CALIGRAFÍA DE LA IMAGEN. DE LA POLÍTICA DE LOS AUTORES AL CINE DE AUTOR (02)
A veces las apariencias no engañan. Caligrafía de la imagen. De la política de los autores al cine de autor impone su talante a primera vista. 594 páginas de 24 por 17 centímetros constituyen un acontecimiento para la historia, la teoría y la crítica de cine, una dichosa desmesura en medio de la crisis del papel. Sin lugar a dudas, la extensión del libro de David Oubiña, a todas luces monumental, es un presupuesto que desafía, además, un estado de cosas marcado por la austeridad, por la fragmentación, por el abandono de las grandes apuestas, por el repliegue de las ambiciones intelectuales de largo aliento, por la proliferación de parcelas académicas recortadas a la moda de los “turns” (de los giros y repliegues). Oubiña insiste, en cambio, en una construcción de dimensiones que sostiene una intensidad de lecturas, un arsenal de categorías, de hipótesis asombrosas, de polémicas en toda su magnitud. Y es esta ruptura de los formatos de la convención en el contexto del cortoplacismo académico la que define, en primer lugar, la excepcionalidad de este libro. Como ya lo ha señalado Beatriz Sarlo a propósito de una experiencia musical con una duración desacostumbrada (el cuarteto de cuerdas número 2 de Morton Feldman, de 5 horas y 20 minutos), la extensión extrema es aurática.[1]
Incluso antes de dar vuelta la primera hoja, hay algo de esa cualidad irrepetible, como una suerte de estado suspendido, que desvía al libro de Oubiña del orden de la cotidianidad. Entre unos impresionantes bloques geométricos, apoyado sobre un paraguas, con el impermeable, el sombrero, el moñito, la pipa y los inconfundibles pantalones demasiado cortos para su altura, Monsieur Hulot dirige la mirada hacia lo alto. Por obra y gracia del diseño gráfico el personaje de Jacques Tati se topa con el nombre del libro y la firma en cursiva del autor. Esa suerte de escenografía abstracta, o más bien monótona, mecánica, prototípica de una sociedad del consumo, realza los desplazamientos imprevistos e inadaptados; esos andares a tientas que contrastan con el ritmo automático que se impone a las cosas. En la obra de Tati, los devaneos circenses de Hulot franquean la anodina representación estandarizada transformando las peripecias del cine mudo en una coreografía de música concreta.
Y es en este sentido que el libro de Oubiña también puede experimentarse como una caja donde resuena un repertorio de voces y posturas críticas que orbitan alrededor de los Cahiers du cinéma. Oubiña dice que Playtime (el film que Tati estrena en 1967) es “una obra personalísima pero sin personalismo, una obra donde el estilo no supone ningún narcisismo, una obra que no busca exaltar la figura de un autor porque no cree que haya que intuirla en cada imagen” (253). Es exactamente eso −“esa figura del cineasta-autor como pura ingravidez” (29)− lo que este libro desenvuelve desde el mismo índice: los siete capítulos con sus apartados calibrados a la perfección (quiero decir: desde una economía retórica exorbitante y paradójicamente sin despilfarro) no están allí para ostentar la destreza de su pluma. En Caligrafía de la imagen la pasión por la pesquisa manifiesta un trabajo consciente por eclipsar la figura del pesquisador. Sus marcas son claramente reconocibles pero, a la vez, completamente desprovistas de estridencia, como las sucesivas paráfrasis que reescriben pensando y que piensan reescribiendo. Una estructura argumental tremendamente sólida organiza una mirada diacrónica que abarca la historia de la teoría y la crítica de cine (entre Francia, Estados Unidos, Gran Bretaña y América Latina) desarmando el encadenamiento narrativo anquilosado. En fin: no puedo evitar la tentación de decir que, al terminar de leer este libro, uno se queda sin aliento.
Política de los autores, teoría de los autores, cine de autor: se trata de tres maneras de organizar el pensamiento sobre cine y la experiencia cinematográfica en las décadas del 50, del 60 y del 70, pero con prolongaciones hacia atrás y hasta el presente. A contrapelo de lo que suele afirmarse, Oubiña demuestra que la categoría de autor no es un invento de los “jóvenes turcos” (tal como se llamó a los discípulos de André Bazin: Truffaut, Rohmer, Godard, Rivette, Chabrol). Una cierta conciencia sobre la responsabilidad creativa del director se puede localizar ya en los inicios del cinematógrafo. Sucede que en un discurso colectivo como el del cine, la autoría no resulta evidente; en efecto, el marco conceptual del autor que advino con la crítica moderna transformó de raíz las modalidades de la práctica y las premisas de la historia y la teoría. En otras palabras: las mutaciones del concepto de autor de 1950 a 1970 reconfiguran el hecho cinematográfico. No es lo mismo la política de los autores que lo que hoy reconocemos como cine de autor. Ese trayecto que se inicia a mediados del siglo XX, según Oubiña, expone la promesa de un arte crítico que se ha ido desvaneciendo.
Cómo delimitar, entonces, el encuadre de un cine disidente, un cine que no se da a ver con facilidad, un cine secreto que no accede a la distribución y que por eso permanece invisible. ¿Acaso hay películas inasimilables, películas que enfrentan la homogeneización de la cultura de masas o del tamiz festivalero, películas que no se pueden procesar como un producto de consumo más? La respuesta que da Oubiña es taxativa: ante la entronización de un nuevo cine de calidad, hay un cine amateur, un cine de aficionados que opone resistencia al formateo y a la profesionalización. Y por eso, para Oubiña, “es preciso convertirse en un activista, siempre abierto a los desvíos y a la experimentación” (517).
Investigar con el cine necesariamente supone volver a escribir la historia del cine para zafar de los encasillamientos y de los enfoques doctrinarios sin caer, desde luego, en anacronismos fáciles o en comparaciones oportunistas. “Hay que evaluar, en cada film, quién dice qué, dónde y cuándo” (506), reza uno de mis subrayados del libro. De modo que la noción de autoría como un prisma o como una coartada para comprender la dinámica del pensamiento sobre cine en la segunda mitad de siglo no debe conducir a defender la soberanía del autor o la muerte del autor o la resurrección del autor. Tal como expresa Oubiña, “no se trata de decidir entre textualidad del film o intencionalidad del autor. Quizás las preguntas estuvieron mal planteadas. El logro de un pensamiento crítico consiste en desplazar los interrogantes para revelar que aquello que había sido considerado como un problema no era otra cosa que un falso problema” (11). Así, el libro se nutre de una imaginación crítica inmersa en las aventuras cinematográficas del siglo XX despejando las soluciones canónicas.
Hay un pasaje donde pareciera abreviar el quid de la cuestión. (Vale aclarar que lo que voy a leer no es ningún espóilerque vaya a arruinar toda esperanza de emoción y de sorpresa porque este libro, justamente, va y viene al margen de una línea horizontal, como esos movimientos ágiles y desprovistos de contorsiones pretensiosas del señor Hulot.) “La política de los autores suponía una intervención específica y una estrategia de ruptura como gestos típicamente vanguardistas: el establecimiento de nuevas formas de filiación y de valoración. Dividía en bandos, señalaba inclusiones y exclusiones. Era arbitraria, contradictoria, belicosa. Siempre apasionada, a menudo enriquecedora, a veces injusta. La teoría del autor (lo que los norteamericanos denominan auteur theory) despojó a esa operación de sus caprichos oposicionales para convertirla en una categoría académica. Ya no una estrategia de intervención impulsada a tomar partido sino un método clasificatorio que adquiría un carácter aparentemente aséptico y aplicable, de manera general, a una explicación sobre el funcionamiento del cine. De ese modo, la teoría del autor abandonó la parcialidad de la cinefilia a cambio del supuesto rigor científico de los Cinema Studies y se convirtió en una herramienta institucional que perdió su fuerza de choque, su sentido combativo, su potencia innovadora. El cine de autor (o sea, author cinema, cinéma d’auteur) completa el itinerario: de la confrontación a la institucionalización y de la institucionalización a la domesticación. El cine de autor remite a un género que podría colocarse al lado de cualquier otro: el “género de películas cultas y de buen gusto” (515).
A lo largo del libro, se podría jugar a trazar un mapeo a mano alzada siguiendo los vínculos de los nombres propios: nombres de cineastas, nombres de críticos, de revistas de cine, de corrientes cinematográficas. Claro: se trata de reflexionar sobre la figura del director-auteur. Pero lo interesante es que esos nombres no funcionan tanto como un sello de individualidad sino como canales de expresión del cine que se transforma según el lugar y según el tiempo. Oubiña compone una partitura a través de la que esas voces de la crítica dicen qué es o cómo debería ser el cine y de qué son capaces las películas.
Godard, Griffith, Deluc, Epstein, Leenhardt, Bazin, Hawks, Hitchcock, Sarris, Farber, Mekas, Sontag, Kael, la secta de Mac-Mahon, el affaire Langlois, el Grupo Cine Liberación, Brecht, Eisenstein, Anderson, Wood, Wollen, Mulvey, Godard, Torre Nilsson, Rocha, Buñuel, Daney, Godard, Fischerman, Sganzerla, Bressane, Godard se brindan como un generoso archivo de lecturas y materiales de prensa (Cahiers du Cinéma, Film Culture, Film Quarterly, Présence du Cinema, Cinéthique, Sight and Sound, Tiempo de Cine). Los textos, traducidos por Oubiña, están montados a la manera del cine moderno, en los hiatos del discurso, para abrir cada reflexión, cada conjetura hasta el abismo, y así percibir el reverso de una crítica, la pulpa de imágenes y sonidos que se empeñan en no ser completamente descifrados.
En Caligrafía de la imagen, Oubiña demuestra cómo lo que vemos depende de lo que podemos pensar a partir de lo que otros han escrito. Como si formaran parte de un continuo. La imagen que pone en movimiento el acto de escribir y la escritura que impulsa nuevas cadenas de imágenes forman un canal de intercambios que encuentra su sentido en el traslado incesante de un lenguaje a otro. Este libro, esta obra, esta intervención crítica provoca un efecto radical: sin esa especie de banda de transmisión que Oubiña detecta, procesa y pone a rodar ya no tendría demasiado sentido indagar por separado revistas o autores o films. O sea: para poder tajear los encadenamientos, para desviar la investigación de las unidades predefinidas y descomprimir las ilusiones de plenitud, David Oubiña esculpe un arte caligráfico o una cinegrafía, una escritura cinemática motorizada por una fascinación con y por el cine; un amor que se expresa en una reescritura incansable y que nos deja sin aliento porque en estas casi seiscientas páginas podemos apreciar que “[L]as obras son, también, lo que se ha dicho de ellas, lo que se ha podido leer en ellas, lo que se ha reescrito encima de ellas” (362).
[1] Beatriz Sarlo: “La extensión”, Punto de Vista, Año XXVII, Número 78, abril de 2004.
Julia Kratje / Copyleft 2023
Últimos Comentarios