BERLINALE 2024 (03): LAS FUERZAS DEL CIELO
En un texto polémico (no podría no serlo, debido a su autor, Friedrich Nietzsche) se podía leer lo siguiente: “En un apartado rincón del universo donde brillan innumerables sistemas solares, hubo una vez un astro en el que unos animales inteligentes descubrieron el conocimiento. Fue el minuto más engreído y engañoso de la ‘historia universal’, aunque, a fin de cuentas, no dejó de ser un minuto. Tras un breve respiro de la naturaleza, aquel astro se heló y los animales inteligentes hubieron de morir”. Se trataba del inicio de un libro intempestivo y extraño en la biografía del filósofo conocido por sus bigotes, Verdad y mentira en un sentido extramoral. El espíritu de esa declaración filosófica transmite pura finitud. Algo similar anida en el corazón herido de L’Empire de Bruno Dumont, película que parece haber sido escrita por un lunático. O por un cineasta pensante y lo suficientemente inteligente para hacer pasar todo por otra cosa.
Es bueno recodar que, antes de ser cineasta, Bruno Dumont estudió filosofía. Algún día se cansó de dedicarse profesionalmente a los conceptos y descubrió que los planos del cine podían trabajarse como silogismos. Siendo francés, es de suponer, se sacó de encima el peso de la academia, institución exigente en rituales y procedimientos de obediencia. No hay tantas diferencias entre el Palacio de Versalles y la Sorbona, porque la costumbre de empolvarse la cara y lucir pelucas enruladas y de exageradas extensiones hace tiempo que no es más que una curiosidad de museo de costumbres. Se puede prescindir del latín, de atuendos y ceremoniales, pero el poder se perpetúa y las jerarquías se mantienen intactas.
Antes de proseguir, o en todo caso para empezar de a poco, una observación lateral sobre el señor Dumont: al cineasta no le interesa filmar las grandes ciudades, y menos que menos París, ciudad-mito, ciudad-puesta-en-escena. Esto no significa impericia para encuadrar el Arco de Triunfo, el río Sena o el Barrio Latino. Cuando Dumont tuvo que hacerlo demostró eficacia y rigor. No faltó ni siquiera la Torre Eiffel; se la divisó como siempre, pero desde muy lejos, como casi nunca. En cambio, es sabido que al cineasta le gusta el norte de Francia. La luz de esa geografía tiene su propio brillo, el ecosistema se define en pocos colores, los necesarios para implementar una ascética general. En esos mismos parajes, el cineasta convoca a personas de esos mismos pueblos que devienen en grandes intérpretes y locaciones reconocibles. En esto es como Bresson: busca modelos, busca el diferencial en el rostro. En esto también es como Pasolini. El casting se decide por semblantes. (Alguien debería hacer una película sobre la galería fisionómica de los personajes de Dumont).
En su primera película de ciencia ficción, el cineasta empieza filmando nubes. Corresponde. Por ahí llegan los alienígenas y otros seres a los que se inviste de poderes insólitos y en los que se proyectan promesas de toda índole. Es probable que el propio Dumont haya descendido de un platillo volador. Quienes lo han tratado saben de su circunspección. Pero lo que importa es que se trata de un cineasta cada vez más inclasificable. Su filiación con Bresson es conocida, pero ¿quién se hubiera animado, diez años atrás, a vincular a Dumont con Mel Brooks?
El inmóvil plano inicial de apertura, como se ha dicho, está poblado por nubes bien disímiles. Mas o menos espesas, ninguna puede sustraerse a la evaporación, una cifra de la película. El tiempo del plano permite apreciar la fugacidad de todo lo que existe. Todo lo que es está sujeto a evaporación; ser es evaporarse. Mientras las nubes se mueven o se disipan suena Komm, süsser Tod, BWV 478 de Johann Sebastian Bach. Será el leitmotiv sonoro de toda la película, elección musical nada azarosa y contrapunto del despropósito de la comedia absurda que se despliega sin inhibición alguna hasta el final. Lo que viene después son tres planos en distintas escalas en los que se reconoce de inmediato las dunas y la vegetación de las películas de Juana de Arco de Dumont. Primero registrada a lo lejos, después bien cerca, una mujer completamente desnuda habla por teléfono y comunica su deleite por estar al sol y disfrutarlo. De inmediato, se introduce un segundo personaje, un pescador, casi siempre de mirada adusta y un poco violenta. Primero está en el mar, luego arriba de su tractor y, arrastrando el bote de trabajo, llega a la casa. Hasta ahí, todo es relativamente convencional. El primer intercambio de miradas entre él y un bebé que mira desde la ventana de su casa a upa de su abuela es enigmático. Por sus gestos, el bebé parece hablar. No mucho después se confirma. Es el elegido de los Wain. La galería de personajes persiste. Otra joven adquiere protagonismo, en cuya primera aparición se la ve caminando en un bikini negro anacrónico cuyo contraste con lo blancuzco de su piel es deliberado. Entre los personajes, hay dos viejos conocidos para los seguidores de Dumont. Los ya legendarios inspectores Roger Van der Weyden y Rudy Carpentier tienen dos o tres escenas, pero la pericia de ambos es insuficiente para intervenir en la batalla en ciernes que no es del dominio delictivo. Poco y nada pueden hacer acá ante las fuerzas del cielo.
Sinopsis, palabra estúpida si las hay: en un pueblo perdido de Francia, un bebé representa el poder de Wain. Hay dos bandos. Están los que creen en la especie humana, incluso cuando esta se esmera en traicionar la confianza extraterrestre; al otro bando no le incumbe el destino humano; pretenden tomar el poder y la Tierra. El imaginario y el razonamiento son los mismos que ordenaban políticamente Star Wars y sus secuelas, pero que hoy tienen incidencia en la Casa Blanca, la Casa Rosada y en tantos otros lugares donde la política, presuntamente, es en serio.
La parodia rebasa al género y a la franquicia. El imaginario pseudorreligioso que ha tallado la cultura pop cinematográfica en las últimas décadas y en casi todos los lugares imaginables nace en la matriz de Star Wars. Para muchas generaciones, hoy en su mayoría adultos tardíos, Star Wars suministró un simplificado orden moral y político, y un camino espiritual por el cual transitar la inestabilidad del mundo. En esa época, además, se impuso un deletéreo esquema en la escritura de guiones. La retórica del camino del héroe, concepto que suele permear los talleres de guion, se naturalizó como poética. Parodia, por cierto, no es necesariamente desprecio, aunque el infantilismo teológico que suscitó el mundo jedi no se le escapa a Dumont.
Dumont no se priva de jugar con todos los signos de ese tiempo. Introduce a mitad de película a una suerte de primer ministro bastante ridículo, que responde a una entidad rocosa ennegrecida y mutante que tiene voz y da órdenes. Quienes pretenden socavar el poder de Wain responden a la estrategia de un cerebro viviente rodeado por círculos intermitentes de luz que se asemeja bastante a un ojo. Los de Wain remiten por sus ideas a pretéritas monarquías. Los rebeldes, en cambio, sintonizan mejor con un misticismo cristiano ligero amalgamado por algún que otro golpe retórico cuando formulan sus vindicaciones y luchas. En este sentido, Dumont no está muy lejos de Spaceballs. Son otras coordenadas simbólicas, pero la parodia es la misma. Aun así, la dimensión política del asunto no se profundiza, pero sí se pronuncian palabras que representan valores que hoy conocen el desdén. Dumont no incluye gratuitamente en la boca de sus personajes los términos solidaridad e igualdad.
Lo que resulta inolvidable es la iconografía cósmica de L’Empire. Las flotas de Wain suelen ser fuertes convertidos en naves que parecen símiles de palacios franceses de otros siglos. En el otro bando se viaja en naves-iglesias, y la hermosura consiste en observar esas catedrales espaciales atravesando el espacio infinito. Quizás se trate de una lúdica impugnación estética del militarismo torpe que predomina en el diseño de arte de las películas del espacio. En un momento, sin la misma intensidad pero sí con la misma intención, como pasaba con la coreografía de los caballos en la magnífica Jeanne las naves se alinean para partir a la contienda final y sus movimientos tienen algo de la elegancia de aquel pasaje equino con la guerrera santa en su caballo.
En 1997, cuando se estrenó La vida de Jesús nadie hubiera imaginado una de Dumont a la usanza de Spaceballs de Brooks. Solo resta señalar los agujeros negros en la película, tan discretos como fantásticos, tan ingeniosos como vistosos. Haber concebido una panorámica en contrapicado para vislumbrar la interfase de dos segmentos separados de la totalidad del cosmos es una lección de estética ante el abuso reciente de tantas representaciones mecánicas y barrocas del multiverso. Lo fabuloso no residía en llegar rápido al universo contiguo y hacer de la mutación un espectáculo. Dumont da tiempo para contemplar esa anomalía cósmica. No hay apuro en L’Empire, ni voluntad alguna de estimular en exceso a la platea. El pensamiento tiene otra velocidad, el asombro aún más, porque su condición de posibilidad es la suspensión del tiempo.
Roger Koza / Copyleft 2024
Gracias, Roger.
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