LOCARNO 2024: COMO UN SUIZO

LOCARNO 2024: COMO UN SUIZO

por - Festivales
13 Ago, 2024 01:58 | comentarios
Es difícil saber qué significa ser suizo. Observando a los pobladores de Locarno no llega a ser del todo comprensible. ¿Viendo películas de esa nacionalidad? Quizás.

Ya me preguntaron varias veces acá si es mi primera vez en Suiza. Debe ser un buen punto de partida para conversar entre desconocidos, no culpo a nadie, pero no deja de sorprenderme cada vez, porque mi respuesta inmediata es por supuesto que sí, cómo no lo sería. 

Hay algo de esa pregunta que me descoloca, en parte por la distancia y la lejanía, (de todos los Critics Academy, tengo el récord de vuelo más largo), en parte por la experiencia de estar en esta ciudad, Locarno, por ciertas cosas que la hacen sentir como si se hubiera caído del mapa o como si no nunca hubiese formado parte de él. Aunque sobrecogedoramente bella, también parece, por momentos, surreal, artificiosa. Acá el tiempo parece que se hubiera detenido alrededor del lago, que las montañas generan una cápsula alrededor de la ciudad que solo existe dentro de esos límites naturales. El calor es sofocante, y pareciera que el lago está ahí por eso, para chapucear, no como cuerpo de agua natural que siempre estuvo ahí. La ciudad a su alrededor responde a él, pero se siente como si fuese a la inversa. Cuando corre viento uno se sorprende, más como si fuera un recuerdo de otro mundo que de este.   

Supongo que lo primero que a uno le da la sensación de tiempo detenido es el silencio. Más allá de los alrededores de la típica plaza céntrica europea y a pesar del multitudinario festival, las calles aledañas suelen estar vacías, sobre todo por la noche. Los colectivos son eléctricos, así que se deslizan, pasan y uno los ve, pero no los escucha, aumentando la sensación de que quizás sean un espejismo. Algunos edificios institucionales donde estuve se puede escuchar un pequeño timbre suave de tres toques que anuncia algo, cualquier cosa, que ahora se puede entrar o ahora se puede salir, o que algo va a comenzar. Cuando pasa una sirena de bomberos o de policía, se escucha en toda la ciudad y hace parecer a ese accidente un acontecimiento. La gente no espera pacientemente para cruzar, y los semáforos tienen un botón rojo que no hace ruido, pero apretarlo es extraño porque a veces es blando, y hay que empujarlo para adentro, o a veces es inalámbrico (creo), entonces es duro y uno solo debe solamente acercar la mano. No tienen el mismo enchufe que el resto de Europa, sino tres puntitos que hacen un triangulito. Por eso, cada vez que un no-suizo enchufa algo en algún lugar se delata, porque se arma una torre de adaptador sobre adaptador que ocupa mucho espacio, como un jenga que se mantiene en su lugar. Cuánto más grande es la torre, más horas tardó esa persona en llegar hasta acá. 

Hay casas, departamentos y luces encendidas, pero gestos hogareños, pocos. No hay ropa colgada ni lavanderías, tampoco lugares para arreglar los zapatos. Esta mañana, en el desayuno, donde entre otras cosas que hay para elegir hay unos huevos duros teñidos de naranja y rojo que aún no descifro la razón de ponerse tan pitucos, había conmoción y un ruido molesto. Tardé unos instantes en entender que el ruido provenía de un niño, un mitológico ser que había olvidado que existía también en esta ciudad caída del catre. Sí hay jóvenes y adolescentes, pero no niños, como este rubiecito que estaba aterrorizando el desayuno de más de un alemán, y el mío. Todos parecen estar de paso. Nadie parece un local.

Pensé que quizás encontraría más preguntas de la cultura suiza en sus películas. Y casualidad o no, en L’allegement (1983, Marcel Schüpbach) el tiempo también parece detenido. Aunque su estreno fue en el 83, decisiones como el blanco y negro, una voz en off siempre glamourosa en francés, el ambiente rural y algunos detalles de caracterización de los personajes como su ropa y sus gestos nos hacen preguntarnos cuál es su verdadero tiempo, y si acaso tiene alguno. Rose-Hélène es una joven que vive en la campiña, tiene sexo y una abuela (…) que se preocupa por ella: no deja de expresarle su terror de que se convierta en la bisabuela, su madre, de la que al parecer la nieta es la viva imagen. La presencia de esta antepasada que dio su vida por un hombre ronda sin rondar, se espectraliza en los espejos, está en las conversaciones y en los pensamientos de esta joven que también mantiene un diario como ella lo hacía, que también se debate (como muchas mujeres) la posibilidad de entregarse demasiado a los hombres, temor al que ahora se le agrega la pregunta de si es posible recibir también una herencia sentimental con respecto a ellos. Si existe tal cosa como la educación sentimental, ¿sería posible heredarla, aprenderla, adoptarla? Si la relación de las mujeres con los hombres es cultural y hay que desaprenderla, ¿es posible que esa micro cultura que es la familia sea el primer lugar para empezar? El desconocimiento se traslada al lenguaje de la película, cuyo tono es el de un gran sueño donde las preguntas no obtienen respuesta, y los intercambios son divergentes y rodean el punto. “Dentro mío arde un fuego que no conozco”, escribe Rose-Hélène en su diario. Unos planos atrás, un espejo antiguo le devuelve la imagen de la bisabuela a la que se debate entre enorgullecer o traicionar. Nuestro linaje nos persigue aunque no lo conozcamos del todo. 

L’allegement 

Con una fuerte influencia material y espiritual de aquellas cosas que los franceses se están preguntando hace como un siglo, los espejos tienen otra forma en la película además de la literal: otros ojos, un amante, un lago. Mientras se debate la imagen que da al mundo y la que se le devuelve a sí misma, hay destellos de desorbitante belleza mientras Rose-Hélène transita este camino de autopercepción. La llegada de un misterioso nuevo interés amoroso que viene a cuidar los caballos de su padre vuelve a conectar su deseo con los rasgos naturales del espacio en el que vive; mientras galopa, desea. El plano detalle es sobre las crines del caballo, y lo único que escuchamos es un galope rítmico que contrasta fuerte con la ópera que acompañó las imágenes. Cada galope suena como un latido del corazón, y entendemos que el deseo es más que el que se percibe. Cuando finalmente se acuesten juntos, la cama será una tabla de madera sobre el suelo, donde residen ellos dos mirando al cielo, sin tocarse, cubiertos por una frazada improvisada y por una bruma que los envuelve en la noche. Todo elegante, todo conmovedor, pero de la cultura suiza, nada.

Si hubiese algún tipo de relación entre L’allegement y la segunda película suiza que vi, The Sparrow in the Chimney (2024, Ramon Zürcher), sería quizás una preocupación por aquello que se transmite de generación en generación. Karen llevó a su familia disfuncional de tres hijos y un marido a vivir en la casa de la infancia donde creció, infelizmente, junto a su hermana. La visita de la hermana y su familia muy funcional genera un contraste entre los dos núcleos familiares, donde la de Karen no sale muy bien parada. Sus tres hijos, en diferentes niveles, la detestan, su marido la engaña y cada intercambio entre ellos duele como duele escuchar una conversación entre aquellos que en algún momento se amaron, hoy se desconocen, pero continúan teniendo que vivir bajo el mismo techo. Todo transcurre en esa casa que acarrea a mugre sentimental, y los personajes interactúan con sus espacios y sus cosas, forzando sus límites poco a poco. En un principio, pareciera que la dinámica será destruir y destruirse a sí mismos a la par de la casa, metiendo al gato en el lavarropas, metiendo la mano en la salsa que hierve, tensionando los vínculos familiares mediante una especial atmósfera de tensión sexual destructora de cualquier vínculo que ya haya sido establecido. 

The Sparrow in the Chimney

Hubiese sido una apuesta interesante de ver, si la película no tomara hacia su segunda mitad demasiados vicios del cine contemporáneo. En específico, tres que completan el bingo de una película demasiado muy del hoy: matar un animal, que algo se prenda fuego y que haya una rave. The Sparrow in the Chimney puede gritar bingo porque tiene todas. Sin olvidar los puntos extra que da una secuencia surrealista que mágicamente cambia el curso de los acontecimientos, entre el sueño y la vigilia, de Karen “resolviendo” su relación con la casa comprando un vestido, caminando y vivenciando violentas secuencias sin sentido alguno entre sus hijos y viajando al centro del problema (literalmente, al centro o núcleo de la casa, donde existe un oasis mitológico que observa somnolienta). Después de eso, ya no queda nada de lo que había intentado construir lentamente en aquel principio de miseria familiar instalada y sutil, tenue pero cruenta. Una pena.

Fui a probar suerte con mi tercera suiza, Repérages (1977, Michel Soutter), y digo suerte porque cuando llegué a las puertas del cine me informaron que los subtítulos eran en alemán, y que la película estaba en francés. Decidí desempolvar mi francés del secundario y meterme de todos modos, imaginando que habrá algo revelador y hasta relajante de ver una película sin poder leer los diálogos y entender solo fragmentos, en tratar de descifrar si todavía es posible confiar en la potencia narrativa de las imágenes. Pareciera que todavía no es así. Debería haberlo sabido.

Quizás buscando en los lugares equivocados, algo pensé mientras me divertía viendo la comedia brasileña Mulher de verdade (1955, Alberto Cavalcanti) con una audiencia mayoritariamente suiza. Costumbrista en el mejor de los sentidos, la película narra la historia de Amélia (Inezita Barroso, que debuta como actriz), una laboriosa enfermera que se enamora cuando tiene de paciente a Bamba (Colé Santana o simplemente Colé), un vago que quiere tocar la guitarra y no le pide mucho a la vida más que divertirse. Al principio parece que el conflicto y las risas vendrán de estos dos polos opuestos que se atraen, en la dificultad de hacer de Bamba un hombre serio, pero no: un nuevo camino se abre ante Amélia cuando uno de sus nuevos pacientes, un joven rico, en un confuso episodio la engaña para que se case con él también. Pre Doña Flora y sus dos maridos, Amelia tiene dos maridos, y no porque lo haya buscado, sino porque parece ser que su personaje tiene una sola condena: no poder decir que no. Así, se convierte en bígama y pasa mitad del día con uno siendo pobre y trabajadora, y la otra mitad con el otro siendo rica y trabajadora, inventando excusas de turnos en el hospital de 24 horas y otras muy ingeniosas formas de no ser descubierta. Sobre todo, es destacable la película en su compromiso formal porque Amelia no sea reconocida, dando lugar a planos acrobáticos para darle lugar a que corra, salte, se agache, desaparezca, tanto con uno como con otro. 

Jonah Who Will be 25 in the Year 2000

Me gusta tratar de discernir, cuando es una película en otro idioma, quién se ríe de qué. Quizás, quien maneja ese idioma se ríe de la pronunciación, de la manera de contar el chiste, del tono. El que no, es más difícil; quizás del chiste en sí, traducido por los subtítulos, de cómo suena ese lenguaje desconocido. Lo curioso es que la película tiene dos personajes más que secundarios, circunstanciales, dueños de una sola escena, que hablan en dos de los idiomas oficiales de Suiza: un francés y un italiano. El francés es un personaje muy particular y revelador, el cuñado de una dama de sociedad, un gay enclosetado que termina ofreciendo un show como drag queen bajo la mirada curiosa de los ricos. El italiano, un comerciante que, obviamente, grita y se queja. Del francés todo el mundo estuvo dispuesto a reírse, hasta con estereotipos más violentos y planos; del italiano, casi nadie, y creo que podía hasta sentirse en la sala de cine un aura como de ofensa. No sé en qué idioma hablaban los que se rieron de que los testigos del casamiento prefirieron no firmar porque no sabían escribir. Honestamente, pudo haber sido cualquiera. 

 Me pregunto si alguien podría decir algo de cómo somos los argentinos de agarrar al azar tres o cuatro películas argentinas de diferentes períodos y hacer una crónica al respecto. Me pregunto si me ofendería. A pesar de mi ingenuidad en la búsqueda, cuando llegó Jonah Who Will be 25 in the Year 2000 (1976, Alain Tanner) supe que algo había encontrado. La película es un viaje por la vida de ocho personas que se encuentran y desencuentran a través del comercio, el trabajo y el amor. Un maestro, un revolucionario, un desempleado, una cajera del supermercado, una religiosa, una bruja, una madre y un contador de anécdotas arman un país sin dificultades, y sólo el hecho de ir encontrándose hace que poco a poco Suiza se vuelva una palabra completa, un lugar anclado en la tierra, un espacio habitable donde quienes lo habitan sueñan, desean y se rebelan contra un status quo, que si bien pueden alinear de manera más general con el modelo capitalista, tiene sus propios problemas específicos como cualquier país en serio. Existe una relación material y única con las cosas, los alimentos y las compras, y sobre todo, con el dinero, y las maneras de conseguirlo, pero también con los límites de aquel propio territorio, que se asume como, en cierto punto, imaginario. Como por ejemplo el problema de la cajera de supermercado, que durante el día trabaja en Suiza pero debe irse a dormir a Francia, porque no tiene visa. Además de qué es un territorio, existe una pregunta sobre cómo construir sobre aquellas instituciones que parecen vetustas, cómo hacer encajar la vida nueva de los humanos con el deseo y el juego, sin chocar o chocando de lleno con la burocracia y otras trampas que nosotros mismos nos inventamos. Estoy hablando vagamente de esta película porque creo que poco se puede decir en el limitado espacio de estas crónicas, por no poder decir algo que la honre como se debe, siendo una película que, como las mejores obras de arte, de tan bien situada pertenece ya al mundo. La esperanzadora idea de futuro de continuar proyectando esta película se conecta, de alguna forma, con su objetivo y su final, con seguir confiando en que puede existir un mundo más allá de nosotros, aunque un país solo consista de ocho integrantes que se juntan a escabiar. Pero no quería dejar de mencionar que si alguna comunidad me dio respuestas fue la de la audiencia viendo la película, aún antes de que comience, por su capacidad de saberse un público activo. Muy cómodos en sus sillas, sobre el escenario se encontraban Frédéric Maire (presidente de la cinemateca suiza) y Alfonso Cuarón, que presentaron la película parsimoniosamente, dando vueltas alrededor de la misma casi llevando a cabo una entrevista a Cuarón. Lo maravilloso fue que después de veinte minutos de cháchara el público comenzó a aplaudir, todavía en el medio de una pregunta o una respuesta, impidiendo que hablen y terminando la charla. No importa la nacionalidad de quienes aplaudieron, pero puede haber un país en el gesto de querer, a toda costa, ver una película. 

Antes de que termine esta entrega de este ecléctico diario de viaje, mencioné como al pasar los intrigantes huevos duros coloridos. Como todo es delirantemente caro hasta para otros europeos, una de mis compañeras sugirió que podríamos llevarlos en la cartera como snack al cine, lo cual me hizo sentir bien porque, claro, yo ya lo había estado haciendo en secreto, para ser solamente la sudaca que se lleva los huevos del desayuno. Ayer, caminando de la sala de prensa al cine que está dentro del casino (historia para otra crónica), pensé en comérmelo ahí mismo. Imposible hacerlo dentro del cine, pensé, incómodo y ruidoso. Lo golpeé contra algo y comencé a pelarlo en la calle mientras caminaba, cuidando de que reposen en mi mano los pedacitos artificialmente colorinches de huevo. No había casi nadie caminando casi al mediodía como yo, un poco porque el sol es insoportable, otro poco porque no creo que tampoco haya personas cuando está nublado. Lo pelé entero y me detuve en un semáforo, donde me lo comí con una sola mano mientras la otra sostenía las cascaritas. Cuando terminé, busqué a mi alrededor un tacho de basura donde tirarlas, pero no encontré ninguno, así que seguí caminando todavía con la carga en mi mano. Las miré, de un lado naranjas y rojas, artificiales, sin rastros de gallina. En algún momento de mi caminata, como distraída y sin que parezca que estaba sosteniendo cascaritas, abrí la mano. Aún en movimiento, pude escuchar con toda claridad el sonido que hicieron los pedazos de huevo contra el suelo, como si se tratara de un puñado de vidrios, mientras me alejaba.

Lucía Requejo / Copyleft 2024