76º FESTIVAL INTERNACIONAL DE CINE DE LOCARNO: UNA ACADEMIA JUNTO AL LAGO (1)
El cómo
Como muchas historias, estas crónicas comienzan con los amigos. Estos en particular, cómplices de una red de recomendaciones, links, libros prestados, proyecciones y, en menor medida, avisos de convocatorias. Anualmente, Locarno abre el llamado a participar de sus distintas “Academies”, una de ellas destinada a críticos de cine menores de 35 años. Post traducción de curriculum y “portfolio”, viajó un formulario y vino un mail que confirmaba la inscripción. Todo de la mano de una espera no apta para ansiosos (a pesar de las pocas esperanzas que puede suscitar el cupo de sólo diez participantes). La vida siguió su curso normal, con muchos y variados trabajos, mientras el fresco invernal tardaba en llegar al Río de la Plata. Sin más, al poco tiempo, llegó otro correo que hablaba de una “shortlist” y que contenía una invitación a una reunión virtual con Christopher Small, crítico de cine y encargado de la organización de la “Locarno Critics Academy”. A continuación, parafraseo las cuatro preguntas y respuestas que fueron el eje determinante de la reunión: “–¿Estás dispuesto a levantarte temprano todos los días para asistir a los talleres y las charlas del programa de la academia? –Claro –¿Te sentís cómodo con la idea de escribir, discutir con colegas y editar textos todos los días del festival? –Por supuesto –¿Sos consciente de que en Locarno tenés que manejarte enteramente en inglés? –Sí –El festival se encarga de cubrir todos tus gastos durante tu estadía en el festival, salvo los correspondientes al pasaje aéreo, ¿tenés los medios para venir? –Podés estar seguro de que sí –Perfecto, estás adentro”. De las cuatro respuestas, una fue mentira.
Hablemos de plata. A pesar de los espejos de colores que nuestra cultura compró hace años, para el rioplatense Europa está lejos. Y si uno tiene un mes para planificar su viaje, está en medio de una creciente inflación sin sentido, y cuenta con ingresos que apenas rodean los doscientos cincuenta dólares mensuales contra pasajes aéreos a alrededor de mil ochocientos, los kilómetros parece que se duplican. Para el mundillo que circula por los festivales de cine, viajar ocasionalmente de acá para allá es moneda corriente. Una costumbre de algunos críticos, programadores y realizadores que, en líneas generales, existe gracias al respaldo otorgado por los festivales que pueden y desean costear invitaciones que incluyan hotel, estadía y (lo más complejo y caro) arreglos de viaje. Frente a una invitación que no cubre este último eslabón de beneficios quedan dos soluciones: tener plata o manguear. Como lo primero no es el caso acá (ni lo común por estos días), apenas terminó la reunión con Small se procedió con el golpeo de puertas. La cineasta argentina Lucila Mariani, seleccionada para la “Filmmakers Academy”, se sumó en esta misión que en sus primeras tentativas por encontrar apoyos obtuvo los “no” de: INCAA, el Ministerio de Cultura, la Dirección Nacional de Asuntos Culturales de la Cancillería (quienes también añadieron unas calurosas palabras de felicitación) y la Embajada Argentina en Suiza. Pero la red de amistades aportó el nombre de una institución más, la llave que faltaba probar: la OIM (Organización Internacional para las Migraciones). Tras muchísimas idas y vueltas, comprobaciones de identidad varias, envíos de documentos que validaran la participación en un evento cultural formativo y una carta escrita por Small específicamente para presentar en el escritorio de esta institución, fue aprobada la compra de pasajes aéreos de ida y vuelta a Europa con un descuento de aproximadamente el 50%. Lo que se dice un salvavidas. Así, tras un poco más de mangueo (aunque ahora a la red de amigos y a la familia, a quienes se les debe mucho más que dinero prestado) es como uno acaba sentado en un avión rumbo a Milán, el aeropuerto más cercano a Locarno. Enfrente, la computadora sobre la mesita rebatible con el texto inaugural de unas crónicas a medio hacer. Todo con el mar de verde que es Brasil visto desde el cielo como paisaje. “Puta que el Brasil es grande”, dice el personaje del milico convertido en empresario multinacional en …, la ópera prima de Cozarinsky. Tiene razón.
Allá, en la academia angloparlante de un festival de cine de una ciudad suiza italoparlante, espera el coordinador británico con su asistente serbia y los nueve compañeros que se acercan a las costas del Lago Maggiore desde: Costa Rica, Irán, otro rincón de Suiza, México, China, Rumania, Estados Unidos, Bulgaria y Turquía. Nótese (contando a quien escribe) la presencia de tres latinoamericanos. En el texto oficial que acompaña el anuncio de los seleccionados para la Critics Academy se puede leer que “Siguiendo el ranking de las mejores películas de la historia realizado por Sight & Sound en 2022, donde ninguna película latinoamericana apareció en el top 100, y la retrospectiva dedicada al cine popular mexicano que acoge Locarno76, este año se unirán al taller en Locarno tres críticos latinoamericanos, provenientes de Argentina, Costa Rica y México”. No es difícil sentir una suerte de palmada en el hombro después de leer esas palabras…
El dónde
En el afiche oficial de la edición de 1985 aparece la siguiente leyenda: “El más pequeño de los grandes festivales”. Una definición que le cabe muy bien a Locarno desde estos días hasta en la época de su fundación allá por 1946, cuando el festival se celebraba en el exclusivo y apartado Grand Hotel de esta exclusiva y apartada ciudad resort. Implica desafíos jugar a la sombra de Cannes, Berlín y Venecia, festivales inmensos, de gran presupuesto y dueños de nombres pesados que los convierten en destinos atractivos para los estrenos de los cineastas más reconocidos. A lo largo de los años, la manera que ha encontrado Locarno para convertirse también en “el más grande de los pequeños festivales” fue instalarse en el calendario festivalero como un espacio cinéfilo (mítico para estos) donde las yuxtaposiciónes y las convivencias improbables dentro de la programación demuestran un amplio panorama de lenguajes cinematográficos de todo un cine que no necesariamente responde a exigencias de los mercados. No por nada, fue en Locarno donde se consolidó con fuerza, y no hace muchos años, la idea de que la dirección artística de un festival podía ser exitosa bajo el mando de personas provenientes de la crítica y la programación, tomando un lugar donde solían circular productores y gente que “hace cine”. En un artículo de Swissinfo sobre la celebración del 75 aniversario del festival, aparecen declaraciones donde Carlo Chatrian (ex Director Artístico responsable del fuerte crecimiento del festival en la última década) y Giona A. Nazzaro (actual Director Artístico) destacan la mixtura como espíritu fundamental del festival. En el artículo, ambos recuerdan como cruciales para su formación como espectadores el haber visto en Locarno películas tan disímiles como Máxima velocidad y A través de los olivos, Loco por Mery y una retrospectiva de Jonas Mekas. “Todas las formas valen y en todas hay valor”, parece decir Locarno hace años.
Este 76º Festival de Locarno llega con una muy prometedora selección de películas contemporáneas: en la Competencia Internacional tendremos nuevas obras de los experimentados Lav Diaz y Radu Jude; la interesantísima cineasta portuguesa Leonor Teles estrena Baan, su segundo largometraje; Quentin Dupieux muestra una comedia de apenas 60 minutos llamada Yannick; mientras que su coterráneo Sylvain George trae la segunda parte de Nuit Obscure, un monumental proyecto documental sobre migrantes árabes marginados en el enclave español de Melilla. Nombres y obras que a priori refuerzan la idea de un festival inclinado sobre expresiones cinematográficas corridas del foco mercantil, cuando no puramente independientes. Históricamente, Locarno se planteó como un espacio de encuentro entre distintas y poco conocidas culturas cinematográficas. Por eso, así como no sorprende ver que se le dará el Pardo d’onore a Harmony Korine o que habrá un homenaje a Pietro Scalia, editor de películas como La caída del Halcón Negro, no desentona que todo esto conviva en el catálogo con películas de directores ignotos procedentes de países de medio oriente o del sudeste asiático.
En esta edición en particular, lo que sí llama la atención es la marcada ausencia de películas latinoamericanas contemporáneas, algo que viene siendo una constante en las programaciones de los grandes festivales europeos. Siguiendo el espíritu matemático de un reciente posteo oficial de Locarno, donde se exhiben estadísticas numéricas que destacan la cantidad de países representados y una evaluación de la paridad de género en la programación, podemos afirmar que: de las 214 películas contemporáneas seleccionadas (entre largometrajes y cortos), solo 6 son de directores provenientes de Latinoamérica, es decir, un 2,8%. Quizás súbitamente se dejaron de hacer películas valiosas en la región, quizás Europa agotó sus categorías y le está costando más que nunca navegar el cine latinoamericano, pueden ser varios los motivos.
Estas son las películas de directores latinoamericanos contemporáneas que podemos encontrar en las distintas secciones de este Locarno: en Competencia Internacional está El auge del humano 3, del argentino Eduardo Williams (una producción multinacional similar a la primera parte); en la competencia Cineasti di Presente aparece Todos los incendios, del mexicano Mauricio Calderón Rico; en Pardi di Domani: Concorso Internazionale encontramos a los cortometrajes Pássaro Memória, del brasileño Leonardo Martinelli y Solo la luna comprenderá, de la costarricense Kim Torres; en Pardi di Domani: Concorso Corti di Autore está Mátalos a todos, del mexicano Sebastian Molina Ruiz; mientras que en Panorama Suisse vemos el corto Flores del otro patio, del colombiano radicado en Suiza Jorge Cadena.
Ahora bien, sucede algo curioso en este 76º Locarno, una suerte de asimetría donde las imágenes y sonidos de Latinoamérica ocupan un lugar preponderante en las películas del pasado. Además del muy tentador doble programa del brasileño Rogério Sganzerla compuesto por O Abismo y Documentário en la sección Histoire(s) du cinéma, este año la “Retrospettiva” de Locarno estará dedicada de lleno al “Cine Popular Mexicano”. Películas como Trotacalles, Días de otoño, El gendarme desconocido, La mujer murciélago, Pueblerina, Santo vs. Las mujeres vampiros o El corazón y la espada (¡en 3D!) se verán en el festival en flamantes copias digitales provenientes de restauraciones y en 35mm. Habrá mucho por descubrir. De llano, siempre es una buena noticia que se visibilice la riquísima historia de las cinematografías latinoamericanas. En este sentido, Giona A. Nazzaro declaró que con esta retrospectiva se busca “alterar la percepción que se tiene de este rico y relevante corpus fílmico y cultural”. Una declaración que desafina con un hecho que hizo bastante ruido y despertó varias críticas apenas Locarno anunció su retrospectiva: el festival no invitó a ningún programador mexicano para participar de la curaduría de la retrospectiva, dejando todo el asunto en manos de programadores europeos. Oficialmente no hay informaciones acerca de si hubo un equipo mexicano trabajando detrás de la selección de esta muestra. Sea como sea, más allá de la buena voluntad y la profesionalidad de los programadores, el caso sirve para problematizar la autoridad del pasaporte que otorga la cinefilia al programador europeo. Existen puntos de vista privilegiados que los críticos y programadores vernáculos tienen sobre sus respectivos “corpus fílmicos y culturales”, los cuales son idóneos, justamente, para renovar las percepciones hegemónicas y las categorías oxidadas (muchas veces, justamente, construidas desde las miradas foráneas). Obturar esas miradas privilegiadas o negarlas siempre sería un error.
Con sólo hacer un poco de zoom out en la vida del festival, se vislumbra que históricamente existió una sensibilidad particular de Locarno para con el cine latinoamericano. Uno de los hitos más conocidos es el Pardo d’oro que obtuvo Grauber Rocha en 1967 por Terra Em Transe. Luego, en 1969 Raúl Ruiz se llevaba el mismo premio con su ópera prima Tres tristes tigres, mientras que Hugo Santiago era galardonado con una Mención especial del jurado por Invasión, también su primer largometraje. Solo dos años después, el gran Raymundo Gleyzer proyectó en el festival suizo su abrasivo documental México, la revolución congelada y obtuvo uno de los galardones con el nombre más curioso que este cronista recuerde: el “Premio a la producción del Tercer Mundo”. En la página del festival se menciona que en 1970 el cineasta Enrique Juárez (no dice nacionalidad, pero se podría suponer que es el cineasta argentino desaparecido en 1976 por la dictadura genocida) obtuvo el Premio del Jurado Joven por un cortometraje llamado El desafío. Más allá de esta mención en el sitio del festival, en internet no se pueden encontrar más informaciones sobre la película (¿Será este un título alternativo de Ya es tiempo de violencia, su documental de 43 minutos sobre el cordobazo? ¿Acaso hay una obra de Juárez que no conocemos y fue premiada en Locarno? ¿Es otro Enrique Juárez? Difícil saberlo, a pocos nos importa y poco aclara la información que pone a disposición Locarno). Caso contrastante al de Juárez es el de Miguel Bejo, quien es mencionado en varios sitios y textos como ganador de una Mención especial del Jurado Joven en la edición de 1972 por su film vampiresco-vanguardista La familia unida esperando la llegada de Hallewyn, pero cuyo nombre no aparece por ningún lado en los palmarés que publica hoy el festival (habrá que preguntarle a Bejo…). Recorriendo más y más se repite el impacto de observar este nivel de mixtura, de fricciones internas y pluralidad de lenguas cinematográficas provenientes de la misma región. Expresiones de modernismo estético terminaban por solaparse con las del modernismo político y militante de la época, llevando al histórico juego de tensiones poéticas del cine latinoamericano de los 60 y 70 a encontrar un espacio de contacto en las costas del Lago Maggiore.
En ese entonces el cine y los festivales eran distintos: aún navegando las modas (y el cine político latinoamericano lo era para los europeos, lo que hace más entendible la presencia y el premio de Gleyzer), en su momento Locarno tomó el riesgo de proyectar películas eminentemente subterráneas (Bejo) y rarezas estéticas fuera de todo estereotipo latinoamericano o pretensión internacionalista (Ruiz, Rocha, Santiago). Había riesgo y eso se extraña. Acá y en todos lados. Lo injusta que puede sonar la comparación entre épocas se remedia un poco con la seguridad de que hay actualmente artistas que podrían echar leña para incendiar las categorías con las que se ordena al cine latinoamericano en Europa. Un orden que se extiende casi como norma a lo largo del mundo. Para contrarrestar esto es crucial todo empuje que la crítica pueda dar, movimiento necesariamente apoyado en el riesgo.
Se parte al festival con la esperanza de poder pensar in situ y desde adentro algunas de estas cosas y, quizás y ojalá, encontrar alguna de esas películas que hablan lenguas que aún no conocemos o creímos olvidadas. No nos adelantemos más, corto acá y dejo los apuntes que pensaba para un tercer apartado de este texto como notas para el resto de la cobertura. Como debe ser, “El qué” de estas crónicas se verá andando. Pensaba volver a ver Terra Franca de Leonor Teles en la computadora, pero acabo de encontrar El día de la marmota en el menú de la pantalla del avión. Habrá que tirar una moneda al aire.
Tomás Guarnaccia / Copyleft 2023
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