INSTRUMENTO DE ESCÁNDALO PARA UNA ALEGRÍA COLECTIVA
Como este es un premio a la trayectoria voy a leerles un breve cuento biográfico sobre algunos detalles acerca de mi paso por este arte. No porque mi biografía tenga alguna importancia, sino más bien porque soy pasoliniana y como él decía:
“que la designación de uno mismo funcione como instrumento de escándalo“
Cuando era chica me daba vergüenza recibir premios, me hacía sentir incómoda o transigente. Estaba en contra de todo y esa era mi potencia; cuestionarlo todo, incluso a aquellos que me bendecían con sus reconocimientos. Como se sabe, recibí muchos galardones con mi segunda película Los rubios y por aquel entonces el espíritu punk me bullía aún fuerte por las venas. Así que tomaba esas estatuillas o diplomas y se los entregaba a mi abuela, que por primera vez se sentía reconfortada con mis acciones. No duraría mucho ese romance porque ya llegarían mis próximos desacatos a toda moral común. Pero eso es otro cuento que ahora mismo no viene al caso. El asunto es que el orgullo que ella sentía representaba el único alivio frente a esa suerte de traición que yo padecía cada vez que me premiaban.
Sentimiento de traición que me invadía porque no creía en las instituciones, ni en los sistemas de premios y castigos, ni en la moral burguesa que protege la propiedad privada, ni en la palabra libertad; porque había leído a Sartre de muy joven y sabía que eso no era más que una condena o un bluff de empleadores esclavizantes que solo invitan a generar deudas. O el gran macguffin del antropocapitalismo, la gran excusa del sesgado humanismo. Sigo creyendo en todo esto. No es nuevo, pero lo gestiono sobre mi emoción de otras formas, menos pasionales tal vez.
Pero años después de haber entregado todos esos reconocimientos a mi abuela, ella murió y esas estatuillas volvieron a mí y fueron depositadas displicentemente en una caja que dejé guardada en el último estante de un sótano. Luego con Géminis y La rabia, llegaron más de esos artefactos estrafalarios pero ya no fui a recibirlos porque había decidido ser madre. Así que acompañar a las películas a los festivales me parecía una zoncera cuando tenía al ser más bello del universo creciendo en mi morada. Haciendo pequeños avances en su existencia cada hora del día, cada día de la semana ¿Por qué me alejaría de semejante instante sagrado?
Entonces, me guardé en el barrio de Saavedra por años, a ver los destellos de belleza que esa nueva vida iba imprimiéndole al mundo; haciéndolo, por supuesto, cada día más bello y cada día más vivible. Mientras eso sucedía, la caja se iba llenando de laureles que ahora llegaban por correo, pero que a mí ya casi no me pesaban. Qué podía importarme lo que el espacio exterior festejaba si yo estaba en mi pequeño paraíso lejos de las obligaciones del capitaloceno y de las demandas cinematográficas. Pues nada, no me importaba nada más que verlo crecer, leer ¡y hasta cocinar! Casi un milagro porque es una actividad que luego detesté por años.
Pero la cápsula no podía sostenerse en el aire y había que dar paso a nuevo episodio y dejarse contagiar por la Historia (la de la h con mayúscula), como ya lo había hecho cada vez que había empuñado una cámara. Había que soltar al niño a la experiencia del aforo (para usar una palabra de la prehistoria del cinematógrafo). Eso me obligaba a velar por ese afuera y uno de los medios que tengo desde muy joven, y que sigo teniendo, para comunicar los acuerdos y los desacuerdos, es el cine.
Pero no solo para parlamentar como antagonista de los poderes hegemónicos, del sentido común que tanto daño hace, de las cómodas progresías que se sientan sobre sus logros sin ver que detrás crece el monstruo de los que están afuera, de los que nunca tuvieron techo ni la posibilidad de acceder a una cámara, de las que nunca fueron filmadas o si quiera nombradas -creando así una doble desaparición en su existencia: la real y la epistemológica-.
Antagonista de esa excusa inexcusable que es lo bienpensante, lo establecido, la carencia de reflexión, la convicción de que la verdad está en algún lugar rodeada de certezas o de racionalidades que solo distancian de toda posibilidad del arte, de la poesía y del lenguaje revolucionario. En el sentido de la potencia más preciada que tenemos los humanos: la de modificar el estado de las cosas a través de nuestras palabras, de nuestros gestos, de nuestros modos de generar lazos, de nuestras imágenes y de nuestros sonidos.
No solo antagonista de la pequeña burguesía que universaliza a los sujetos mirándose el ombligo, sino también para errar en los colores, en la satisfacción que provoca un campo de grillos en una banda sonora, en la ternura que trasmiten los cuerpos cuando se sienten a gusto y en la confianza en lo humano y lo no humano que puede transmitir el cine.
Así surgieron Cuatreros, Las hijas del fuego y la aún inédita ¡Caigan las rosas blancas!
Es decir, para acompañar a ese niño que crecía volví a hacer películas. Para poner en cuestión todo aquello que me resultaba inquietante para su existencia, la mía, la de los muertos -porque en su muerte también existen-, la de los afectos -único gps para toda esta travesía- y, citando al gran Buñuel: para la de los olvidados.
Todo este cuento es para decirles que este reconocimiento llega después de esa odisea de conmociones políticas, personales y sociales. En un momento dónde me da mucha alegría poder estar acá diciendo estás palabras molotov, debido a la particular circunstancia que estamos atravesando en la que nuestro arte está siendo severamente cuestionado por un gobierno -por lo menos grosero- que intenta poner a la sociedad en contra de personas que generamos puestos de trabajo, derramamos recursos sobre otras industrias y creamos patrimonio cultural. Pero que por sobre todas las cosas generamos capital simbólico, conciencia crítica y espacio para la reflexión.
Por todo esto y después de tantos años de negarme a decirlo, voy a decir orgullosamente gracias. Gracias, por orden de aparición: a mi madre y a mi padre por haberme dejado este legado de resistencia y creación. Gracias a mi abuela, claro, por su paciencia y su fe en la vida. Gracias al cine por haberme acogido en su lenguaje como una forma vital de la existencia y por haberme dado los afectos más entrañables (muchos desparramados en estas mesas).
Y finalmente, Gracias infinitas, a mi hijo, el joven Furio, porque es quien me motiva cada día a querer seguir creando imágenes y sonidos molotov, pero que a la vez inciten a la ternura y a la alegría colectiva.
¡Viva el cine! ¡Viva el cine argentino! ¡Viva el cine latinoamericano!
Gracias DAC por este reconocimiento y por este espacio.
Albertina Carri / Copyright 2024
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