FICVALDIVIA 2023: SACAR A FLOTE
En la escala en el aeropuerto de Santiago de Chile me encontré con Vanja Milena, una de las programadoras del Festival de Valdivia. Entre charla y puesta al día después de tanto tiempo, me mostró que en su bolso de mano llevaba una lata de 16mm. Vino de Europa y aprovechó para traer consigo una de las películas que programó en una de las secciones del festival. El cuidado de un festival grande hecho con manos artesanas aparecía y se adelantaba una escala.
Al llegar, Valdivia recibió a nuestro vuelo con un sol tramposo; al rato, apenas adentrados en el centro, se hizo presente la lluvía finita y helada propia de la selva fría que rodea a la ciudad. Paseando y reconociendo las calles, un par de cosas llamaron la atención del ojo que vuelve. Por un lado, dos plazas del centro contiguas al Teatro Municipal Lord Cochrane, sede principal de las películas de la Selección Oficial de Largometrajes, se encuentran exactamente iguales que el año pasado, es decir, cercadas a causa de unas obras de remodelación detenidas. Un cartel explica la razón: durante los trabajos de refacciones, hallaron materiales indígenas antiquísimos, por lo que la plaza ahora es un espacio de investigación arqueológica cruzado con un obrador público parado. La otra cosa bonita y curiosa son dos calles en las cercanías de las plazas: Caupolicán y Fresia. La primera, una calle principal del centro que desemboca en uno de los ríos, le hace honor a un reconocido guerrero mapuche del sur que luchó contra los conquistadores españoles; La segunda, apenas una cortada de cien metros, está bautizada en homenaje a la esposa del guerrero mapuche. Durante los escasos metros de Fresia, ambas calles son paralelas. Es posible que Valdivia sea una ciudad romántica, hay que reconocer que le ponen empeño.
En la mañana del lunes, al lado de las plazas y cerca de las calles de la pareja, Here abrió la Selección Oficial de Largometrajes. Esta nueva película del realizador belga Bas Devos pone en escena el momento de la sincronización de dos tiempos de vida. Entre los esqueletos de hormigón de unas futuras torres, con planos fijos como una roca y cuidados al milímetro en sus composiciones, en los primeros minutos de la película vemos el fin de una jornada laboral y distinguimos entre los obreros a un protagonista: un rumano alto, rubicundo y que siempre usa shorts. En la siguiente escena, el muchacho se despide de unos compañeros en un colectivo: que cuándo salís, que mañana en Ryanair, que yo pasado pero en auto, que buenas vacaciones y tal. Entre cháchara entendemos que es su último día de trabajo y que el tiempo del ocio viene a trocar lugares con el del trabajo. Bas Devos se baja del colectivo y construye una película siguiendo el destino vacacional de uno de estos obreros.
Antes de salir de viaje, el muchacho tiene que vaciar su heladera. Pero en lugar de hacer lo que cualquier cristiano haría, es decir, tirar a la basura lo que se pueda pudrir o colgarse y dejarlo atrás, el obrero de Bas Devos es un ser tan sensible y particular que hace sopa con los vegetales de la heladera. Una sopa que irá repartiendo a conocidos como ostias entre feligreses. En su errar por una Bruselas rodeada de verde que acoge sus paseos y su insomnio, el obrero se encuentra con una investigadora biológica que reparte su tiempo entre estudiar el musgo y ayudar a su madre con su local de comida asiática. Here juega con la expectativa de ser una película amable sobre el encuentro amoroso de dos personas de mundos diferentes, pero prefiere profundizar con su poética en la observación contemplativa de los lazos vinculares. Como el microscopio que ayuda a pesquisar los relieves y las transformaciones de las materias vivas del musgo, la cámara de Devos navega el teatro de gestos y acciones que hacen posible que dos organismos se encuentren. La primera condición necesaria para este acercamiento es el tiempo, el tiempo del ocio es un embrague que permite sincronizar los engranajes del tiempo de un obrero con los de una científica. La segunda condición necesaria es el deseo: “La culpa, querido Bruto, no es de nuestras estrellas, sino de nosotros mismos”, es la cita con la que Orson Welles remata una discusión en sus almuerzos con Henry Jaglom acerca del libre albedrío y las pulsiones químicas de los humanos. Here presenta una metáfora: el musgo es un microbosque, el musgo es un mundo, el musgo cabe en una mano, los personajes son parte de un mundo similar, caótico, enorme y azaroso, donde la vida aflora y se esparce con belleza y posibilidades. Un bosque puede caber en la palma de la mano, pero en el bosque humano no alcanza con la posibilidad, hace falta un tiempo y un lenguaje (quizás en forma de sopa) para tocar al otro. Sobre esa idea tanto material como temporal Devos construye toda una poética.
En los festivales, los planes se alteran sobre la marcha y las grillas planificadas al milímetro son devoradas por la contingencia, el apuro o el capricho. Después del encuentro con Vanja Milena era imperioso ver el contenido de esa lata cuanto antes. El Festival de Valdivia tiene la particularidad de poner al oficio de la programación en un lugar central. Por empezar, cada programador que acompaña a Raúl Camargo, director del festival, en el Comité de Selección Oficial, tiene a cargo la curaduría de una sección destinada a recorrer las zonas menos visibilizadas del cine contemporáneo. Isabel Orellana es la programadora de “Nuevos Caminos”, una sección volcada sobre las posibilidades del cine experimental; Víctor Guimarães de “Disidencias”, con películas que invocan tensiones entre vanguardias políticas y estéticas; y Vanja Munjin de “Tramas”, una zona donde se exploran las posibilidades poéticas del cine. Presente y pasado se encuentran en estas secciones que no dejan afuera a films de artistas olvidados por la historia. Un diálogo epocal es un punto de tensión para invitar a la reflexión sobre los senderos estéticos del presente. No es exagerado decir que cada una de estas secciones merece un ensayo crítico propio que recoja las puntas para el debate y las, valga la redundancia, tramas que se pueden leer entre los films. En Valdivia, estamos frente a una programación ensayística, hay un yo que discurre sobre ciertos tópicos y problemas a través del lenguaje de las películas.
Amy Halpern, cineasta experimental oriunda de Nueva York, fue el eje de la primera función de Tramas. El año pasado O Movimento das Coisas de Manuela Serra había sido la perla de la sección, lo que genera cierta continuidad: se trata de dos realizadoras con un sólo largometraje en su haber que, al igual que ellas como figuras, quedaron perdidos en la historia. Falling Lessons dura apenas 65 minutos. Lo primero que llamó la atención de quienes entraban a la entrada de la sala Paraninfo de la UACH (Universidad Austral de Chile), fue un proyector de 16mm instalado detrás de la última fila de las butacas. La proyección se dio entera, sin cortes y con un sólo rollo que repiqueteó con su sonido característico detrás muestro todo el rato. Antecedieron la pasada del largo los cortos Jane, looking, también de Halpern, Fever Dream de Chick Strand y, claro, la película de la lata viajera: White Screen (Para Amy Halpern) de los españoles Pablo Useros y Deneb Matos. El título de este corto dice casi todo: Amy Halpern falleció el año pasado, dejando una vasta filmografía en el territorio del cortometraje. El homenaje de Useros y Matos es precioso. Vemos un bosque y un hilo tensado en sus extremos donde cuelga una pantalla blanca como la leche. Los cineastas apelan a la más esencial materialidad del cine, a su condición básica necesaria: una superficie donde proyectar imágenes. A partir de esta imagen, como proponiendo un espejo divergente, juegan con el propio registro de su película. El 16mm es intervenido con sobreimpresiones y juegos de montaje que hermanan la materialidad del material que se proyecta con el material donde se debería proyectar. Durante cinco minutos, en sala Paraninfo de la UACH, la imagen cinematográfica se manifiestó como arcilla luminosa. Corte. Negro.
Desde su primer plano, Falling Lessons muestra un método: con una sucesión de planos que suavemente se mueven verticalmente hacia los ojos de distintas personas y algunos animales para luego continuar con su movimiento ascendente hacia los puntos vacíos de la imagen, Amy Halpern crea una encuesta facial que impone misterio y elegancia ¿Quiénes son esas personas? ¿Cuál es la lección del título? Preguntas obvias que chocan contra el barranco de una película que se propone tan meliflua como inaprensible. El procedimiento visual se repite rostro a rostro, mirada a mirada, pero sonoramente somos testigos de una orquesta del caos. Músicas, griterios, charlas, sirenas, bullicio y hasta el audio de un fusilamiento crean una atmósfera intrigante y apocalíptica que acompasa al montaje rítmico. La textura cuidada de la imagen de los rostros que miran con seguridad a cámara da una impresión de cercanía que genera la emoción contradictoria y fascinante de entrar en contacto con una materia que se anuncia, desde el sonido, como peligrosa. No hacen falta muchas herramientas, pero sí muchas ideas para hacer de la pantalla blanca un sitio donde sea posible moldear, en tiempo y movimiento, una turbulencia tan humana.
Este año el Festival de Valdivia continúa con su modalidad de tres películas ceremoniales: Mudos testigos de Luis Ospina y Jerónimo Atehortúa Arteaga como Film Apertura, Las cosas indefinidas de María Aparicio como Film Central y la versión rescatada del olvido por Valeria Sarmiento y Chamila Rodríguez de El realismo socialista de Raúl Ruiz como Film Clausura. Pasado y presente, tradición e innovación, son algunas ideas que a priori unen a estos films latinoamericanos estrechamente vinculados con el propio hacer del cine. Luego de la experiencia de Tramas, fue turno de cambiar de ubicación dentro de la Isla Teja (sólo en el campus de la UACH hay cuatro salas de cine) y adentrarse en el Cine Club de la universidad para ver el Film Apertura de esta trigésima edición del Festival de Valdivia.
Mudos testigos es una película hecha a partir de restos del cine silente colombiano. No se filmó ni un fotograma para su realización. El gran Luis Ospina y Jerónimo Atehortúa Arteaga escribieron un guion en base algunos recuerdos que tenían de haber visto en el pasado esos materiales y luego bucearon en los archivos colombianos para ensamblar con porciones de distintos films su melodrama ideal. Entre lo posible y lo deseable siempre hay un trecho. Más si uno de los más grandes cineastas latinoamericanos deja nuestro mundo en medio de la realización de lo que sería una última película estrenada posmortem. Jerónimo Atehortúa Arteaga presentó en Valdivia una película que se define primero por la simpleza de su historia: dos personas se enamoran, pero ella está comprometida con otra persona, a pesar de todo siguen con su amor y, por consecuencia, la desgracia melodramática termina por llamar a sus puertas. La historia es simple y no hace falta mucho más, otra historia suplementaria vibra en el film.
Los primeros dos actos de este melodrama pactado en tres, en los que el amor crece y queda trunco, están armados principalmente con los materiales de tres películas protagonizadas por el mismo actor. Sobre eso, distintas escenas de otras películas añaden, amplían y complejizan la trama inventada por Ospina y Atehortúa Arteaga. La historia de amor incuba una vitalidad humorística delineada por la gracia de quienes juegan a hacer un film con la simpleza narrativa y los gestos de la época de sus materiales. Bajo esto, la historia subrepticia de Mudos testigos es aquella de las huellas de sus imágenes, las rayaduras, las veladuras, las partes ausentes y los saltos abruptos. Mudos testigos es un melodrama doble: es el amour fou de una pareja que se ama hasta las últimas consecuencias y es el canto del drama de un cine que existió y casi pereció por completo. Casi, porque aquí estamos para narrarlo y hacerlo presente, asumiendo sus faltas y sus heridas, haciendo de estas un llamado en la lengua del cine.
Una vez que el amor se quiebra y el melodrama golpea con todo el poder de su castigo, la pareja se separa: él es creído muerto y ella es secuestrada por su prometido. En el tercer acto de Mudos testigos el material utilizado del pasado cambia y las imágenes de estudio, con sus actores, decorados y maquillajes, son reemplazadas por las luces de la naturaleza y las personas en su día a día. Llega a la pantalla el cine documental, la imagen como documento. Pero Ospina y Atehortúa Arteaga quieren un melodrama: lo que vemos, es la imagen del diario del amante que sale en búsqueda de su amor perdido. La imagen ya no corta a placas con diálogos de los intérpretes silentes, ahora muestra las entradas de una bitácora. La ficción transforma la imagen de origen, el cine aquí no es más que una mirada que busca un amor alejado y raptado. Con imágenes de la naturaleza, la vida silvestre, los ríos colombianos y la inmensidad del paisaje, Ospina y Atehortúa Arteaga hacen navegar al espectador hacia la búsqueda un amor perdido, anhelado y vaya a saber uno si posible. La idea es totalmente romántica, quizás ingenua, pero de una belleza profunda y sincera. No caben dudas de que Valdivia era el hogar para esta película. O, mejor, que esta película era una imagen perfecta para Valdivia. Similar a lo que sucede en Here, la metáfora del festival está servida en la misma morfología de su ciudad: la estética a veces es una cuestión arqueológica, el pasado puede esconderse a nuestro lado, ahí bajo los pastos de una plaza, y sacarlo a flote para alterar un paisaje es llevar todo hacia una complejidad amorosa y política total.
Tomás Guarnaccia / Copyleft 2023
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