LOS AGENTES DOBLES. ESCRITORES Y CINEASTAS EN LA TRANSFORMACIÓN DEL CINE ARGENTINO
Un fenómeno nuevo irrumpe en el cine argentino entre los años cincuenta y sesenta. Marcos Zangrandi pudo detectarlo y darle un nombre certero: “los agentes dobles”. Esas figuras tan características del sistema de espionaje basado en estrategias de contrainteligencia, que buscan evitar que el enemigo obtenga información secreta. Los agentes dobles se infiltran entre sus adversarios y de ese modo crean desinformación. El contacto con el bando opuesto puede subrayar su lealtad de origen, o bien producir una conversión ideológica forzada o intencional, a todas luces inesperada. Los agentes dobles no son simplemente unos espías o unos agentes secretos que pretenden recabar información clasificada a pedido de su filial de control; su métier consiste, sobre todo, en identificar y desenmascarar los servicios de una organización enemiga. Vigilar a los sospechosos para ver qué es lo que saben, hacia dónde se dirigen y con quiénes establecen alianzas son tareas más eficaces que el arresto inmediato ante la menor duda.
Las actividades del espionaje y de la contravigilancia no solo ocurren entre gobiernos, empresas y grupos terroristas. En este libro atrapante, Marcos Zangrandi demuestra que los agentes dobles conquistaron la literatura y el cine. No me refiero a las obras maestras de Alfred Hitchcock o a las aventuras de James Bond, sino a los escritores que se colaron en los libros cinematográficos y a los cineastas que coquetearon con la literatura. Escritores y cineastas que sostuvieron en el tiempo un régimen de acechanzas, recelos y engaños, con sus inevitables contrapartidas: complots, confabulaciones y coaliciones. Algo que parecía una misión imposible durante la primera mitad del siglo XX, cuando el vínculo entre el cine y la literatura estaba organizado en un régimen profesionalizado y segmentado, fue tomando forma hasta convertirse, a lo largo de los cincuenta y principios de los sesenta, en una tendencia capaz de reconfigurar la relación del cine con el arte y con la industria del espectáculo. Ya no se trataba de contratar a guionistas para adaptar una obra literaria. Los mismos escritores se encargaron de intervenir sus textos. Es decir: contemporáneos a las películas, participaron activamente en su realización. Y como suele ocurrir en un encuentro genuino (ese tiempo feliz que sigue al primer rapto, antes de que surjan las desavenencias de una relación), hay locura, fascinación, , alabanzas, errancias, algunos fastidios, ciertas habladurías, tensiones, enigmas. Entre los hallazgos de Los agentes dobles sobresale la audacia de Zangrandi al desandar una historia en la que −como dice Patricio Fontana en la contratapa− “todo ya parecía haberse escrito”, para narrar esas coyunturas y esas agonías que marcaron a un grupo de escritores y cineastas, conversos, amantes, traidores o arrepentidos, que transformaron el paisaje del cine y de la literatura. A través de una cortina rasgada, este libro permite vislumbrar los entretelones de una escena indiscreta.
Películas de Leopoldo Torre Nilsson, de Fernando Ayala, de Lautaro Murúa, de José Martínez Suárez, de René Mugica, de Rodolfo Kuhn, y también de Armando Bó, fisuraron el modo de ver y de entender el cine hacia mediados de siglo, al escribir los guiones junto a Beatriz Guido, David Viñas, Julio Cortázar, Augusto Roa Bastos, Jorge Luis Borges, Tomás Eloy Martínez. Zangrandi sigue las pistas de sus complicidades inéditas para abrir los entresijos de esa novedad: “¿Cómo entender esos films que se escapaban de los formatos habituales y que proponían otro lenguaje, otro modo de construir la imagen cinematográfica? ¿Qué eran estos guiños a la gestualidad literaria? ¿Se trataba de un retorno vanguardista, o de objetos realizados y destinados a las elites culturales? ¿Era, en cambio, el signo y el derrotero de un nuevo cine, de cara a la crisis de la producción industrial?” (p. 8).
A diferencia de un espectáculo que apuntaba a un público masivo, con el declive de los grandes estudios el cine se fue volviendo un espacio atrayente para el campo literario, a la vez que ciertos procedimientos de la literatura resultaban convenientes para la pantalla grande. Una reciprocidad, una confluencia, un provecho mutuo, una proximidad insospechada. No es una ecuación lineal: literatura + cine; cine + literatura. Tampoco una combinación: cine literario, literatura filmada o “ilustrada” con imágenes y sonidos. Como en cualquier acto de espionaje, lo que adviene es otra cosa, impredecible e incalculable. El desempeño de esos agentes en el cine y la literatura se materializa en una zona de contactos (como el trabajo sobre la temporalidad, que es una de las claves que articula las películas de Antín con los textos de Cortázar) y desacuerdos (como las “poéticas desencontradas” de Antín y Cortázar respecto de los elementos mágicos y de la música convencional). Una zona híbrida, entonces, hecha de intersecciones y disputas, que se perfila cuando los números de las películas argentinas que llegan a estrenarse tienen que sortear las trabazones de unas políticas opuestas al proteccionismo de los años peronistas, promovidas a partir del golpe de Estado de 1955, que desbarataron el vigoroso sistema de producción y distribución industrial.
Dice Marcos Zangrandi:
“Las colaboraciones evidenciaban, efectivamente, la química entre la legitimidad que un escritor sostenido por la institución literaria argentina ofrecía al cine y los alcances que un medio rico en recursos como la pantalla grande les brindaba a los escritores. Hacia mitad de siglo, el cine había variado y diversificado su estatuto cultural. No ya como mero espectáculo de masas, se lo comenzaba a apreciar, en cambio, como un arte, un aspecto que se había puesto en relieve a través de la atracción que despertaban algunos cineastas celebrados en los circuitos de cinefilia local e internacional, como Ingmar Bergman, Orson Welles, Luis Buñuel, Roberto Rossellini y Alain Resnais. Que un narrador de entonces buscara en el cine posibilidades creativas comenzó a ser un hecho plausible. Afinidades, sintonías y búsquedas complementarias, entonces, entre el cine y la literatura. Esta concomitancia objetaba la idea de la literatura como origen (y, en ocasiones, como fundamento cultural) y del cine como un plano posterior y subsidiario” (p. 12).
Justamente, esa criatura híbrida, fruto del lazo entre la literatura y el cine, tuvo efectos sobre la producción literaria: Dar la cara de David Viñas, “La mano en la trampa”, “Piel de verano” y “La terraza” de Beatriz Guido, e incluso Sagrado, la novela inicial de Tomás Eloy Martínez no solo se reapropiaron de recursos cinematográficos sino que fueron escritos a la par de trabajar en los guiones y en los diálogos junto a los cineastas. La novedad reside en una invención, que no es simplemente la suma, la yuxtaposición o la superposición de dos oficios, sino una transgresión de las fronteras. Las duplas de escritores y directores conmovieron los límites asignados a cada campo: Torre Nilsson y Antín escribieron literatura; Cortázar, Roa Bastos y Guido tuvieron un rol decisivo en la realización. Al trazar las coordenadas de esas duplas infieles a sus orígenes −que en el título de la obra de tapa, de Luciana Pinchiero, multiplican otras muchas resonancias: “Dúo, Dueto, Duelo”−, el archivo se desliza de los guiones a las revistas de cine y de los films a los intercambios epistolares. (De hecho, creo que no es casual que las cartas tengan en los films un papel narrativo y enunciativo insoslayable: La cifra impar, el primer largometraje de Antín, abre con el personaje de una mujer, interpretada por María Rosa Gallo, que moja la pluma en el tintero para escribir una carta. “Las cartas de mamá son siempre una alteración del tiempo”, confiesa más adelante el hombre que personifica Lautaro Murúa. Las cartas vendrían a figurar, en cierto modo, esa zona de ambivalencia entre cine y literatura. Es también a través de una carta que el patrón del obraje, en El trueno entre las hojas (1958), se entera del inminente arribo de su esposa, encarnada por Isabel “la Coca” Sarli, que va a incitar la insubordinación: “Una mujer como esa es peor que la muerte”, exclama un peón francamente alterado. En Días de odio, Elisa Christian Galvé, que representa a Emma Zunz, esconde una carta de la vista de la empleada doméstica: “La carta era de un amigo de papá. Pronunciaba, con las mismas palabras con que anunciaba una fiesta, la muerte de papá”.)[1]
En este sentido, Zangrandi forja una idea vivificante: en lugar de hablar de transposiciones o de adaptaciones, para denominar ese nuevo espacio artístico creado por cineastas y escritores se refiere a “una zona que incomodaba y rebasaba las lógicas y las prácticas asentadas del cine y de la literatura” (p. 14). En efecto, una zona es una superficie extensa y demarcada, pero con perímetros difusos. Un desborde de las dimensiones prefijadas por el terreno de la literatura o el cine, que puede habilitar conceptos, prácticas y valores de la literatura dentro del cine y del cine dentro de la literatura. Mientras afuera todo es intemperie y devastación, en la zona hay algo vibrante. Como dicen en Stalker, de Andrei Tarkovsky, “la zona exige ser respetada. No sé qué sucede aquí cuando no hay nadie, pero basta que entre alguien para que todo se ponga en movimiento de inmediato”. De modo que la zona que divisa Zangrandi es un espacio blasfemo, abierto a la experimentación.
Pensar esos cruces y esas contaminaciones como parte de una zona desalambra los confines celosamente vigilados entre las artes y sacude la subordinación del cine a la literatura, cuando esta se erige como punto de partida de la metáfora de traslado y fidelidad. Pero, además −y este es un asunto clave de la investigación de Zangrandi−, llevar la atención a las duplas conmociona las premisas que fundamentan la noción de autoría pensada como la emanación de una individualidad por encima del trabajo colaborativo. Las creaciones de Torre Nilsson, por citar el caso paradigmático de un cineasta adscripto al imaginario autoral y a la expresión de un genio individual, son el resultado de una gestación múltiple en un entramado de complejas maniobras culturales, que Zangrandi indaga pormenorizadamente. Quiero decir: como si quisiera ubicarse él mismo como un agente enviado a explorar esa zona de promesas. Del hito que significó La casa del ángel(1956), hecha por Torre Nilsson y Guido, a la última película en la que trabajaron Antín y Cortázar, Intimidad de los parques (1964), se recorta una zona que desconcierta las periodizaciones hechas a partir de lecturas modernizadoras, autorales y generacionales.
Cada capítulo sigue los vaivenes de alguna de esas duplas: Manuel Antín y Julio Cortázar, David Viñas, junto a Fernando Ayala y a José Martínez Suárez, Augusto Roa Bastos, primero con Armando Bó y luego junto a Tomás Eloy Martínez y Daniel Cherniavsky, y finalmente Beatriz Guido y Leopoldo Torre Nilsson, pero no en función de su supuesta simbiosis −tal como revelarían sus trayectorias encadenadas en más de veinte proyectos cinematográficos, desde la colaboración en Días de odio (1953) hasta Piedra libre (1976)−, sino teniendo en cuenta el trabajo con otros actores de la cultura argentina en la segunda mitad del siglo XX. En otras palabras: Los agentes dobles examina un horizonte creativo alimentado por ilusiones complementarias: cineastas que querían filmar a la manera de un escritor, narradores fascinados por las potencialidades sociales y artísticas del lenguaje cinematográfico y la cultura de masas.
Son varias las tramas y subtramas que este libro consigue maquinar. Me interesan especialmente dos: la del erotismo y la del desacuerdo. Por un lado, las líneas de continuidad entre el emblema del cine erótico latinoamericano, “la Coca” Sarli, en El trueno entre las hojas, que Zangrandi lee como “una imagen en la que coincidían la literatura y el cine, la política y la estética, el erotismo y las expectativas de cambio social” (p. 98). Una coincidencia que, naturalmente, despertó suspicacia entre quienes no podían tolerar que Roa Bastos, un escritor de izquierda, productor de una literatura de contenido social, pusiera su firma en una película rodada por Armando Bó, donde aflora una amazona indócil, despampanante, que goza bañándose desnuda en el medio de la selva. Y cuya sensualidad, por cierto, aviva la sublevación de los trabajadores esclavizados en el duro régimen del yerbal.[2]
Por otro lado, el libro termina reconociendo el fracaso de las duplas; un desengaño causado por complicaciones estéticas, políticas y culturales que provocaron el quiebre entre Cortázar y Antín, entre Viñas y Ayala, entre Borges y Torre Nilsson. Son varias las hipótesis que podrían arriesgar una explicación de ese desacuerdo irremontable: ya sea por una asimetría persistente entre cine y literatura, ya sea por los obstáculos de la industria del cine y de las políticas estatales, que habrían acabado sofocando los alcances creativos del encuentro de la literatura y el cine. “Independientemente de aquellas discrepancias, a partir de ellas se legitima una relación que hasta entonces estaba segmentada. Que la literatura recurriera al cine dejó de ser una maniobra sospechada. Que el cine pudiera acudir a las formas literarias (no solo como fuente de recursos argumentales) comenzó a ser igualmente legítimo. (…). Cerrado el momento de las duplas –y con él, el anhelo de una zona artística en común–, se inició un panorama más complejo para los lazos entre los dos territorios”, afirma Zagrandi (p. 180).
Así como las historias protagonizadas por dobles agentes nos dan una especie de placer prohibido, casi utópico −al permitirnos dar la vuelta al mundo, acceder a una segunda identidad, recorrer edificios de máxima seguridad sin ser descubiertos, enfrentar a la KGB, desafiar a la CIA, en fin: fantasear una doble vida−, este libro nos acerca unas conexiones secretas entre escritores y cineastas, con la muerte en los talones. Marcos Zangrandi espía los pasajes insondables de la historia del cine y la literatura. Y entonces, si acaso la hipótesis de la desactivación de esos agentes dobles finalmente se comprueba, sólo habrá que imaginar otras conspiraciones.
[1] El cuento de Borges comienza así: “El catorce de enero de 1922, Emma Zunz, al volver de la fábrica de tejidos Tarbuch y Loewenthal, halló en el fondo del zaguán una carta, fechada en el Brasil, por la que supo que su padre había muerto. La engañaron, a primera vista, el sello y el sobre; luego, la inquietó la letra desconocida. Nueve diez líneas borroneadas querían colmar la hoja; Emma leyó que el señor Maier había ingerido por error una fuerte dosis de veronal y había fallecido el tres del corriente en el hospital de Bagé. Un compañero de pensión de su padre firmaba la noticia, un tal Fein o Fain, de Río Grande, que no podía saber que se dirigía a la hija del muerto. Emma dejó caer el papel. Su primera impresión fue de malestar en el vientre y en las rodillas; luego de ciega culpa, de irrealidad, de frío, de temor; luego, quiso ya estar en el día siguiente. Acto continuo comprendió que esa voluntad era inútil porque la muerte de su padre era lo único que había sucedido en el mundo, y seguiría sucediendo sin fin. Recogió el papel y se fue a su cuarto. Furtivamente lo guardó en un cajón, como si de algún modo ya conociera los hechos ulteriores. Ya había empezado a vislumbrarlos, tal vez; ya era la que sería” (“Emma Zunz”, El Aleph, 1949).
En una carta que le escribe a Cortázar, Antín dice: “Para mí dirigir una película es como dictar una carta. Cada uno hace su trabajo, y el director es alguien que dicta, el que coordina, el que dirige, el que le da la entrada a cada uno de los instrumentos en el concierto” (en Zangrandi, p. 45).
[2] Escribe Zangrandi: “Unos pocos años de carrera habían convertido a Isabel Sarli en una de las actrices más convocantes del cine latinoamericano. Despreciadas por la crítica, sus películas –a diferencia de las muchas producciones del cine moderno– colmaban las salas céntricas y eran solicitadas por distribuidoras de todo el mundo. De aquí la audacia de Setenta veces siete. Llevaba una estrella de la cultura de masas al corazón del territorio moderno. Esto significaba hacer colisionar dos dimensiones que se habían construido en su antagonismo –no era sino de este modo en que el nuevo cine argentino había encontrado motivos para su conformación–. Claro que este giro suscitaba interrogantes. ¿Cómo es que alguien como Isabel Sarli, con su lenguaje sensual, se sometía a la misma cámara que había encuadrado a las heroínas conflictivas, sofisticadas y oscuras de Torre Nilsson? (…) Las coincidencias y paralelismos, después de todo, habían sido recurrentes: Armando Bó produjo algunas de las primeras películas de Torre Nilsson (La tigra, Días de odio, El hijo del crack); las producciones del dúo Bó/Sarli se iniciaron simultáneamente con las del nuevo cine argentino, y tuvieron como motor, del mismo modo, la sociedad con la literatura –en este caso, con Augusto Roa Bastos–. La pareja Torre Nilsson/Guido, por otro lado, se consolidó como alianza ejemplar de la modernidad literaria y cinematográfica de los años sesenta; el tándem Bó/Sarli, de acuerdo con su celebridad y penetración cultural, se constituyó como su doble plebeyo. Uno de aspectos notables de Setenta veces siete es el desmontaje del erotismo tal como aparecía en Sabaleros, India y otras muchas películas de Armando Bó. Y ello en dos sentidos confluyentes: desmitologizar la imagen de Sarli y convertir el deseo en goce” (p. 159-160).
Marcos Zangrandi, Los agentes dobles. Escritores y cineastas en la transformación del cine argentino, Rosario, Beatriz Viterbo, 2023, pp. 190.
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