CLORINDO TESTA
DUELO
“Esta no es una película sobre Clorindo Testa”, dice Mariano Llinás desde el inicio, “tampoco es una película sobre mi padre”. “Sobre todo, no es una película sobre mi padre”, insiste, pero a esta altura de su obra ya sabemos que el énfasis es también un modo de despistar. Es evidente (desde el afiche, que reproduce la tapa, hasta el final del primer largo plano secuencia, que lo encuentra leyéndolo) que se trata de una película sobre el libro que escribió su padre, es decir, sobre su lectura de ese libro (y el diálogo fantasmal que la película desarrolla como contrapunto). Y así –como Welles al inicio de Fake–, Llinás por un momento dice la verdad, aunque después juegue a enturbiarla con sus habituales paseos (por calles, canciones, hoteles), pases (de cartas, amigos, arbitrariedades) y pasos (de comedia, autorreflexidad, egomanía), sin que nada de eso logre empañar su mejor película, o simplemente la que mejor expresa el sentido –¿y los límites?– de su poética.
“Esa es una película peligrosa”, dice Llinás, y antes de que uno pueda pensar que es una extraña consideración para quien no cree que ese tipo de adjetivos (como “necesaria”) acompañen al arte, agrega: “porque uno puede quedar como un pelotudo”. El humor no es sólo una de las tantas formas del distanciamiento, sino el modo mismo en que se lo encubre. Veremos que Julio Llinás algo tuvo (¿tiene?) algo para decir al respecto, y que todo el film es una suerte de respuesta, otra “carta al padre” que no llegará a destino. Clorindo Testa –el hombre y la película– es así un médium que hace ese dialogo posible. Pero ese juego de espejos es también –como el de The Lady from Shanghai– un laberinto, en el que Llinás gusta distraer (en todo sentido) al espectador.
Pues ese manierismo es un modo de velar (en todo sentido) lo que la película se resiste a atestiguar (por eso el más documental de los films de Llinás no puede dejar de querer ser una visible puesta en escena). Incluso cuando simplemente se trata de ver los edificios de Testa desde detrás de un vidrio sucio (aquí soy yo el que juega con un título bíblico de Bergman): Sabemos que no se trata de desidia, que ese descuidismo está tan pensado como los diálogos familiares, y que aun aquello que el azar depara (como la central nota de La Nación publicada en medio del rodaje) termina ocupando un lugar que pareciera previsto. No hay cadáveres exquisitos aquí, sino fantasmas que son evocados y convocados por un documental revestido (en todo sentido, una vez más) de ficción.
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Bajo esas capas acumuladas, hay una repetida escena de lectura, que tiene su lugar central en un largo plano subrayado (en todo sentido). Es un momento excepcional (solo en un sentido), por varios motivos: el primero (que ya nos indica la necesidad de prestar particular atención) es que la voz de Llinás cede lugar a la palabra del padre, pero a la vez subraya literalmente algunas frases, invitándonos a leer con él: “Cambiemos pintura por cine” y esa lectura sigue funcionando, dice Mariano. También explicita que su padre hacía, en aquel momento clave de inicios de los 60, una crítica al arte argentino contemporáneo usando como excusa la figura de Testa…
Julio Llinás defendía la pintura en un momento en que las artes plásticas se estaban abriendo a nuevas formas, abandonando el lienzo por diversas formas de arte conceptual. Llinás padre aparece así (ya desde sus años en París junto a las ruinas del surrealismo) como el último de su clase, como el defensor de una forma de entender el arte que está en retirada, como lo hace su hijo medio siglo después (en diversas intervenciones públicas que contextualizan lo que esta película sugiere). Hay, sin embargo, una distancia, no sólo entre padre e hijo sino en el mismo texto, al menos en las citas y lectura anacrónica que se hace desde el presente.
La mano de Mariano Llinás subraya la crítica: “la transcripción de la aventura”, más que la aventura misma (y no puedo dejar de notar la similitud con el título de un texto mío sobre Historias extraordinarias, titulado “El fin de la aventura”). Julio encontraba una “distancia protectora” en la pintura de Testa, y Mariano expresa su aparente contradicción (la suya como lector y la de su padre, que se permite esa crítica en un libro que se supone elogioso). Pero esa apariencia “gélida” (otra palabra subrayada) se resuelve a través del humor: no me refiero a las formas repetitivas de distanciamiento que impone la película misma, y toda la obra de Llinás, sino a lo que Mariano subraya en su lectura del libro: para el padre el humor parecía resolver todos los problemas, y aquietar cualquier reconvención.
La misma película de Mariano Llinás parece dar respuesta así a esa crítica, que sin embargo subraya con cierta inquietud, como si no pudiera sacarse tan fácilmente de encima esa admonición «previa» (en tanto previa en el libro mismo antes de su conclusión conciliatoria, y en tanto puede ser leída desde el presente como crítica a la misma película que la contiene). ¿Hasta dónde es consciente Clorindo Testa de esa duda que la carcome? ¿O, pese al subrayado, hay algo del inconsciente hablando en la obra? (Como sabemos, la obra siempre es más inconsciente que el autor.) Como si en vez de ser la película una evidente “carta al padre”, el libro sobre Clorindo terminara siendo una carta al hijo venida del pasado. Una carta que el hijo toma y da de nuevo, claro. Pero que no deja de llevar en su seno algo que la excede. Una poética encontrando su límite, digamos. Y ese límite (asumido) es el del siempre complejo encuentro de poética y política.
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El otro centro de Clorindo Testa gira alrededor de una (estrafalaria, inmunda, perversa, pero por todo eso significativa) nota de Marcelo Gioffre publicada en La Nación, titulada “Una peripecia demagógica que no ha parado de crecer”, cuyo inicio lee Mariano en cámara: “Cuando conocí a Julio Llinás, en los años 90, ya era manco. Si La dolce vita es la película de Fellini que exhibe la vacilación de un hombre que deambula por Roma, dudando entre un destino riguroso y otro de libertinaje, la vida de Llinás propone un dilema análogo”. La tesis de la nota es que la vida de Llinás es una suerte de metáfora del país, de la opulencia a la decadencia: “Podríamos decir que su existencia tuvo tres actos: el ascenso, la caída y la síntesis. A los 23 años viajó becado a París: vivió feliz estudiando Letras, escribiendo poesía y juntándose por las noches con los círculos surrealistas de Wifredo Lam y André Breton. De vuelta en Buenos Aires, se casó y tuvo a sus dos primeros hijos: Verónica –la actriz– y Sebastián. Ahí asoma el segundo acto, cuando sintió que debía cumplir con las exigencias de una familia. Guido Di Tella, que era su amigo, le formuló una oferta aparentemente irresistible: hacerse cargo de la publicidad de la empresa Siam. Gradualmente fue entrando en una vorágine de ‘éxitos’, convirtiéndose en un mero burgués y matando su única vocación, la literatura”.
Hagamos una pausa llinasesca para señalar que la película incluye una escena de otra, hecha también por encargo, en la que Siam aparece literalmente como Mefistófeles. Como ya sabemos por notas previas de Mariano, esa metáfora suya es insistente: el “Cine Nacional” como “gran Satán” (según una nota suya en Revista de cine) es resistido como esa tentación diabólica que también atribuye a la “industria”, y sabemos cuál es la relación de Llinás con el cine industrial (nacional o internacional): aceptar la paga (como guionista) para mantener su independencia (como director). Otra clara forma de evocar y evitar el destino paterno, que la nota de Gioffre asimila también, a su modo, al destino nacional: “Una vida de dandy dispendioso y superficial (…) en una suerte de vertiginosa bulimia” en la que “le entraban y salían carradas de dinero”, que no hacían sino acentuar el “tedium vitae”, hasta que “en uno de los recodos de ese tren fantasma, tropezó (…): chocó con un camión y debieron amputarle un brazo” (resumamos así el oprobioso relato que hace la nota sobre las circunstancias del accidente, y de cómo enrostra que luego Llinás “volvió a trabajar en la Siam, en la que siguió incluso cuando en 1972 los Di Tella se desentendieron y se la entregaron a los militares”). No contento con esto, Gioffre agrega que “unos años después sufrió una segunda mutilación” cuando murió su hijo mayor. Y agrega, como un Borges de pacotilla: “Como en una revelación, entendió que había despilfarrado veinte años de su vida y decidió cortar con ese atajo tan brilloso como estéril: volvió a la literatura, a la que se dedicó hasta su muerte”.
Todo el relato biográfico sólo viene a cuento para establecer que “esta historia privada se entreteje con nuestra historia nacional y la ilumina con la potencia de un teorema”, ya que “La Argentina también tuvo su período de autenticidad entre 1880 y 1943 (…). Es la época en que nace justamente la empresa Siam Di Tella, fundada por uno de esos inmigrantes italianos que llegaron a la Argentina con deseos de trabajar e industrializar –en serio– el país. (…) Pero el país, como Llinás, también tuvo su etapa de inautenticidad cuando los argentinos a partir de 1943 decidieron dilapidar todo lo que se había acumulado en los 60 años anteriores. No es que no hubiera problemas ni que fueran innecesarias ciertas correcciones, es que el peronismo adoptó las soluciones equivocadas”.
Hasta aquí llega la glosa de Llinás en la película, sin detenerse a analizar la pobre argumentación que despliega Gioffre para justificar su historización, que obviamente coincide con lo que puede leerse a diario en La Nación y escucharse (no sólo) en ese ambiente “snob de barrio norte” al que Llinás teme al inicio de la película: “Esta peripecia demagógica, todo un país viviendo por arriba de sus posibilidades, no ha parado de crecer. (…) Una ortopedia cultural oculta pero poderosa convenció a enormes capas sociales de que siempre es posible alargar la fiesta: ¡basta la voluntad política!”. Ante esto, sólo “parece haber una pedagogía eficaz tan solo en la catástrofe. ¿Necesitaremos también ahora graves amputaciones para despertar de nuestros ensueños dogmáticos y abrirnos al tercer acto?”, dice (amenaza, como toda nuestra derecha en esta campaña presidencial 2023).
Una nota como esa no podía sino dar lugar a otro de los contradictorios duelos de Clorindo Testa, entre el rechazo (político) inicial y cierta aceptación (poética) final: pese a la burda y malintencionada ejecución de Gioffre, es difícil desdeñar la idea de que un padre es un país (Fotografías de Di Tella, una de las películas que esta se resiste a ser, se iba a llamar «Viaje al país de mi madre», en ese doble sentido: los padres son siempre una tierra extranjera, como el pasado que nos parió). Así, luego de desdeñar la nota (apuntando a que según esta su propia vida representaría al demonizado peronismo), Mariano termina encontrando otra suerte de mensaje del padre enviado desde el pasado, que concluye Clorindo Testa con una duda (política, más que poética): “¿Y si el tipo este no estaba tan equivocado?”
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El objecto encontrado (¿objet trouvé?) es un poema del padre impreso junto a un dibujo de Testa, como parte de una comunicación empresaria para el año siguiente, lo que anuda todos los elementos en tensión (empezando por la carátula-título, cuyo “1984” no remite a Orwell sino a ese primer año de democracia, pero que es imposible no relacionar con el título original de la película de Mitre coguionada por Llinás: “1985”). El poema está escrito desde una obvia y muy común por entonces identificación con ese momento de transición, que ya se venía dando desde la derrota en Malvinas, aunque ciertamente muchas empresas siguieron firmando solicitadas a favor de la dictadura… En aquel momento, hasta Borges podría haber reescrito su texto de 40 años atrás, cuando descubría que “una emoción colectiva puede no ser innoble”.
Más que esa comunidad redescubierta, Mariano lee el poema desde el punto de vista de Gioffre, como si su padre hubiera querido encarnar ese destino nacional. Pero el poema de Julio (sin ser original ni acaso demasiado bueno) va mucho más allá de la metáfora burda e insistente de La Nación. Es el poema de alguien que apuesta finalmente por “crecer y creer”, con más optimismo del que puede permitirse su hijo 40 años después. Y viendo el estado de la democracia argentina, nadie podrá reprocharle a Mariano Llinás que se pregunte “¿en qué creer?” (aunque ese ya sea un lugar común en el mundo de hoy, desencantado no sólo con la política), pero no deja de ser curioso que la palabra “crecer” no sea retomada, en una película que concluye con otro hijo acompañando a su padre (y que seguramente se sacará ese heredado “Clorindo” de encima, aunque la genealogía no sea tan fácil de evitar como un segundo nombre).
Así, finalmente, a diferencia del libro de Julio y a pesar de la notoria amabilidad de Mariano, las contradicciones no se resuelven claramente en Clorindo Testa, ganada finalmente por “una mirada sin embargo sombría” (frase de Halperín que El pampero usa como descripción en Twitter). Pero si esta es la película más genuina (por no decir honesta, término dado al equívoco) de Mariano Llinás, lo es porque finalmente nos deja vislumbrar lo que escondía el laberinto, lo que habita en su centro, una vez asumida esa oscura falta de síntesis (lo que no deja de ser un buen signo, visto que la nota de Gioffre propone esa falsa salida conciliatoria).
Y también porque deja ver los límites del procedimiento Llinás, que por definición no puede sino agotarse (como señalan hasta sus fanáticos en Letterboxd: “después de La Flor da la sensación de no saber cómo seguir y la solución que encontró es la autodestrucción. Desarmar su figuración de autor y reducirla a la del bufón que se ríe de sí mismo y de sus detractores”), sobre todo cuando todas esas fintas se llevan al límite, al igual que la presencia del cineasta en cámara: Pero es evidente, como en el momento en que lo asalta la risa ante la lectura de la patética nota de Gioffre, que el humor y las continuas derivas son modos de hacer un duelo (en todos los sentidos). “El arte es una mentira que dice la verdad”, arguye una frase de Picasso citada por Welles en el epílogo de Fake. Y Clorindo Testa no deja de señalar una y otra vez esa zona a la que la película se resiste a ir, mientras no deja de conducirnos a ella, como un esgrimista melancólico. La pregunta que queda al final, tras las preguntas del propio Llinás, es si estamos ante un mojón o un paréntesis. En este último caso, sus fanáticos podrán respirar aliviados, y seguir encontrando la distanciada transcripción de la aventura.
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Clorindo Testa, Argentina, 2022
Escrita y dirigida por Mariano Llinás.
Nicolás Prividera / Copyleft 2023
Muy buena. No había leído el comentario ese de Letterbox. Creo que tiene razón.
Ah. Ahí me dicen que es uno que quiere que filme las rutas.
Creé que la salida es volver a la ruta, pero ese sería otro modo de volver a lo mismo… Y ya lo hiciste con La Flor luego de Historias extraordinarias. A menos que la próxima sea la ruta a Marte, me parece que es por otro lado… Mucho más sencillo y va la vez mucho más difícil: «Creer y crecer».
Con el Llinás de las últimas películas me pasa algo contradictorio. Me fascinan sus juegos enunciativos, metatextuales. Me atrapan como eso, como juguetes. Pero del mismo modo me irritan cuando me corro de ese lugar e intento pensarlos como películas. Las imágenes son todo el tiempo acechadas por la verborragia, la enunciación, el yoismo, es como un autor que no puede dejar de hablar. En la película hay una escena que su mujer le critica esto. Pero no es más que parte de ese juego en el que Paredes se lo esta diciendo como una crítica real de la mirada de su mujer pero todo lo que rodea la escena deja entrever que es parte de una ficción actuada y contemplada por el propio Llinás. Para que? Y da la sensación de funcionar a modo de cierto antídoto a su ego como diciendo «Me permito exponer mis propias debilidades, los propios límites de mi cine» como dice Prividera. Pero yo no me lo creo porque un minuto después lo sigue haciendo y no para y agobia y se hace insoportable. Me da la sensación que ese extravío que se le atribuye posterior a La Flor no es tanto eso sino algo peor: Una confirmación anárquica, una descontrolada seguridad. El tipo esta más seguro que nunca no tanto del contenido de sus palabras que estan llenas de interrogantes y de dilemas y reflexiones sino que no debe (y creo que tampoco puede) dejar de hablar. Que siempre hay algo muy importante que decir o que reflexionar. Incluso más importante que las imágenes mismas. Y el cine es todo lo contrario. Quizás si lograra dejar respirar a sus imágenes, que algunas son muy interesantes, dejara de intervenirlas con ese paradójico velo de intencional transparencia constante que pone en primer plano la instancia de producción, el detrás de escena, la subjetividad del que realiza, la presencia del yo, tal vez podría dar un giro en su registro. Creo que no hay mejor ejemplo de esto como aquel que Prividera señala en los planos que recorren los edificios pensados por Clorindo Testa, todos intermediados por el vidrio sucio del auto que maneja y los ruidos del auto y la cámara desprolija en mano adrede. No podemos conectarnos con la imagen, con la obra de Clorindo, con ese fondo de documental que hay incluso en sus ficciones, en sus falsos documentales, en sus juegos. Siempre hay algo interfiriendo. Y ese algo es el propio Llinás como el eclipse de su mismo cine. En algún momento hizo algo tan maravilloso como en ese capítulo de las cautivas en La Flor opacado por el velo de la historia, del cine primitivo, de la cámara obscura que servía a modo de recuperar la belleza de una imagen inédita traída del fondo de la historia. Hoy parece haberlo reemplazado por otro velo, el del propio Llinás con su presencia constante.