FICVALDIVIA 2023: MOSAICOS Y MITOLOGÍAS
Mientras la última película de Radu Jude tenía su premiere chilena en el Aula Magna de la UACH, en el centro de Valdivia se proyectó Le spectre de Boko Haram, última ganadora del Tiger de Rotterdam y actual contendiente por el Pudú valdiviano. Desde unos primeros planos en los que vemos a unos jóvenes que miran a la lejanía mientras se escuchan unos disparos a la distancia, el film funciona como una acumulación de viñetas de la vida cotidiana de un pueblo camerunés en la encrucijada de un fuego cruzado. Según se puede investigar, Boko Haram es un grupo fundamentalista islámico que está en una larga lucha contra el ejército nacional de Camerún. El film no dispensa mayor explicación del conflicto, su foco está puesto en la vida de las personas del pueblito. En la película, las armas, los uniformes y los soldados aparecen como pinceladas que le dan un cerco ominoso al retrato comunal.
Hay películas donde la sucesión de planos se siente como un flujo, como algo parecido a un río que se desliza por pantalla llevando plano tras plano con gracia y soltura. También hay otras películas, como este documental de la camerunesa Cyrielle Raingou, en donde el montaje de los planos se asemeja al ensamblado de un gran mosaico. La realizadora imbrica una gran panorámica en base a planos bien focalizados en determinadas personas y objetos. La atención de la mirada de Raingou es totalmente focalizada: cuando filma a un niño en una clase toda su atención va completamente hacía su rostro; cuando quiere registrar algunas labores agrícolas la cámara se desvive por capturar hasta la pureza de los rebordes del más mínimo movimiento; cuando filma a los militares que rondan la ciudad la vida amorosa en la ciudad se detiene por el peso estatuario de su presencia. En Le spectre de Boko Haram hay una unicidad de los planos, cada imagen aparece volcada sobre un objeto o un sujeto, como si todos sus puntos de fuga del mundo viraran hacia lo que la realizadora quiere filmar en ese momento. En la superficie de la pantalla desaparece cualquier punto de distracción o de tensión, el punto de vista es el de una arquera que siempre acierta su flecha en el objetivo. De esta manera, el montaje va de a saltos, de piecita del mosaico a piecita del mosaico, de color en color de esta gran panorámica.
Horas más tarde, en la misma pantalla del Teatro Municipal Lord Cochrane se proyectó In Ukraine de los cineastas polacos Piotr Pawlus y Tomasz Wolski. Las similitudes entre los films no sólo reflejan un diálogo interno buscado por los programadores del festival sino que también calan la sospecha de que el dispositivo del mosaico es una herramienta dúctil para el registro de los conflictos de nuestro tiempo marcados por la velocidad y las visibilidades mediáticas asimétricas. Fue notable que cuando estalló el conflicto bélico que enfrenta a Rusia y Ucrania, muchos medios televisivos fingieron la sorpresa de encontrar evidencia de que en nuestro mundo todavía pueden existir guerras. El foco mediático que marcó y sigue marcando al conflicto de dimensiones geopolíticas que sacude el este de Europa fue acompañado de una catarata de imágenes digitales: videos hogareños virales en redes, cámaras de seguridad con transmisión en vivo por youtube, móviles de televisión que acercaban a la frontera ucraniana para constatar su inescrutabilidad. Miles y miles de imágenes le dieron rostro y sonido al conflicto, el cine no tardó en hacer lo propio: Piotr Pawlus y Tomasz Wolski se sumergen dentro de las fronteras ucranianas y registran la cotidianidad de una vida contorneada por los escombros y las tierras chamuscadas por los rocket.
A diferencia del film camerunés, In Ukraine carece de un interés al servicio de la construcción de personajes caracterizables con las personas que retrata, la puesta en escena pinta un gran personaje colectivo: la gente de Ucrania. La distancia se suma al montaje saltarín y contrario al fluir de una corriente para inhibir toda posibilidad de individualización. La imagen del mosaico persiste, pero con un movimiento interno dentro de cada piecita que lo compone. Si en Le spectre de Boko Haram los militares siempre aparecían por corte, como separando la esfera de la cotidianidad de la del horror y generando contrapuntos por gracia del montaje, In Ukraine aparece como un decálogo de cómo colocar constantemente en el plano dos cosas diferenciadas y en choque. Imagen a imagen, la vida cotidiana y las huellas de una destrucción todavía acechante habitan la misma superficie. Un efecto básico de la guerra parece ser el de imponer un estado de las cosas que trastoca todo ordenamiento moral y civil. La guerra pone algo donde no debería estar y le otorga elementos y caracteres a quienes no deberían tenerlos. Los cineastas polacos pueden encuadrar para que los juegos de niños de las plazas estén perfectamente rodeados de escombros quemados, para después retratar a unos niños jugando a ser controladores de checkpoints, y así otras escenas de la vida marcial. Los vestigios de una guerra caliente son atrapados al vuelo por los directores.
En los ríos uno puede zambullirse, nadar, dejarse llevar por la corriente e incluso ahogarse, porquei la rabia acuática se lleva todo puesto. Esa es la virtud del cine fluvial. Frente a un mosaico la postura corporal cambia, se impone una distancia y un respeto donde impera el ejercicio de contemplación. De todas maneras, en ambas películas mosaico se logra algo notable: darle imágenes a todo un mundo no registrado ni recorrido, imágenes y sonidos con el potencial de barrer prejuicios y abonar a la representación certera de los conflictos que las sacuden. En ambas películas aparece un cine que vibra en una de sus frecuencias más básicas, germinales y aún así preciosas: la maravilla de ver algo nunca visto. Cerca del final de In Ukraine, esta función básica entra súbitamente en movimiento, se mete en una corriente generada por una excursión que lleva a los realizadores a resquebrajar el mosaico, a abandonar la distancia y meterse en el lío. Es un momento que rememora al cine de Florent Marcie, donde la cámara registra una ronda de soldados sentados que bromean entre sí en un bosque mientras la banda sonora de la muerte los rodea. Ahí se cifra una imagen (de la especie humana), un ritmo (de la guerra), una respiración y un tiempo que sólo la experiencia cinematográfica parece ser capaz de reproducir y devolver al mundo.
Siempre se vuelve a Godard. Hasta en el último rastro de cine que nos dejó fue el cineasta que mejor supo gambetear al lugar común y devolverle pelotas envenenadas con gracia a los disparos de las imágenes de su tiempo. El 2 de octubre, en una lisérgica ceremonía de apertura del FIDBA que incluyó performances posporno y números de danza contemporánea militante, el espectador porteño tuvo oportunidad de ver Guerras falsas. Fue una proyección tan confusa y poco enmarcada que cuando se apagaron las luces cundió el desconcierto y no poca gente se levantó y se fue a los pocos minutos de comenzada la película: ¿pensarían que era un largometraje? ¿Desconocían que había un film de JLG para cerrar la ceremonia? ¿Tenían alguna idea de lo que significaba esa película? Todas estas cuestiones eran posibles, ya que poco y nada se había dicho al respecto de Guerras falsas en la previa. Muchas veces se habla de que hay que cuidar a las películas, de que los festivales de cine tienen que tener la capacidad de darle cobijo a los films. Nadie nace sabiendo y nadie muere sabiéndolo todo. Hay pocos gestos más amables que el compartir conocimientos y acompañar su germinación. Valdivia, Cosquín y Locarno, tres festivales que pude visitar este año, comprenden esto y saben de la importancia que tiene la palabra previa a una proyección: las presentaciones de las películas no son palabras de rigor, son puertas a estéticas, pasiones y saberes.
Las piezas sueltas de lo que habría sido un nuevo film de Godard fueron proyectadas luego de As Filhas do Fogo, un cortometraje de Pedro Costa que posee el mismo aroma de Tarrafal y 6 Bagatelas; es decir, esencia a proyecto, a plano de una construcción mayor en desarrollo. En él, un tríptico compuesto por tres planos exhibidos en horizontal muestran a tres mujeres interpretando una ópera. El canto desesperanzado y melancólico se amalgama con el fuego y la lava que las rodea en un fluir tenue que escala espiritual y líricamente. La pendiente poética ascendente del corto es análoga a la que viene escalando la filmografía desde En el cuarto de Vanda en adelante. Todo termina en nueve minutos, dejando unos puntos suspensivos colgando en el aire de una repleta Aula Magna de la UACH. La proyección de Guerras falsas que iluminó a continuación la pantalla e inundó de silencio el espacio, generó la expectación solemne de una misa. Con su correspondiente numeración sucesiva debidamente anotada en los márgenes (1, 2, 2b, 3, 4…), las imágenes que componen esta obra llevan la idea de plano a su concepción más simple: un espacio visual limitado por un encuadre y por el tiempo de la duración de la toma. En estas imágenes sucesivas, limitadas visualmente pero inundadas en un mar sonoro que corre libre por el aire, se suceden los apuntes visuales y sonoros del trailer de un film que no existirá jamás: 1943, 1968, la Gestapo, Palestina, Sarajevo, la poesía, la pintura y, claro, el cine son temas evocados en un coro audiovisual que salpica al espectador de pistas inconclusas. Tres certezas subyacen y se subrayan: 1) los puntos suspensivos que deja en el aire no serán retomados, ya no habrá una nueva película de Godard para esperar con ansias; 2) siempre hay que volver a Godard; 3) “Es difícil encontrar un gato negro en una habitación oscura, en especial si no está allí”.
Previo a su primer paso por las pantallas chilenas, el programador Victor Guimarães calificó en redes sociales como un evento histórico a la proyección de los films del Víctor Jara Collective. El nombre puede llevar al equívoco: ni de Valparaíso, ni de Concepción, ni de Santiago, este colectivo de cineastas que homenajea con su nombre al gran cantor chileno fue fundado en 1973 para sumarse desde Guyana a los efervescentes cines políticos militantes del Tercer Mundo. Embebidos en las discusiones políticas de la época, urgidos por poner en pantalla la intensidad radical de las transformaciones políticas que el gobierno de guyanes llevó a cabo a partir de 1970 y conscientes de una historia de colonización apuntalada por un fuerte racismo interno, este grupo de jóvenes se lanzó a la calles y a los campos para darle imagenes cinematográficas a Guyana. La sala Paraninfo de la UACH fue el habitáculo del 16mm que iluminó a los espectadores con un cine de unas latitudes tan cercanas como desconocidas, incluso para los estudiosos de la historia del cine latinoamericano. Lewanne Jones, cineasta estadounidense que fue parte del colectivo, estuvo presente en la proyección y reconoció la cercanía y estima que tenían en su época como colectivo para con el grupo Cine Liberación y la obra del cubano Santiago Álvarez. The Terror And The Time, una película planeada para ser una pieza contrainformativa subdividida en tres partes, aparece como una cruza entre La hora de los hornos y los reels de intervención de Álvarez con algunos matices poéticos de Los hijos de Fierro. El entusiasmo de Guimarães se corroboró: fue una proyección histórica.
Imágenes de las calles y las poblaciones marginales de Guyana son montadas rítmica y poéticamente con archivos históricos y materiales de otros cines del Tercer Mundo. Travellings por descriptivos de los barrios más pobres de Georgetown se entrelazan con recortes de diarios y músicas populares estadounidenses, en una película que busca (y anuncia desde una placa inicial) poner en cuestión la forma y el contenido. The Terror And The Time, realizada en 1978, hace un relevamiento de los eventos históricos de 1953, año de las primeras elecciones guyanenses bajo una constitución democrática provisional. Esta película de 1978 extrae de ese pasado reciente un manifiesto político rabioso y musical que tiene la cintura de incluir la voz, las declaraciones y los poemas del poeta guyanés Martin Carter. La contrainformación dura y esperable de una película de este tipo se imprime junto a la fuerza de lo dicho entre las líneas por los versos del poeta. Hay una historia ancestral que relampaguea en sus palabras y que no puede ser repuesta sólo por las imágenes: hace falta cine para friccionar y encontrar una nueva imagen, para dar luz a algo nuevo. Con esta película que abraza tanto el grito directo como la deriva, El Víctor Jara Collective logra tal cometido. Sus gritos responden a la urgencia, algo que estalla en el segundo film que pudo realizar el colectivo, In the Sky’s Wild Noise, una película realizada en 1983 en Nueva York a partir de con un material que pudieron retirar de Guayana una vez que se desató la persecución política, y que comprende básicamente una entrevista al activista político Walter Rodney. En The Terror And The Time, la deriva responde a la búsqueda de una voz propia. Como el Fierro de Hernández que es invocado por Solanas para releer la historia y cargar las armas con renovadas imágenes históricas, la poesía de Carter y la forma en la que el colectivo la incluye en el fluir arrebatado de las secuencias, dan cuenta de una mitología en construcción, de una identidad que germina en pantalla junto con las primeras imágenes del cine de ese país. El gesto que se cifra en este rescate debería ser una política universal de todos los festivales del mundo.
Tomás Guarnaccia / Copyleft 2023
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