LOS TONOS MAYORES

LOS TONOS MAYORES

por - Críticas
23 Sep, 2024 02:09 | Sin comentarios
Una ópera prima sorprendente.

SIGNOS DE VIDA

Hay que celebrar la existencia de una película como Los tonos mayores. Son pocas en el rubro. Muy de vez en cuando, en ese universo exangüe y codificado hasta el hartazgo que conforman las películas sobre preadolescentes, resplandece una luminosidad tenue que alumbra la edad en la que la angustia está, pero se la niega, en la que se prefiere la evasión y el disimulo. Si bien la hermosa Ana carga con una angustia que le corroe el alma (¿acaso originada en su mamá, una pura ausencia?), a su edad presiente mudamente cuán sola se puede estar en el mundo. A esa edad también se siente lo que puede hacer el conocimiento sensible frente a esa desolación. El saber, el esmero por responder a la curiosidad, atenúa la soledad. La escena más elocuente sobre todo esto tiene lugar en el Planetario de Buenos Aires.

¿A qué se debe el festejo? La ópera prima de Ingrid Pokropek es un espécimen singularísimo: los personajes no representan ningún estereotipo, menos participan de la grosería y el cinismo cívicos casi ubicuos, ni se circunscribe a una tribu etaria. Que la protagonista tenga 14 años recién cumplidos no restringe el relato a un drama de adolescencia. El mundo adulto existe y en algunos pasajes existe algo más interesante: una fluida cordialidad entre personas de edades distantes que repara la mezquindad vincular en la que se suelen erigir las amistades y los intercambios significativos con otras personas. La introducción en el desenlace de un personaje adulto, el mozo de un bar de un club de pesca, es otra prueba de la sensibilidad exquisita de la película. Ni qué decir de lo que sucede en esa misma secuencia con dos desconocidos (o no) que se darán un abrazo. Parecen desvíos de la trama, pero no lo son. Cada personaje añade una cualidad humana, cada uno cimenta una constelación sensible en la que se puede apreciar un modelo de comunidad regida por la delicadeza y el cuidado.

En un momento importante, Ana deambula un poco por la ciudad y vuelve a sentir la vibración del metal que tiene en el interior de su antebrazo. La placa metálica capta vibraciones, y con su mejor amiga transforman ese peculiar fenómeno físico en notas musicales. El antebrazo es como una antena que sintoniza signos del mundo exterior. ¿De dónde provienen? ¿Pueden decir algo? El encuentro fortuito con tres cadetes del Regimiento de Infantería 1 Patricios introduce un nuevo sentido. Uno de los tres es un aficionado a los sistemas de comunicación a distancia, en particular al código morse. Debe ser una de las figuras militares más atípicas pero verosímiles del cine argentino reciente, y otro hallazgo en la galería de personajes. Su pasión por el código morse viene acompañada de anécdotas. Al joven lo deslumbran varios episodios históricos, de lo que se desprende su preferencia interpretativa por los signos emitidos bajo un código en el que se idean conspiraciones. Los signos tienen sus intérpretes, pero lo que significará para Ana no admite ninguna ambigüedad y se ciñe a dos cosas: un signo se lee en consonancia con una necesidad; un signo siempre resguarda algo propio e inalterable ante la voluntad del intérprete. El empeño de Ana por descifrar los sonidos que nacen de su interior desemboca lentamente en una relación entre sonidos, signos y lugares, que sirve para que Pokropek despliegue un tour por varias locaciones que son muy conocidas al paso, pero pocas veces observadas con detenimiento. Redescubrir espacios conocidos bajo una mirada de indagación es un placer secreto que prodiga la película.

Ana no solo tuvo una madre que no está pero existe como memoria y ausencia. Ana tiene un muy buen padre, y él sí está presente. Es un pintor sin prestigio, pero bueno en lo suyo. Ama incondicionalmente a su hija, un amor que no se dice, pero que se plasma en cada plano. Es una cotidianidad de contención mutua y compañía: ven películas juntos, cenan, viajan en tren. En efecto, Pablo Seijo y Sofía Clausen, padre e hija, componen sus personajes con los matices compartidos que surgen de la interrelación y no de los actos individuales. Los intérpretes tienen talento, pero en la interacción se potencian. Ellos protagonizan un abrazo inolvidable, casi cósmico, el que se resignifican las calcomanías de las estrellas que el padre acepta quitar de la pared del cuarto de su hija en la primera escena y asimismo el espectáculo en el planetario, cuando las amigas de Ana culminan besándose con dos chicos mientras ella contempla absorta el universo infinito. 

Todo está bien en Los tonos mayores. Los intérpretes, la música, las decisiones cromáticas, las locaciones, los créditos finales con las flores que adicionan un nuevo sentido a los signos del cuerpo de Ana. Pokropek saca provecho de cada plano, y nada está de más. Se da el gusto de escenificar una escena onírica, que es perfecta por su economía de signos. En ese pasaje encantado se enuncia todo el misterio de la película. A través de mucho ingenio y una gran idea de puesta en escena, glosa el corazón de la película en ese sueño, sin convertir ese fragmento de gloria afectiva, resuelto como escena onírica, en un develamiento total de la angustia de Ana. 

Los tonos mayores, como algunas películas del mismo calibre sensible (Una escuela en Cerro Hueso, Juana a los 12) son esas películas que suelen pasar desapercibidas debido a que no cuentan con el apoyo publicitario de un canal o una empresa poderosa que pueda seducir a la prensa. Son las películas a las que los cínicos, los ignorantes, los brutos y los perversos les suponen cinco personas en la semana de estreno y con eso creen justificado decretar la nulidad de su razón de ser. Si películas como la de Pokropek tuvieran una audiencia numerosa, la degradación en curso del tejido social y de la discusión pública y el denuesto compulsivo como forma de vida encontrarían una impugnación redactada con la gramática de la benevolencia. Películas así deberían existir siempre, porque son aquellas que, como le gustaba pensar a Stanley Cavell, nos hacen mejores.

Los tonos mayores, Argentina, 2023.

Escrita y dirigida por Ingrid Pokropek.

*Publicado en Revista Ñ en el mes de septiembre.

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