LA GRAN AVENTURA
Como tantas otras palabras distraídas, el término “asombro”, preciso para invocar el estremecimiento de la conciencia frente al mundo, ha sido empleado para referirse a banalidades de todo tipo. Esa sensación infrecuente, tantas veces confundida con la avidez de novedades, es la que honra la última película con el gran arqueólogo que vive en el cine desde los inicios de los ochenta: Indiana Jones. Todas las películas de la saga, y más que ninguna la última, vindica el conocimiento como una gran aventura de la inteligencia. El brillo de los ojos del señor Jones al encontrarse con Arquímedes y percibir la perplejidad feliz del físico e inventor, ese reconocimento mutuo por ser amantes del conocimiento, es uno de los mayores placeres de la película dirigida por James Mangold.
Indiana Jones y el dial del destino se estrena en una época en que la mayoría de los espectadores ya no reconocen tradiciones cinematográficas; eso explica la respuesta tímida de la audiencia y el placer perverso de los así llamados periodistas en advertir su fracaso inicial. Que una película circunscriba sus efectos al movimiento del relato es casi una anomalía, lo que no signficia prescindir de ingenio y riesgo. La cabalgata de Ford en el subte es antológica, no menos que la reconstrucción a escala panorámica del ataque romano a Siracusa en 214-212 a. C.
En esa tradición casi extinta del cine de aventuras, hoy sustituida por un elenco estable de superhéroes que rara vez hacen otra cosa que reestablecer el orden de una sociedad, los viajes son constitutivos del género, porque el protagonista siempre se encamina a lo desconocido y en el camino es inexcusable aprender.
Pero no todo gira en torno al conocimiento en la quinta entrega de Indiana. En la película de Mangold reluce, con la discreción que el tema exige, otra virtud cinematográfica descuidada: la representación y el reconocimiento de la invisible fluidez de los sentimientos y su gramática. Basta el plano final para constatar en la distancia elegida lo que glosa un beso entre dos personajes. Ahí, el tiempo en sí se revela como lo que es, una magnitud irreversible, constatación que permite aventurar una conjetura sobre lo distintivo del arte cinematográfico: ser un cazador del tiempo.
*Comisionado y publicado por La Voz del Interior en el mes de julio 2023
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