EL MAL NO EXISTE / AKU WA SONZAI SHINAI
CUESTIONES SIN PRECIOS
Al otro lado de la cordillera, un economista a contramano de todo sostenía que la economía debía servir a las personas y no las personas a la economía. Es un razonamiento comprensible, pero calificado de inmediato de ingenuo. Ese mismo hombre hacía una distinción entre desarrollo y crecimiento, dos términos que suenan equivalentes y no lo son necesariamente. Una comunidad puede desarrollar una economía y no necesariamente crecer sin límite. En el régimen discursivo rector desde el cual hoy se piensa, un modo de existencia de las finanzas aplicado a otros órdenes de la experiencia, los preceptos del economista chileno Manfred Max Neef resultan vetustos. La superstición en boga dice que el crecimiento económico no debe conocer ningún límite. En efecto, si un ecosistema pierde su equilibrio, si las personas en él también es una consecuencia menor. A quien así razona, toda revisión sobre su discernimiento económico le parece estéril. Así son las cosas, así es la realidad a secas. Las ideas del economista chileno se leían en un hermoso libro titulado La economía descalza.
Es probable que el ahora celebrado y oscarizado Ryûsuke Hamaguchi jamás haya leído La economía descalza, de Max Neef, pero su última película, El mal no existe, de la que es también autor del guion, glosa sorprendentemente lo que Max Neef enseñó por décadas hasta su muerte reciente. En efecto, los pocos moradores de un pueblo montañoso en Japón, cuyas vidas apacibles no conocen ningún sobresalto, viven sin saberlo como imaginó aquel economista: producen lo que necesitan, cuidan el equilibrio con lo que los rodea y ningún otro miembro de la comunidad queda desprotegido y en soledad. Lo que pone en riesgo ese equilibrio dinámico y a escala es la aparición de una empresa nacida de la viveza especulativa que quiere construir un emplazamiento turístico bajo los parámetros del “glamping”. El neologismo no es otra cosa que la aberrante conjunción del glamour y el camping, una monstruosidad conceptual por la que el lujo y lo primitivo no son antitéticos y pueden combinarse en un servicio al cliente.
Lo que no saben los empresarios es que la comunidad en cuestión no es una comunidad dócil. Así lo corroboran los dos empleados de la compañía al reunirse con los pobladores para explicar el proyecto en ciernes. Los moradores tienen palabras para cuestionar el emprendimiento, porque tiempo atrás llegaron a esa región y supieron reconocer una abundancia que no tiene precio. Con algunas preguntas y una intervención inapelable del anciano que es el representante de toda la aldea, el proyecto turístico luce ante los oídos de todos como es: el principio del fin de un modo de vida, pues la primera ramificación será la contaminación de las aguas y sus napas. En cuestión de tiempo, los representantes llegados de Tokio ya perciben que no tienen mucho para decir ante las objeciones. Bastan preguntas incisivas para que enmudezca el discurso del poder.
El mal no existe es una película atípica en la filmografía de ficción de Hamaguchi. Hasta ahora su dominio era el de la intimidad. Las relaciones amorosas y la impredecibilidad del deseo circunscribían dramáticamente sus películas. El otro tema común de sus largometrajes radicaba en el sentido de cualquier representación, de ahí su interés por el teatro y la relación siempre tensa con el cine. Desde su película de graduación, Pasión, hasta Drive my Car, como en su mejor película a la fecha, Happy Hour, Hamaguchi prescindía de tramas ajenas a la dinámica del deseo. El universo simbólico de sus personajes, siempre de clase media y con preferencias artísticas, gravitaba en los pliegues del alma. La novedad de El mal no existe estriba en añadir una dimensión social y política que sí se podía advertir en sus documentales de una década atrás, cuando el aún joven el cineasta sintió la exigencia de recoger los testimonios de los sobrevivientes del tsunami que azotó Japón en 2011. La escena de la discusión sobre el tratamiento cloacal en El mal no existe remite en su fluidez y dinámica a la trilogía de Tohoku. La ficción es acá deudora de un saber adquirido que no proviene de la planificación de un guion.
El punto de vista de El mal no existe reside en un leñador que vive con su pequeña hija Anna. Algo ha sucedido con la madre, pero nada se dice y una fotografía permite inducir una ausencia no exenta de pena. La relación del padre con la hija constituye un punto luminoso del relato. El leñador, por su parte, es fascinante por su economía verbal y por la ternura con que cuida a su hija e intenta transmitirle sus saberes. Los travellings para seguir las caminatas del padre y la hija por el bosque mientras la niña absorbe los nombres de los árboles son pasajes indelebles. No menos placenteros son los planos medios, distancia adecuada para apreciar la relación del cuerpo del leñador y el empleo de su hacha, como prolongación de su fisonomía. Que una película pueda transformar en un hecho estético el instante en el que un tronco se divide en dos tras el golpe firme y preciso del hachero implica un cineasta que no desestima un oficio y le otorga el valor de una acción aparentemente simple, del que se predica, además, la única broma en toda la película.
A ese punto de vista se le adhiere un refuerzo gratuito, un exceso que se presenta como enigma, un giro inesperado que se vuelve puro misterio en los últimos diez minutos. Cinematográficamente es hermoso, conceptualmente, ridículo. Todo se ciñe al encuentro de la niña con un ciervo en el bosque. Ese encuentro está anunciado oblicuamente en su prepotencia hermenéutica por varios disparos recurrentes que se escuchan cada tanto. El leñador dice algo sobre la conducta de ese animal que adquiere otro sentido cuando la película llega a su fin. Con esas coordenadas, se puede descifrar el epílogo, cuya pretensión trascendental ya es poco armónica con la evolución del relato y que tiene la desgracia de estar reforzada por las ubicuas cuerdas de Eiko Ishibashi, cuya composición ya cifra un añadido desde el inicio, cuando en la apertura sucesivos planos en contrapicado de los árboles de un bosque son presentados bajo el sonido de la solemnidad. El problema que asfixia, pero no aniquila a El mal no existe es la metafísica abstracta. La alegoría no es el mejor camino para filmar cuestiones trascendentales. El kitsch acecha, como pasa con los empresarios y gobernantes que descreen de la ecología y no logran dimensionar los efectos de un porvenir sin naturaleza.
El mal no existe / Aku wa sonzai shinai, Japón, 2023.
Dirigida por Ryûsuke Hamaguchi.
Escrita por Ryûsuke Hamaguchi & Eiko Ishibashi.
*Publicada por Revista Ñ en el mes de agosto de 2024.
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