ENTRELAZADO (EPISODIO 2): LA INICIATIVA DE AÑADIR SIGNIFICADO A LAS PELÍCULAS Y LA REALIZACIÓN
Hace probablemente 40 años, vi un cortometraje australiano dirigido por un reconocido actor de la época (que había cambiado de carrera al anotarse en una distinguida escuela de cine nacional). Esta película “tarjeta de presentación” (destinada a dar a conocer sus habilidades cinematográficas a una industria que, con un poco de suerte, lo contrataría) era un drama solemne de alienación interpersonal. Sólo la vi una vez, pero aún recuerdo vívidamente una larga toma.
Era una escena entre amantes distanciados. ¿Cómo sabemos que están distanciados? Por esto: primero, el director los posicionó (los fijó, estáticos) en dos zonas diferentes de la habitación, al frente y al fondo. A continuación, el director de fotografía utilizó una lente que deformaba la distancia espacial entre los actores (de modo que parecía un abismo inmenso e infranqueable). Y por último, el director también hizo que los actores miraran en direcciones opuestas, cosa que sus ojos nunca se encuentren: el actor en el frente, de hecho, miraba directo a la cámara, mientras que el actor de atrás estaba volteado de perfil, con la mirada fija en la pared vacía que tenía delante.
Sí, era un Antonioni de segunda, una especie de homenaje a La noche o El eclipse, probablemente. El director estaba al menos intentando expresar algo (un humor, una idea, una situación). Pero, ¿por qué la escena me pareció tan forzada, tan espantosa? Porque estaba sobredeterminada y, por tanto, en cierto sentido, era redundante. Me refiero a que las tres técnicas usadas (la disposición del espacio, la lente y el posicionamiento de los actores) reforzaban y reiteraban lo mismo (distancia emocional) en tres niveles diferentes, todo en simultáneo. Una idea que ya había quedado clara en los diálogos del guion y en la sinópsis de la trama. Por eso, estos tres “trucos” parecían extrañamente “arrojados encima” de la escena, impuestos de manera muy forzada, muy obvia.
Sabía que había algo mal aquí, y también sentía que no era necesariamente la culpa de este actor devenido-director ansioso por impresionar. Tenía una visceral corazonada de que el problema tenía más que ver con la escuela de cine a la que iba, y con el entrenamiento que se le había inculcado a los estudiantes. Pero, ¿cómo localizar con exactitud el problema?
Un día me cayó la ficha, muchos años después, cuando estaba viendo un DVD con audiocomentario. El comentarista no era un cineasta, sino un crítico. Una escena de la película daba paso a un plano extravagante: una imagen rígida, desde un ángulo bajo, de dos hombres acurrucados uno junto al otro en una mesa, con sus perfiles enfrentados y a los gritos. El comentador, muy impresionado por este momento, exclamó: “¡aquí, el ángulo de la cámara le añade significado a lo que está pasando!”
Añadir significado: ¡qué manera tan terriblemente mecánica de conceptualizar casualmente el estilo, la forma y la estética en el cine! Y lo que es peor, la suposición tácita que encierra: que la escena cinematográfica es, en primera instancia, algunas páginas de un guion que luego son encarnadas y traídas a la vida por los actores. El drama, los personajes, el tema ya están ahí, en el guion y en la performance actoral. Entonces, y sólo entonces, aparece la cámara para añadir una floritura o realzar un significado.
Saltemos ahora (más allá de las escuelas de cine y los audiocomentarios de DVD) a un tercer sitio de la cultura cinematográfica en la mayoría de los países del mundo: la enseñanza de la historia del cine, o el “film appreciation” como se le solía decir en inglés. How to Read a Film (Cómo leer una película), por citar el título de un libro pedagógico de James Monaco que en su día fue muy popular e influyente. Me refiero, en particular, al tipo de curso introductorio que intenta dotar a los estudiantes de las “herramientas básicas” para ver y analizar películas. ¿Cómo se imparten estos cursos?
Casi inevitablemente, proceden pieza por pieza, capa por capa. Hay una semana sobre fotografía e iluminación. Una semana sobre vestuario, peluquería y maquillaje. Una semana sobre sonido (música, principalmente). Una semana sobre puesta en escena. Una semana sobre montaje. Y uno ya se hace una idea, ¿pero adivinen qué? Cada una de estas capas tiene la función primordial de… ¡añadir significado!
Muchos libros pedagógicos diseñados para estos cursos están también organizados en este orden preciso. Nivel por nivel, se construye una noción difusa del “lenguaje cinematográfico”. Y, desde cierto ángulo, tiene todo el sentido del mundo: toda la complejidad del cine como forma estética no puede, por desgracia, inyectarse por completo en el cerebro del estudiante en el primer día. Todos tenemos que empezar en algún lugar modesto y manejable (y, con suerte, alcanzar un nivel más sintético y holístico de sofisticación y complejidad al final del camino).
Bueno, ese es el sueño, de todos modos. Pero, ¿por qué rara vez da frutos?
Todo este sistema de enseñanza y aprendizaje de cine (tanto como formación práctica, o como subgrupo de la historia del arte) es, básicamente, una pesadilla. Recuerda a la peor forma de reseña que existe desde el nacimiento de la crítica de cine, y que continúa hasta nuestros días: esa que asume que una película es, en esencia, su guión más los actores que lo interpretan, y que el resto de las cuestiones técnicas son una ornamentación superpuesta sobre este núcleo esencial.
Esta actitud conduce a clichés vacíos de sentido en las reseñas semanales del tipo “esta película es todo estilo y nada de sustancia”. Y lleva a escoger tal o cual floritura ostentosa (un montaje intercalado salvaje, una explosión de música, un baño de color) como momentos en los que el director añadió algún significado extra, o al menos consiguió subrayar el significado que ya estaba implícito en el material básico de la historia.
Hay tantas cosas erróneas en este enfoque que llevaría mucho tiempo desmenuzarlo por completo. Por eso, dejemos de lado la metodología y vayamos a una cuestión aún más primaria: ¿por qué estamos tan obsesionados con el significado? La moda de la semiótica, con su jerga de tener que “leer” o “decodificar” las películas, pasó a mejor vida hace décadas, pero (bajo otra etiqueta aparentemente inocente) aún gobierna la cultura cinematográfica mundial. Cada vez que oímos a alguien en los múltiples mundos del cine hablar seriamente de crear significado (un término que el difunto David Bordwell pretendía ironizar cuando lo utilizó como título de un libro), sabemos que seguimos atrapados en este paradigma.
Pero las películas son muchas cosas además de ser cintas transportadoras de significados analizables o temas: son experiencias materiales, sensaciones, gestos, formas, espectáculos, generadores de emoción. Son tan musicales y abstractas como dramáticas y concretas. El culto al significado no permite llegar ni a la mitad del camino de la apreciación de todo eso.
Ahora, volviendo al tema central de esta reflexión: ¿cómo debería enseñarse el cine, tanto a los aspirantes a cineastas como a los futuros críticos e historiadores? No con la torta hojaldrada de significados superpuestos, eso seguro. Tenemos que abordar el impacto del cine, en todos sus niveles simultáneos, desde dentro hacia fuera (no desde fuera hacia dentro). El cine rara vez se trata de un guion totalmente preconstituido con actores adosados, seguido de un estilo formal que es una ocurrencia tardía, un mero “condimento”. Tenemos que meternos dentro de la mente de los cineastas (de los buenos cineastas, en cualquier caso) para reconstituir el momento de la concepción.
Cuando leemos las “declaraciones de intenciones” de Chantal Akerman o Jacques Rivette (he coleccionado varias de ellas en mi reciente libro Filmmakers Thinking), podemos ver inmediatamente que su primera idea es ya una mezcla de estados de ánimo, estilo, historia y afecto. Cuando Godard hace una de sus declaraciones aparentemente frívolas sobre la estructura de una película (“será una película de 6 escenas de 10 minutos o de 10 escenas de 6 minutos”), ya tiene una forma sistemática en mente.
Y esto no es sólo característico del cine moderno: debe haber sido lo mismo para Ernst Lubitsch, F.W. Murnau o Kenji Mizoguchi. ¿Se imaginan pedirle educadamente a cualquiera de esos Viejos Maestros que “añadan algo de significado” con sus ángulos de cámara? La sola idea es ridícula. Todo lo que asociamos con el significado debe ser embrionario en esa primerísima concepción holística. Y eso incluye idealmente todo lo que sucederá en la evolución del guion y la dirección de actores.
¿Existe una alternativa a esta concepción semanal y hojaldrada del cine? Sueño con una forma más directa, más inmediatamente integrada, de percibir el complejo funcionamiento de una película. Si le aconsejáramos a los estudiantes, por ejemplo, que se concentren en el sistema variable del movimiento (el movimiento de la cámara, de los actores, y cómo el lugar y el entorno circundante se revela o se oculta alternativamente en los ritmos de esta interacción) superaríamos instantáneamente el sesgo de “primero el guion”. Nos adentraríamos mucho más rápido en la musicalidad de las películas (y en su verdadera poesía).
Es eso, o enfrentarnos sin cesar a la desagradable situación que enfrenté una vez dentro de la misma escuela de cine que formó al realizador del cortometraje con el que comencé este texto. Cuando le mostré a un grupo de estudiantes avanzados la cuidada y elaborada puesta en escena de Douglas Sirk y Luchino Visconti (moviendo múltiples actores en distintos niveles y zonas del decorado, creando así diagramas expresivos de acción e interacción), la clase me “corrigió” groseramente: “¡Ya nadie filma películas así! Nos acercamos, cámara en mano y damos vueltas en 360 grados alrededor de los actores… ¡Eso es real, eso es emoción cruda!”. Y también es, a menudo, una buena receta para hacer muy mal cine. O simplemente televisión mediocre.
© Adrian Martin, Junio 2024
*Versión al español de Tomás Guarnaccia
Adrián Martín / Copyright 2024
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