MUESTRA DE CINE DE LANZAROTE (2023): LOS JÓVENES Y EL OBSTINADO
A los 17 ya sabía una cosa: quería filmar. A los 55, ese hombre adulto en el que se ha convertido, siempre vestido de negro y con su campera de cuero, ya puede decir que ha honrado su clarividencia temprana. Sylvain George ha filmado; y en el siglo en curso no ha dejado de filmar prácticamente lo mismo, el malestar del mundo en una clave indesmentible: el destino del inmigrante.
El inmigrante. ¿Quién es? Tal denominación pertenece al que percibe a quien viene desde lugares recónditos a un nuevo mundo en el que ha depositado la fe por una vida decente. ¿Qué es la decencia para estos indocumentados oriundos de geografías desconocidas? Un trabajo, un lugar para vivir, algo de certidumbre. Es demasiado poco para algunos, demasiado para otros. Sucede que la necesidad es un estado de conciencia que puede responder a faltas diversas. Las de comida y abrigo no se inventan, se imponen. Otras carencias pertenecen a otro orden. Indudable es que George necesita filmar a los necesitados, a aquellos que no tienen ni siquiera la certeza de si habrá un plato de comida y una frazada para taparse en la noche.
La palabra es equívoca. El inmigrante supone el punto de vista del que no lo es y mira al que llega de lejos. Es un concepto de recepción, una perspectiva de distancia y sospecha. George puede partir de ese concepto porque entiende que su primera misión consiste en dislocar la mirada del poder sobre los que migran. Blanco y negro siempre como conjura de la representación dominante. En segundo lugar, hay que involucrarse hasta ser uno más en fuera de campo. Condición necesaria de los retratos: la cámara y el propio cuerpo del cineasta tienen que confundirse con los retratados y el mundo circundante. Estos son los requerimientos iniciales, aunque los hay otros más abstractos pero misteriosamente decisivos. He aquí el tema del tiempo: la extensión de las películas del cineasta no son un capricho: el tiempo de un migrante no es el de cualquier otro. La suspensión del tiempo por la que el presente permanece inacabado excepto si lo trastoca el suspenso, cuando se intenta viajar a escondidas en un barco o en un camión y cumplir el sueño del migrante. La densidad del tiempo es una exigencia formal de la poética de George, que asimismo revela una política de la imagen. Porque no se puede omitir ni obviar que la experiencia del tiempo moldea la conciencia del migrante. El intento es lógico: el tiempo de la conciencia del otro tiene que sentirse en el tiempo del que mira.
Noche oscura – Adiós aquí, en cualquier lugar es la segunda parte de la película que empieza con la misma invocación religiosa poética de su título, pero con el añadido: Las hojas silvestres (Los ardientes, los obstinados). La primera se estrenó en el 2022 en Locarno; la segunda se conoció en el mismo festival, aunque se le dio el lugar que merecía: la competencia oficial. El lugar es el mismo: Merilla, un enclave español que en verdad es un territorio arrebatado a los marroquíes. El escenario es el mismo en las dos películas (el puerto y zonas aledañas), no así sus protagonistas. En la primera, jóvenes adultos marroquíes son los retratados; en la segunda, menores de edad. Los pibes tienen 10, 12, 14 años, el número no importa, sí el hecho de que viven en un mundo sin adultos. Y tal es la gran novedad de esta segunda incursión al mundo suspendido de los migrantes.
Evidencia intrasmisible: el tiempo del migrante es un tiempo sin duración. La estrategia poética de George consiste entonces en trasladar ese dato de la conciencia en el plano y en las secuencias. Cada secuencia tiene que labrar una línea de vida de los que están frente a cámara. Los actos de los pibes son pocos y tienen finalidades concretas: jugar, merodear, intentar subirse a los barcos que salen hacia Europa, hacer algunas travesuras (como molestar a los guardias civiles), a veces drogarse, a veces cantar, a veces conversar sobre lo que han perdido y lo que esperan conseguir si llegan al continente en el que se proyecta una promesa de felicidad. Todas las secuencias culminan en un fundido en negro; son puntuaciones que no indican jamás una progresión en el relato, un recurso retórico. El intento es otro. Registrar las variaciones existenciales de una forma de vida que reviste ciertos gestos impropios del orden que los ha expulsado.
En efecto, el descubrimiento de Noche oscura – Adiós aquí, en cualquier lugar estriba en observar jóvenes menores de edad que se las ingenian para sobrevivir. Si consiguen conformar una comunidad, es apenas perceptible. Saben rehuir de una lógica vincular en la que se obliga a pensar en lo propio. Velar por el otro y compartir lo poco que se tiene define la cotidianidad. Desde ya que no se trata de una elección, sino de una acción circunstancial nacida de privaciones y sin filiaciones sanguíneas que guíen el afecto, por la que se reconoce en el intercambio un uso solidario de los recursos materiales escasos y un saberse ligados por el afecto sin la obligación de un apellido. Es una discreta forma de vida, extraña. No hay adultos, no hay Ley (del padre), no hay autoridad, y en esa falta no obstante sí hay creación de una forma de existencia. Los planos devuelven una paradoja: los huérfanos no están desolados. Si pudieran capitalizar esa experiencia para tiempos mejores, si pudieran recordar aquel período terrible pero no del todo sufriente, ellos podrían rehusar de sumarse a las filas de los ciudadanos consumidores de un sistema que solo conoce una institución afectiva, la de la familia, y el plus de felicidad material que presupone la acumulación de electrónicos, prendas vistosas y otros artículos de consumo. En este sentido, George es un dialéctico: los restos y los desechos del sistema de bienes de consumo están desperdigados por los espacios baldíos y las zonas aledañas al puerto en el que viven los migrantes menores. Los planos dedicados a los objetos vencidos son programáticos.
En alguna que otra oportunidad, a George lo han criticado recurriendo al manual biempensante de la estética de la corrección política. En estos menesteres, se ha detectado una forma de presbicia que se origina en el uso indiscriminado de conceptos clave de la estética del cine vertidos velozmente para compensar la falta de imaginación y de precisión analítica. Hay exégesis apuradas y no exenta de un desdén contenido sobre la obra de George: la “pornomiseria” y otras prestigiosas invenciones conceptuales ligadas a la explotación de la representación de los pobres pueblan algún que otro texto. No falta el abracadabra del catecismo estético, el término “abyección” se lo endilgan por ahí por mostrar el desconsuelo de un joven o por filmar a un pibe inhalando una bolsa. Concluyen y lo juzgan: es un cineasta impúdico. Pero lo cierto es que los pibes de George podrían haber salido directamente de una película de Favio; la cámara los ama tanto como en Crónicas de un niño solo. Dicho de otro modo: si George puede filmarlos como lo hace es solamente porque él ha sido un miembro de esa comunidad volátil desde que comienza a rodar. Tendrá una misión: ser el cronista de lo que han vivido todos juntos por un tiempo. La confianza es la fuerza ética de cada plano de George.
Y acá se debe decir algo más, porque no faltan los que se impacientan ante un plano hermoso de una flor, una nube pasajera o la luz del sol reflejándose en el mar. Creer que la fealdad o lo sórdido son el contrapunto adecuado ante la carestía y la errancia del migrante es un dogma escrito en un convento. George en Melilla ejercita como lo ha hecho en otros lugares vistos en sus películas anteriores una pasión por el encuadre que casi se ha abandonado. En plena soledad, porque filma sin apoyo alguno, se dispone a atrapar la intensidad del mundo circundante A la ciudad la registra como si fuera un entramado de textos dispersos en los que se puede leer la historia acontecida y acallada. Acá surge de las rocas y los ladrillos el franquismo, el cual se adivina en los monumentos y la arquitectura y se reconoce en las inscripciones de la ciudad. Al filmar así, George neutraliza la tendencia general de percibir el presente como un palimpsesto digital y no como el punto culminante de un vector empujado por las memorias del mundo que persisten en los vivos. Al interés por el trabajo humano en la geografía, el cineasta produce otros planos donde se siente un territorio o más bien su ecosistema. Los cuadros geométricos de George son portentosos: los contrapicados para hacer ver los edificios cercanos al puerto sintetizan el poder; las panorámicas sobre el puerto son cuadros que remiten a las pinturas de batallas navales; hay pequeños hallazgos de otra índole: las figuras de los pibes a contraluz en la noche, el tenue brillo de los ojos de uno de ellos, un plano del viento sobre las inmediaciones en las que acampan, la luna interceptada por una nube, las rejas en contraluz con el cielo o los transatlánticos captados como naves obscenas que en la lontananza en el mar semejan casi embarcaciones de juguete prueban el estatuto del cineasta. George no es uno de los grandes cineastas políticos del presente, como se dice a menudo para rotularlo. O lo es porque es un cineasta, a secas.
*Nota aclaratoria:este texto fue redactado en el día de su exhibición en Lanzarote y nunca más fue editado).
Roger Koza / Copyleft 2023
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