíces, a la naturaleza del medio cinematográfico, resultó ser como un regreso a casa, como si fuera un anhelo olvidado que habilita una comprensión más profunda del cine que reside en ese pasado.
¿Por qué rodó en fímico?
El uso de la cámara de 16 mm empezó como una broma fácil. Un día, un amigo me dijo despreocupadamente que un conocido se había dejado una cámara de 16 mm en su mesa y me preguntó si quería utilizarla. Le dije: «¿Por qué no?». Acabó siendo una de las experiencias más liberadoras de mi existencia creativa. Mi primer trabajo, ahora perdido, el corto Ang Banlaw, se rodó en Super-8 y mi primer largometraje, Evolution of a Filipino Family, se empezó a rodar en 16 mm, y luego, los cuatro largometrajes siguientes se rodaron en 35 mm. Llevo mucho tiempo anhelando volver a la naturaleza del cine. En When the Waves are Gone cumplí ese deseo.
Lo que sucede fotográficamente es una alucinación. Hay una secuencia en un muelle en la que Macabantay parece disolverse en el paisaje. No es la única vez. Supongo que usted buscó ese fenómeno de disolución. ¿Cómo lo hizo y por qué?
LD: Mi amor por el cine tiene sus raíces en la estética de 16 mm. Más que el aspecto brumoso o suave, amo el grano, la suciedad, los arañazos, en realidad puedo sentir que el alma del cine reside en esa materialidad. El efecto alucinatorio es un atributo inherente al medio, un aspecto y una sensación únicos, incluso místicos. Incluso en la posproducción, no quise alterarlo. No hay necesidad de gradaciones, de oscurecer un plano o de aclararlo; prescindir totalmente de las maniobras digitales fue hermoso. Por otro lado, cambiar el aspecto del registro traicionaría todo el proceso.
Usted prescinde del travelling y prioriza el plano fijo y el trabajo obsesivo sobre los ángulos. Hay momentos gloriosos en su película. Por ejemplo, en la escena en la que las prostitutas suben las escaleras del hotel para pasar una noche con Macabantay, usted prepara un contrapicado increíble y obtiene un recorrido de la luz en la oscuridad del edificio que es un placer óptico innegable. ¿Cómo concibe estas escenas? ¿Las piensa antes de rodar o se da cuenta de todo en el momento de filmar?
Alrededor del segundo trimestre de 2015, viví en ese pequeño y oscuro hotel, investigando, escribiendo notas y buscando localizaciones en la zona para la película Lullaby to the Sorrowful Mystery. Era un lugar barato pero muy animado entonces, donde uno se podía encontrar con viajeros solitarios de larga distancia, como camioneros, viudas solitarias, almas en pena, proxenetas y prostitutas. Me había familiarizado con estos seres invisibles y tenía una profunda relación con el hotel. Había observado las escaleras, ya que las recorrí durante muchos días, a distintas horas del día y de la noche. Lo que me llamaba la atención eran los poderosos rayos de sol de las tardes que parecían envolver majestuosamente a las personas que subían. Así que, en 2020, cuando rodábamos en las escaleras, esa imagen era la que tenía en mente: un diluvio y un abismo de luces celestiales guiadas por el ondear de la poesía perdida de Lucifer. Pero la escena era de noche, así que simplemente la inundamos con nuestras bombillas más potentes, y funcionó fantásticamente. Cuanto más fuerte sea la luz con la que se alimenta el material de 16 mm en blanco y negro, mayor será la exquisitez de su textura. Devora la luz.
El enfrentamiento final entre Macabay y Hermes es notable. El registro se mantiene a distancia para seguir la lucha. También hay un instante misterioso en el que la luz cambia. ¿Por qué la distancia y también la discontinuidad de la luz en un instante de la pelea?
La cámara no debe interferir; ha sido mi principio en casi todas mis películas, incluso aceptando que cualquier acto frente a una cámara de cine es esencialmente una manipulación, pero lucho siempre por no interferir. Sobre el cambio de luz al que se refiere: la cámara que utilizamos era un poco defectuosa y funcionaba mal de formas extrañas. A veces se atascaba, a veces podíamos oír sonidos extraños que emanaban de ella mientras rodábamos. No sabíamos qué estaba pasando. Parte de la disciplina de usar 16 mm es que se debe confiar en el medio para que funcione. La clave es ser fluido con la idiosincrasia de la cámara, como cuando se toca jazz o se leen versos libres. Los extraños cambios de luces y sombras en algunas escenas fueron «accidentes» de la cámara. Y no se puede hacer nada al respecto.
¿La película se pudo ver en su país?
Sí, se estrenó en un festival de aquí; un festival al que no le interesó mucho la película, pero nos parece bien; es parte de la lucha.
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*Publicada en otra versión por Revista Ñ en el mes de abril 2023.
Roger Koza / Copyleft 2023
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