Le basta a Radu Jude para sostener un relato sin fisuras el mero hecho de haber elegido a una intérprete extraordinaria y seguirla por casi tres horas en su misión: hallar al trabajador ideal de una empresa austríaca instalada en Rumania que haya sufrido un accidente por descuido para protagonizar una “película” institucional con fines preventivos. La mayor parte del metraje consiste en las distintas visitas de Angela a los damnificados, siempre arriba de un auto donde discute cada tanto con su superior por teléfono mientras se filma con una app en cada descanso mostrándose bajo el semblante de un desinhibido personaje masculino capaz de injuriar y decir de todo. A ese juego dialéctico en el interior del relato, Jude añade otro contrapunto simbólico a través de la inclusión de quince secuencias de Angela merge mai departe (1981), cuya protagonista es también una mujer taxista, e instala así un diálogo entre dos épocas de Rumania. Que los personajes (e intérpretes) de aquella película rumana de los 80 de Lucian Bratu reaparezcan en el relato central es una de las tantas formas de proponer un concepto de continuidad y ruptura entre el pasado y el presente. El barrio Uranus, por ejemplo, todavía existía a principios de 1980, como bien puede constatarse en un pasaje del film de Bratu, barrio sustituido por el gigantesco Palacio del Parlamento que Ceaușescu erigió en su lugar y que sí puede apreciarse en la película de Jude, gracias a un sistema de montaje por contraste que restituye la historia arquitectónica de Bucarest y revela las distintas capas materiales y simbólicas que se superponen en el espacio público. El resultado es una crítica certera del capitalismo del siglo XXI, el cual resulta en extremo alienante incluso y sobre todo cuando recibe la aprobación de quien se sabe explotado; un retrato actual de Bucarest donde su dispersa violencia microfísica se percibe sin declamarse; un ensayo oblicuo sobre la relación entre la memoria, la percepción de lo real y las imágenes

Roger Koza / Copyleft 2023