ELOGIO DE LA REBELIÓN
Cine y contrainformación en las luchas populares (1992-2002)
En Argentina, durante la década de 1990, el cine nacional recuperó su carácter de acontecimiento. Tanto el documental como la ficción renovaron sus cartas de identidad, sus razones de ser. Fue necesaria la confluencia de una serie de factores: institucionales (la promulgación de la Ley del Cine que reglamentó el fomento a la producción), económicos (el abaratamiento de los equipos), generacionales (jóvenes cineastas para audiencias jóvenes), culturales (la creación de escuelas y carreras universitarias públicas y privadas).
En el caso del cine documental, los 90 vieron nacer al “cine piquetero” a través de colectivos de realizadorxs como Boedo Films (1992), Wayruro (1992, de Jujuy), Alavío (1996), Contraimagen (1997), Primero de mayo (1998), Cine Insurgente (1999) y Ojo Izquierdo (1999, de Neuquén). Todos ellos militaron sus cámaras para registrar el surgimiento, los debates y las luchas de nuevas organizaciones sociales y movimientos de desocupadxs.
Durante la crisis terminal del gobierno de De La Rúa se sumaron Ojo obrero, Venteveo Video y Argentina Arde (2001). En 2002, Mascaró Cine Americano y Kino Nuestra Lucha. En 2003, Documenta (de Santa Fe). Los registros obtenidos por esos colectivos dan testimonio de la verdad histórica que los medios corporativos negaron o distorsionaron o mostraron desde la espalda de los cordones policiales. Fue por esas películas urgentes que hubo (que hay) imágenes de la represión desatada por el gobierno en agonía.
Pocos años después, se fundó DOCA Documentalistas de Argentina nucleando a buena parte de aquellas asociaciones pioneras y, más tarde, medios de comunicación alternativos (Barricada TV). Elogio de la rebelión. Cine y contrainformación en las luchas populares (1992-2002) recoge esas experiencias, traza arcos de tradición en los que estos documentalistas se inscriben y reconocen una identidad fílmica, actualiza la reivindicación del cine militante y aspira a reavivar algunos debates aún vigentes en el campo del documental. A propósito del lanzamiento del libro, conversamos con Alejandra Guzzo, Natalia Vinelli, Fernando Krichmar y Juan Mascaró.
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En el libro se asumen en la doble tradición documental que fundaron Fernando Birri y Raymundo Gleyzer. También mencionan a Pino Solanas y Octavio Getino. ¿Cómo conciben esa tradición: en tanto pasado consagrado que los confirma como renovadores, o como materia viva que valía la pena refundar?
Fernando Krichmar – Si querés que nos hagamos los cultos, te respondemos como Piglia cuando cita a Borges: “la lengua es un sistema de citas”. (Risas) En aquel momento, buscábamos no someternos a la realidad mediática como se presentaba, sino confrontarla. Confrontarla, no solo recuperando la tradición de esos tipos, sino resignificándola, aggiornándola a lo que eran los 90. Por ejemplo, el proyecto de Diablo, familia y propiedad, que fue lo primero que hicimos, era que en la película la lucha de clases se explicara desde cero. ¿Por qué? Porque Gleyzer daba por sentado, entre otras cosas, la existencia de la lucha de clases y la gente hablaba de eso en los cafés. En cambio, en los 90, la gente no se daba cuenta de qué mierda era la lucha de clases. Por otro lado, para nosotros era clave recuperar la tradición de lo colectivo y lo militante en ese contexto: la sociedad estaba mucho menos politizada y esos principios (de lo colectivo y la militancia) estaban desprestigiados. Años más tarde, fuimos el ariete que logró que el kirchnerismo reparta algo de la guita del INCAA, cosa que no había hecho hasta ese momento. ¿Todo lo que se logró fue porque el gobierno abrió la posibilidad para que se dé? En parte sí y, en parte, porque peleamos, rompimos los huevos, hicimos cortes de calles y les dijimos que, si van a decir que “la patria es el otro” tenían que habilitar que cualquier otro se presente en el INCAA.
Natalia Vinelli – Haciendo paralelismos, pienso la tradición en la línea de Raymond Williams: una tradición selectiva. En este sentido, desde el periodismo, pasó lo mismo con la figura de Rodolfo Walsh. Estamos hablando de la misma época en la que empezó, muy de a poco, la recuperación de Walsh, primero, como periodista comprometido al que se le negaba su identidad política. Cuando se le reconoció la pertenencia a Montoneros había que salir a decir que discutió con la conducción y que se fue. Lo cual no era la verdad. Esa tradición selectiva en la conformación de un periodismo autogestivo, popular y alternativo, pasó por un camino muy parecido de reivindicación, en el contexto de los 90. A partir del 96, la “Plaza de los 20 años” fue un momento fundante, tanto para el cine militante, para el cine independiente, para el cine piquetero como para el periodismo popular, que es otra faceta de un fenómeno similar. Esa plaza, que fue masiva, rompió con cómo se había nombrado a la dictadura hasta ese momento: se decía “ex presidente de facto”, se decía “gobierno militar”. A partir de esa plaza, se empezó a hablar de “dictadura” y de “genocidas”. También se fundó H.I.J.O.S.. Por eso yo leo la recuperación del cine de Gleyzer, de Solanas y Getino, de Birri, del periodismo de Rodolfo Walsh no tanto como una apropiación para construir una historia previa a lo que estoy haciendo y justificarla, sino como la búsqueda de rescatar una tradición que, hasta entonces, había estado subterránea.
Tanto Birri como Gleyzer, Solanas y Getino, desde luego Walsh, construyeron una obra a partir de una utopía sólida y extendida: hacer la revolución. ¿Cómo se construye una narrativa documental desde aquellas tradiciones, en una época que descree de esas utopías?
Alejandra Guzzo – Voy a responderte a partir de una experiencia personal. Pienso en la institucionalización del cine que aparece, fuertemente, en la educación cinematográfica. Cuando yo estudié cine, había la escuela de la ENERC (la que Milei quiere cerrar) y dos o tres privadas. A nadie se le ocurría estudiar cine. En ese contexto, no había ni marco teórico ni formación seria respecto de la historia de este país, la cultura, el cine documental y toda esa generación. Humberto Ríos daba el curso de Introducción en la Escuela. Pero nadie hablaba ni de Pino Solanas ni de Gleyzer. Como dice el protagonista de Memorias del subdesarrollo (1968, Tomás Gutiérrez Alea), nosotros sabemos demasiado para ser inocentes y el resto tiene mucha oscuridad para ser culpable… Entonces, hablar de tradición cuando vos tenés la nada misma es un poco difícil. Digo que somos hijos de una serie de casualidades… Por supuesto, juegan tu formación o dónde militabas, pero encontrábamos los materiales de casualidad. Ahí, empezás a pensar, en el posible camino “utópico”, entre comillas porque no comulgo con esa palabra (me parece que es muy Birri). Nosotros pensábamos en algo más concreto…
NV – En los 90 todavía había referencias en el intento de construir herramientas organizativas. No me refiero al cine o el periodismo. Hubo una camada de compañeros y compañeras que venían de la lucha de los 70 y tenían la perspectiva de seguir construyendo organización. Por ejemplo, yo me formé escuchando al Boli Lescano, a Rubén Batallés, entre otros. Fue volver a la frase de Walsh cuando planteaba que las clases populares nunca tienen historia porque los dueños de todas las cosas se la quedan. O sea, conectamos con eso para darle historicidad a lo que hacíamos. Fuimos a buscar, tanto desde lo organizativo como desde la reflexión cinematográfica o la reflexión sobre el periodismo, aquella experiencia acumulada, para no estar empezando todo el tiempo de cero. Eso es lo que se intentó construir en los 90. Quizás, eso mismo, hoy está decantado mucho más. Yo te lo hubiera discutido más vehementemente en aquellos años de lo que lo puedo hacer ahora, a la luz de esta horrorosa actualidad. En aquel momento, veíamos que todavía teníamos la oportunidad de recuperar las mejores tradiciones de lucha de nuestro pueblo, y pensar la construcción de una nueva herramienta adaptada a ese presente histórico. No repitiendo recetas sino como creación heroica. Desde ese lugar, pensamos esto como una herramienta de intervención política, no como el reemplazo de la organización. El laburo con los movimientos de trabajadores desocupados y el naciente movimiento piquetero se dio en ese sentido. Eran los vecinos, las vecinas, los compañeros, las compañeras en los barrios, los que tomaban las decisiones sobre qué hacer, si cortar una ruta, si organizarse. Lo que nosotros estábamos haciendo era un registro de eso que, más tarde, se discutía en las asambleas.
Juan Mascaró – Cuando nosotros aprendimos quiénes eran Walsh y Gleyzer supimos que eran revolucionarios pero también que escribían y filmaban de la puta madre. Se incorpora la idea de que lo que hacés tiene que meterse con el lenguaje, tiene que tener una calidad y que, de lo contrario, no sirve como herramienta. Después cada uno lo puede hacer mejor o peor, pero esas ideas entraron juntas.
FK – Yo estudié Psicología en la Universidad de Rosario. A principios de los 90, era imposible laburar de psicólogo allí, si no tenías muchos contactos. Me quedé sin vida intelectual y, como me gustaba el cine, me metí en una escuela provincial. Pero también, yo veía que la gente estaba muy pegada a las pantallas y era una herramienta muy fuerte de subjetivación. Lo que había ahí, era una fragmentación absoluta de la realidad que impedía ver el proceso de la lucha de clases. Obviamente, gracias a haber estudiado cine pensaba que a las ideas políticas había que sumarle lo estético para que, de alguna manera, la gente se interesara, en vez de que un chabón hablara media hora en la pantalla. Si mirás bien, alguna película de Gleyzer va por ese lado, pero ¿por qué? Porque militaba en el PRT y ellos decían que no hacían cine revolucionario sino que hacían la revolución. Yo no quería hacer la revolución: me sentía derrotado, en el medio de una situación parecida a la de ahora, en la que la gente estaba en la boludez absoluta. Entonces, me propuse hacer algo que tuviera que ver con el cine, pero que reuniera lo estético y lo político. En los 60, los cineastas fueron menos sectarios que las organizaciones. De ahí DOCA sacó una gran experiencia. Porque cuando Cine de la Base hace Las AAA, son las tres armas (1977) fue un laburo de “perros” sobre “la Carta” de Walsh. ¡Impensable en esa época! Lo mismo que el final de Los traidores (1973): cuando ejecutan al burócrata, no responden a la línea del PRT que planteaba recuperar los sindicatos. Los que ejecutaban burócratas eran los “montos”. O sea, hacían cosas en contra de la línea de sus organizaciones.
AG – Mientras estuvimos en Cuba, en la Escuela (EICTV) tuvimos mucho tiempo para charlar con Birri y con Nerio (Barberis, sonidista de Cine de la Base). De esto hace veinte años: Nerio nos contó cómo fueron las discusiones cuando hacían Las AAA son las tres armas. Unos hablaron con la dirección de su partido y los criticaron. Los otros, hablaron con la dirección del suyo y también los criticaron. Al final, Nerio se plantó: “¿Y si los mandamos a todos a la mierda?”. Parece una anécdota boba pero, en ese momento, era muy difícil para un militante tomar semejante decisión y, sobre todo, después de haber perdido a Raymundo. ¿Cómo los iban a ver en el exilio, en cada uno de los países a los que llegara la copia? A nosotros, esa experiencia nos dio mucha fuerza y vitalidad. Por eso me parece importante el libro. Me parece importante, aunque sea antipático, recordar cuáles fueron los debates. Porque ahora, otra vez, estamos en el mismo lugar: qué es la industria, qué es lo militante y qué es el cine documental. Hay una tensión ahí que, parece ser, nunca se soluciona a favor de nuestras miradas. No sé en qué momento se les ocurrió que al documental había que reglarlo: hacer cine de autor, ir a pitch. Queremos ir por fuera de eso y no nos dejan. Es una disputa por la hegemonía en términos de producciones audiovisuales relacionadas con quienes están en lucha. La nuestra fue, desde el comienzo, una mirada combativa y antisistema. El campo documental creció muchísimo: hoy todo el mundo hace documentales. Pero no hay manera de que dejen un espacio para el cine político, el cine combativo. Tenemos que seguir dando la pelea: de ahí la importancia del libro y de las películas que hacemos.
JM – Mucho de lo que contaron Alejandra y Fernando es anterior a la creación de DOCA. Sin embargo, ya estaban ahí la cultura y la política intentando armar grandes articulaciones. El cine y el periodismo audiovisual, Argentina Arde, ADOC se contagiaron de los métodos, el clima, las estrategias de las organizaciones en las que estábamos. Formar colectivos, combatir la figura del autor como un clarividente que, de la nada y de la inspiración saca una película maravillosa, que había sido el modelo fuerte de los años anteriores. En ese momento, se ponen en debate estas cuestiones en diálogo con las personas a las que estábamos filmando. Después del 2002, 2003, que es donde termina el período que contamos en el libro, DOCA mantuvo esa forma de realización. La idea sigue siendo que, sólo con lo nuestro no alcanza y que la cultura tiene sus propios debates. No es sólo abonar a un cambio social en general porque, en esta coyuntura, ante el ataque a la totalidad del cine, pareciera que la única forma que tenemos de salvarnos es exponer una película salvadora de la patria porque puede traer dólares. Son argumentos que, muchas veces, en boca de personas conocidas permiten ciertas negociaciones. Pero a la vez, retrocedemos en el debate de la diversidad que implica el cine y hay que salir a defender esa bandera. Estos documentales pueden no verse en un festival o distribuirse internacionalmente, pero como herramienta tienen un uso que no es transformar per se la realidad, sino funcionar como conectores de historias que no conocés.
El cine, en general, y el documental, en particular, produce memoria histórica. Paradójicamente, en esta momento de la cultura, proliferan las imágenes, los registros personales, la circulación multiplicada en las redes y el desvanecimiento inmediato. ¿Cómo se disputan, ya no los espacios institucionales, sino los sentidos que se ofrecen a un espectador cautivado con los pies del presidente, las liquidaciones del black friday o el bebé bailando zumba? En el libro, Juan define el cine de DOCA como un “cine del malestar”, mientras que el que surgió previamente era el “cine de la rebelión”. ¿Cómo califican el cine documental de hoy?
FK – De la resistencia a la rebelión, igual que en aquel momento. Hay otras herramientas que, quizás, no nos corresponde abordar como generación. Nosotros sabemos ahora que “la gente” es como la novia de Adam Sandler en aquella película que se olvidaba de todo a los quince minutos (Nota: se refiere a Como si fuera la primera vez, 2004, Peter Segal). Eso está buscado no es que pasa por casualidad. Cuando pasábamos Diablo… en los barrios había personas que nos decían “Esto me cambió la vida” o nos contaban que “Mi viejo iba a la cosecha de caña”… se daba un proceso colectivo de recuperación histórica. ¡Ni hablar con las películas del 2001! Ahora, creo que todo este movimiento, a partir de que nos institucionalizamos, nos metimos con los fondos del INCAA y los del FOMECA, por un lado profesionalizó el trabajo. Pero, por el otro, eso hizo que muchos se hicieran los boludos con esto de la lucha de clases. El enemigo, en cambio, lo tiene muy claro. Tarde o temprano se va a dar un proceso de resistencia y habrá que ver cómo uno se engancha audiovisualmente en eso y llama a la rebelión.
NV – Para no escaparle a la pregunta que hacés. Creo que no podemos dejar de reconocer que hay mucha dificultad para encontrar un paradigma civilizatorio que pueda construirse como antagonista del capitalismo. Pero creo que todas estas experiencias culturales que expresan un clima de época también expresan contra tendencias. Tendríamos que intentar ubicarnos en ese lugar. ¿Qué quiero decir con esto? Puede quedar la idea de que predicás en el desierto, pero cuando observás el movimiento de la sociedad, así como se da este momento de puro presente, de banalizar u olvidarse de la historia, desde otro lugar tenés un crecimiento importante que, a veces, no logramos visibilizar lo suficiente, de las formas organizativas del subsuelo de la patria, digamos. Ya no, según el modelo de la organización que va al barrio y construye, sino que de los mismos barrios, producto de esa tradición de lucha de la que venimos hablando, empiezan a surgir nuevas organizaciones con capacidad de discusión política, de síntesis, de dar una alternativa humanista, de pensar de qué manera desde la economía popular se resuelve lo que el capitalismo resuelve expulsándote. Me parece que es ir por ahí: cómo acompañar y encastrar con esas organizaciones que desde la base social vienen construyendo y que hoy, en definitiva, son los que tienen la capacidad de salir a la calle, plantear ejes de debate público con muchísima más fuerza de lo que lo puede hacer el campo cultural. En definitiva, el fenómeno que vemos en la actualidad es global: hubo una pandemia en el medio que hizo que en todas las sociedades empiecen a aparecer estas figuras de derecha desde el neopopulismo de mercado. Pero son flujos y reflujos: hay que ver si esto se sostiene a lo largo del tiempo. De todos modos, la tarea es trabajar para que no se sostenga en el tiempo y, no solamente para construir una alternativa civilizatoria, te diría, una democracia que sea incluyente. No es algo que podamos pensar en un laboratorio sino a través de la militancia cotidiana. Me parece que hoy hay figuras que pueden representar este proceso. Natalia Zaracho en la Cámara de Diputados, Fernanda Miño, una mina que vive en la Cava y estuvo al frente de la política de urbanización de los barrios populares, abrieron una posibilidad que fue de abajo hacia arriba.
AG – Durante la revuelta de 2019 en Chile, Ignacio Agüero planteó: “Todo el mundo está filmando. Ya no somos los de los 80 y los 90, los pocos que teníamos las cámaras, y les dábamos voz a los que no la tenían. Nosotros tenemos un debate tremendo ahora que es, frente a la facilidad de obtener imágenes y la repetición, ¿qué vamos a salir a filmar? Dejemos que los compañeros de los movimientos, los jóvenes, filmen lo que se les cante, lo subimos y los apoyamos. Pero hagamos producciones a nuestro nivel: tenemos experiencia, herramientas y capacidad intelectual para ofrecer una síntesis que tiene que ser política pero no de la coyuntura sino sobre la coyuntura para ver qué rescatamos.”
Agüero lo planteó como una pregunta y salieron unos laburos muy interesantes. Es decir, lo que está en cuestión es cómo retrabajamos la subjetividad. Porque con la experiencia de los 90 y del 2001 no podemos salir a filmar igual un estallido. Ahora no podemos filmar lo mismo cuando la gente está mirando Netflix y tiene la posibilidad, que antes no tenía, de filmar por su cuenta. Filmar puede filmar cualquiera: el problema es cómo se conceptualiza, cómo se edita.
JM – Para mí, algunas ideas que son de sentido común desde la izquierda, hay que revisarlas. Una es que la gente está lobotomizada y no entiende un carajo, o que los pibes si miran más de cinco minutos se aburren y otro montón de cosas que, incluso los docentes, terminamos asumiendo como algo dado. Formé parte de experiencias en las que entendí que el punto de atención que tiene una persona frente a una película, frente a ciertas imágenes, está en relación con las condiciones de exhibición que vos le proponés. Una de las cosas que rompió el 2001 y toda la previa fue dónde y cómo pasábamos el cine. Vos podés lograr que un montón de personas se interesen en algo pero eso implica un diálogo. Nosotros no podemos pensarnos ya como meros emisores de un discurso de propaganda que el otro va a tomar y lo va a transformar. Hay rendijas en la construcción de las películas que se pueden utilizar aún en esta coyuntura. No todo es el presente perpetuo y efímero del consumo. Lo digo pensando, en particular, en los jóvenes que es un sector mencionado como público desechable porque están en otra. Hay que retomar la idea de que se puede hacer cosas con un planteo intelectual complejo, con imágenes y con mensaje.
Durante la pandemia, estuvimos conectadxs las veinticuatro horas a más de una pantalla simultáneamente. Ese suceso alteró la percepción del tiempo, del espacio y de las imágenes. A la alienación que ya promovían el mercado, las redes sociales, etcétera, se sumó esa circunstancia. Tomando en cuenta estos nuevos escenarios sociales y políticos, ¿cómo se resitúa DOCA?
JM – Ahí hay un cruce de un montón de cosas. La actitud fue siempre de acompañar los procesos sociales. Y estar atentos a lo que van entregando como experiencia. El cine no puede dar solución a los problemas. Esto es algo en lo que, dentro de los matices que tenemos, estamos de acuerdo. Se está discutiendo hoy de nuevo, en las coordinadoras culturales. Porque mucha gente sobrestima la capacidad que tiene una articulación como ésa y cree que podemos marcarle la cancha a la CGT de cuándo va a hacer un paro, porque estamos en una coordinadora de la cultura.
NV – Vos podés tomar las “nuevas narrativas”, las nuevas formas de mirar y decir ahora se utiliza y se registra así para Tik Tok, las otras redes sociales, los entrecruzamientos entre una y otra. Podés tomar eso y dejar lo que venías haciendo o podés tomar parte de ese gesto para reconvertirlo. Partir de ahí para pensar cómo trabajar en una formación. Ahí sí hay una conversación posible para volver a poner el documental en el eje de lo que estamos debatiendo en esta mesa que es la historicidad, que es lo que vos necesitás para poder construir hacia el futuro. Mirar quién eras, dónde estuviste, qué hiciste, qué pasa hoy para poder ver cómo lo resolvés mañana. Entonces hay una conversación necesaria entre lo que hicimos y estas nuevas formas de mirar para ponerlas en discusión, hacerlas disruptivas y pensarlas en un sentido más histórico.
En las universidades del conurbano bonaerense vimos que en lxs estudiantes de producción audiovisual lo aspiracional es muy potente y la mirada está puesta en el cine y la televisión estadounidenses, no en la producción nacional.
JM – Esto que mencionás se vuelve a tensionar cuando quieren hacer mierda el cine. ¿Por qué? Porque ese modelo aspiracional de que triunfás afuera se pone en juego. Si no, ¿para qué estamos defendiendo el cine nacional, el INCAA y todo lo demás? Ahí hay una crisis que hay que abordar: entre lo aspiracional que funciona mientras que, por la puerta de atrás, estás presentando un proyecto al INCAA. ¿Cuántos tipos que filman cine argentino dicen “no me gusta el cine argentino”? La situación actual pone en crisis estos discursos porque estamos haciendo cine acá, hoy y ahora, no mañana en Atlanta.
FK – La reivindicación de la herramienta cinematográfica, por ejemplo, la proyección comunitaria para mí se puede recuperar como arma. La gente tiene capacidad de ver una película entera, ahora, en la sala oscura es una cosa, en el teléfono es otra, no es lo mismo. No son 30 pesos fue pensada para poner el culo en un cine, no fue pensada para otra cosa y no porque seamos antiguos sino porque lo que buscamos es generar una reflexión un poco más profunda. Pero sí utilizamos, sobre todo en los registros de la rebelión popular en Chile, muchos materiales muy buenos que filmó la gente. Me parece que hay que recuperar eso que decía Buñuel: la potencia del cine que encierra al tipo y lo saca de su subjetividad habitual durante una hora y media. A mucha gente, le cambia la vida. Incluso podría ser autocrítico porque nosotros fuimos medio dogmáticos en tomar, por ejemplo, cosas de Santiago Álvarez. Santiago nunca en la vida usó la voz en off y nosotros decíamos “nunca en la vida hay que usar la voz en off”. Pero si mirás con más atención lo que hizo esa misma generación que es la referencia, ves que cuando Gleyzer tuvo que hacer una película sobre la burocracia sindical, ¿qué hizo? Un folletín o un melodrama que es Los traidores. Todo lo que era imposible de registrar de manera documental, el tipo muy libremente lo llevó a la ficción. Creo que el uso de los recursos expresivos también hay que ponerlo en debate, ver cuál funciona, cuál no funciona, qué se entiende, qué no se entiende. Y meterle colectividad no sólo a la producción sino a la exhibición y a la discusión que es lo que, para mí, se anuló con la pandemia y el ensimismamiento en tu mundo privado. Las películas, los debates hay que llevarlos a los barrios porque creo que no es que Milei es un hijo de puta que convenció a la gente sino que él se enancó en la ilusión de libertad, la ilusión del tipo que cree que puede resolver su vida solo.
¿Cómo se posicionan frente al documental en primera persona?
AG – El primer documental que vi de ese estilo fue Papá Iván (2004, María Inés Roqué) y el segundo Los rubios (2003, Albertina Carri). Me pareció que la voz individual atravesada por algo tan propio y tan trágico aportaba algo diferente. Luego se constituyó en una marca fuerte para la realización porque, en la sociedad y en el campo audiovisual, hay una necesidad tremenda de dar cuenta de la subjetividad. Me parece que esos dos documentales abrieron una nueva manera de narrar lo subjetivo. En algún momento hubo una deformación del recurso: ahora cualquier anécdota, cualquier acontecimiento subjetivo es plausible de ser narrado.
JM – La utilización de esos recursos hay que verla en el recorrido de los autores porque los mismos han hecho y no películas en primera persona. En ese momento, yo lo vi como un gesto hacia lo que había sido el documental en los años 60 y 70 que era la voz omnisciente, la verdad como única cosa y la voz de dios y todo ese rollo político que nosotros también estábamos discutiendo en las organizaciones. Como gesto, lo reivindico. Lo que pasa es que te deja al borde de lo posmoderno: qué se está diciendo desde esa primera persona. También me parece que se trasuntó en una forma hegemónica de legitimarse: cualquier película hecha en primera persona parece, per se, que fuera mejor que un documental expositivo, que un documental con entrevistas. Por eso pienso que no se trata de evaluar la herramienta sino el sentido último para el que está siendo utilizada.
¿Algo que quieran agregar?
JM – En el prólogo apostamos a que el libro promueva estos debates y que encontremos un circuito para que tenga una vida. Que no sea un libro que se venda y nada más. Participar de charlas, actualizar debates. Si nos da el cuero militante, tenemos que aprovechar la coyuntura no solo para sacar las papas del fuego, no solo para salvar al INCAA, sino para actualizar los debates políticos sobre el documental.
NV – El libro tiene que servir para ponerle un límite a la reacción conservadora de la crítica que te dice “esto está bien” y “esto está mal”. La reacción conservadora de la academia que decide “esto es cine” y “esto no es cine”. Me parece que la validación no está dentro de ese campo de expertos sino que está en la función social que cumple una película: qué es lo que pasa con la gente que se encuentra con esos materiales. Creo que ahí está el valor del libro y, en definitiva, es la vía de reactualización de todos los debates fundantes del campo de la comunicación de América Latina que se sintetizan en ciencia versus ideología, o ciencia versus política.
FK – En definitiva, el libro es una manera de poner en debate la ética del documental, no en un sentido kantiano sino en cuanto a qué es lo lícito y lo ilícito. ¿Es válido lo que hizo Maite Alberdi, la directora de El agente topo (2020) que puso un espía en un geriátrico? Depende cuál es el contexto y qué es lo que querés contar. Esas son cuestiones relacionadas a la ética y cómo usás las herramientas. Si usás o no la cámara oculta y porqué, qué derecho tenés a usarla o no, hasta qué punto estás atado o no a la verdad.
JM – Nos consideramos documentalistas porque, entre otras cosas, encaramos el hacer lo que hacemos desde las preguntas que plantea Fernando. No todo el mundo llega a las mismas respuestas porque no hay principios escritos como una biblia. Pero esa ética frente a la cual te plantás para interactuar con la realidad, hace que vos quedes ligado de por vida a las historias que contás. A eso le llamamos ser documentalistas.
María IribaRren / Copyleft 2024
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