ME GUSTAN LOS ESTUDIANTES
Tanto el año pasado como este, antes de viajar me avisaron que en Valdivia llueve constantemente, y no fue así. Otra vez, apenas pongo un pie en la ciudad, me recibe un sol extrañamente veraniego, agresivo de tan cálido, que hace que me pese la campera gruesa que me traje, otra vez, avisada, y la lleve para todos lados colgada esperando que caiga un chaparrón. Si efectivamente la mayoría del tiempo es así la ciudad, pareciera que todos los octubres se estuviera burlando de quienes viajan para asistir al festival, que desperdiciarán el sol ocasional por encerrarse convencidos de que la luz del proyector calienta más. Siempre me pregunto eso de aquellos festivales que cargan con la dicotomía de hacerse entre paisajes hermosos, turísticos, y hasta alrededor de un cuerpo de agua, y a los que los espectadores dan la espalda voluntariamente para meterse adentro de un lugar que es, en definitiva, el mismo en todos lados, pero que también siempre es bien distinto del anterior, del de al lado y del que está lejos. El que va al cine se mete en un espacio familiar en busca de algo otro, apostando por una idea de hogar enrarecida.
No es por el sol ni por los colores que Valdivia es una ciudad viva. No todas las ciudades lo son. Llena de lugareños, el señor a mi lado saluda a una señora en la plaza y le comenta rápidamente quién murió. Sin importar su edad, la gente come helado, espera completos, aprovecha el sol cerrando los ojos en el semáforo. Todos son o fueron, en algún punto, rockeros u otakus, o ambas. Valdivia es entusiasmante en su posibilidad de solo estar ahí mirando, no por aquella pretensión errónea de que una ciudad es importante porque “pasen cosas”, sino por esas coincidencias observables solo en una ciudad donde se vive, y punto. Y además de la frescura del viento, cuenta con otro tipo de aire nuevo particular que solo tienen las ciudades universitarias, llenas, por supuesto, de jóvenes. Los jóvenes están por todos lados y llenan las salas de cine, donde son quizás el porcentaje más alto de público. Estudiantes inquietos, irrespetuosos, que aparecen en la primera función del lunes con sus valijas y sus mochilas, habiéndose bajado directo de los colectivos inter regionales para ver la primera película del día, aunque después molesten a todos yéndose a la mitad (que no sería tan molesto si no contaran engorrosamente con, de nuevo, las valijas), sacando fotos de la pantalla con su celular o hablando entre ellos. A pesar de las molestias momentáneas, hay algo de un público que está ahí a toda costa, que quizás ni siquiera sabe que es tan importante, y que tiene el derecho de dejar, o no dejar, que su vida cambie por el clásico “visionado colectivo de la obra”, como se denomina a la proyección en todas las presentaciones del FICValdivia. Parte de ser joven es, también, la posibilidad de ser irrespetuoso, de cometer errores, y de desaprovechar las oportunidades porque piensa que después de esa, probablemente haya otra.
Tan así que solo un joven como el que estaba atrás mío en la primera proyección del festival pudo preguntarle a su amigo algo como “y esta película, ¿es dramática?”. Tratándose de una doble proyección de Scénarios(2024) y Presentación del tráiler de la película Scénarios (2024), las últimas dos películas que Jean Luc Godard completó antes de morir, nadie puede decir que no tenía la intuición. A pesar del circo alrededor de lo “último-último” que suele suceder cuando uno de los grandes ya no tiene cómo comunicarse desde el otro lado, es difícil que este programa no se sienta como el final-final. A medio camino entre leer y ver, en Scénarios la historia se despliega literalmente sobre página tras página, en una suerte de sketchbook filmado cuyo principio es la yuxtaposición, el pastiche, el collage, sobre todo mezclando imágenes reales de atrocidades como guerras con la violencia estilizada del cine. Hasta ahí, todo bien, hasta que aparecen los autorretratos del que firma, y filma: es decir, sus propias películas. La más significativa puede que sea una escena de Bande à part (1964, Godard), un tiroteo donde uno tira, tira tira, y el otro continúa caminando hacia él, impasible a los tiros que parecen estar pegándole. Los recibe como nada, algo se inmuta, pero continúa caminando, indestructible. De pronto, un solo tiro del otro basta para dejar desplomado en el suelo a aquel que parecía tener el control. Basta un solo tiro, un solo embate, para que algún otro se desplome. Dependerá del embate, del error, de la traición. Pero quizás haya un solo tiro infalible para cualquiera, un error que uno no puede evitar cometer, que es el que lleva dentro el autorretrato con el que termina el cortometraje: envejecer. Un Godard de 90 años lee mientras balbucea alguna que otra incoherencia, sin camisa, con el pecho descubierto, listo para recibir el tiro final.
No hay mejor decisión de programación posible que pasar Presentación(…) después de ese final. Como si dijera que siempre puede haber más, que siempre hay una antesala de algo, que hay chances de volver para atrás y ver el proceso de las cosas. Un proceso en un único plano secuencia, donde el anciano rey del cine desnuda el mecanismo de algo construido entre la distancia que existe entre leer y ver, pero que también reafirma ese tiempo envolvente, sobregirado, que es el envejecimiento. La voz y las manos de Godard trabajan sobre el tiempo de la película, donde cada hoja es un plano y al pasar las páginas pasan los minutos. Aquí, el tiempo entre páginas existe, está dado por sus pausas al pasar o no las páginas. Las manos recorren los pequeños recortes con cierta dulzura y también con cierto desapego, como si estuvieran mirando con distancia. Con distancia pero también con paciencia sobre el tiempo propio, que se vuelve tedioso por estar en tiempo real. Aquel tiempo en vivo lento, dificultoso, de seguirle el tren de aquellos que jóvenes, indican, quieren resolver, corrigen, y a los que a veces es difícil seguir el paso. Por eso estará a punto de arruinar un plano del sketchbook, si no fuera por la palabra atenta de un joven que impide un error. Pero el cortometraje terminará cuando Godard pregunte, rompiendo el artificio, si quedó filmado esto que están haciendo, en cierto punto tomando el control de que todo pueda tratarse de una ficción, hasta un autorretrato lacerante.
La conversación en un bar giró en torno a los errores y los no errores después de Regrouping (1976), la primera película de Lizzie Borden, que a pesar de tomarse a sí misma como un fracaso, intenta a pesar de los embates salir a flote. La película se pasó muy pocas veces y permaneció, dicen, guardada en el closet de la directora para que nadie se ofenda (de nuevo). Borden comenzó a imaginar una película de y con un grupo de mujeres, lo que sea que eso signifique, para explorar la dinámica entre ellas. Después de filmarlas un tiempo, les muestra a aquellas mujeres un primer corte que ellas rechazan, negándose a participar de cualquier tipo de armado de la película. Pero la película continúa de todos modos, con otro grupo de mujeres, con las anteriores, con partes de sus filmaciones y partes de aquellas imágenes entrelazadas entre sí, sucediéndose unas a otras sin ton ni son. Al mismo tiempo, las voces de una mujer tras otra reflexionando sobre sí mismas, sobre si participar o no en la película, pero también sobre sus desafíos, sueños, pensamientos, filosofías en torno a ser o no una mujer, ser o no feminista. Las discusiones y conversaciones invaden las imágenes, tanto que hasta hicieron que olvide muchas de ellas. La palabra superpuesta entre unas y otras, la imposibilidad de establecer caras fijas, identidades, va generando un pastiche que marea, que aleja, que se torna inasible y sólo puede tender al tedio. Ecléctica, difícil, la película torna imposible saber quién es quién, qué imagen es cuál, el por qué de todo eso, mientras se niega a sí misma pero se afirma continuando, indecisa.
En algún punto, las propias mujeres de ese grupo original desconfían de su propia posibilidad no solamente de ser una película, sino de ser un grupo que interese, de que sea posible el famoso “hacer algo” (un problema anclado en los setentas), bajándole el precio a sus propias conversaciones, que rodean dilemas como ser una mujer artista, el lesbianismo como práctica política y emocional, y el poder de los hombres sobre una misma. Los grupos se desintegran, se pelean, se dejan de estimular, y todo queda en la nada. Ellas mismas se refieren a discusiones sobre ser lesbiana o no como “chisme”, víctimas en parte de su propia opresión. Si bien película es demasiado larga, demasiado consciente, demasiado poco inventiva, en definitiva, demasiado, me sorprendió la vehemencia con la que, a la salida de la proyección, se argumentaba en contra de la película como una experiencia insoportable. Sin impugnar a nadie ni pelearse contra la pared, sintetizo brevemente (porque tampoco vale la pena perderse entre las palabras) dos sintagmas, no porque hayan sido dichos (o sí literalmente: “toquen el pasto” y “cállense de una vez”. La primera, con el ahínco de marcar aquella dicotomía que existe entre engolosinarse con la palabra impidiendo el paso a la acción. Que claro, es un hecho, y de hecho lo fue: no es la primera vez que vemos una película-fracaso sobre el romance de la izquierda con el debate, con la conversación eterna, sobre la imposibilidad del hacer, y sobre perder la batalla. Pero quizás, no sea la primera vez que el habla “de mujer” no recibe la misma credibilidad que el habla de los hombres, y pierde valor frente a lo serio, los problemas honestos, y las cosas tangibles y de verdad, como el estado, la geopolítica, dios. No estuve en todas las proyecciones del mundo, pero me atrevo a asumir de buena gana que aquellas películas de ex grupos militantes setentistas post revoluciones fallidas no generan reacciones tan vehementes. Calculo que Borden sabía muy bien que no existe nada tan insoportable, hasta para una misma, como el cotorreo, la cháchara, la chusma. Por eso, las mujeres todavía no dejaron de hablar cuando finalmente empiezan a correr los créditos. La última frase que se pronuncia en la película, sin dudarlo, es “yo no estoy de acuerdo”. Las mujeres siguen discutiendo sobre sí mismas sin cesar, aun cuando ya no queremos escucharlas.
Con esas voces de aquellas mujeres y la reacción del tedio frente a la conversación, me encuentro con una película en el festival que me recuerda que un debate inolvidable es un debate comprometido, personal, apasionado, donde el lugar de habla se construye convincentemente de ver brillar en los ojos la relación de alguien con una idea, aunque esté equivocado. Algo de eso hay en Dahomey (2024, Mati Diop), el último documental de la directora franco-senegalesa que retrata la restitución de 26 tesoros reales del Reino de Dahomey, hoy la república de Benin, saqueados por las tropas colonialistas francesas en 1892. Vemos representaciones de formas humanas, como el rey Glélé y el rey Behanzin, que se nos presentan en su estatuto de objeto, siendo manipuladas por científicos y profesores con extremo cuidado. Pero la cámara de Diop da un salto cuando es colocada y encerrada dentro de la caja, viajando codo a codo con los tótems. Si bien 26, las estatuillas se cargan de simbología cuando son agrupadas como un todo vivo por la película al otorgarles una presencia individual, una voz metálica de ultratumba, ancestral, que oscurecerá la pantalla y tomará la primera persona, haciéndose preguntas sobre su propio estatuto a través del tiempo, sobre ese viaje, sobre el hogar. ¿Se me reconocerá como parte de la historia? ¿Será ese lugar donde me imaginaron, donde existí, mi casa?
Los estudiantes de la Universidad Abomey-Calavi no tienen las respuestas, pero responden, mientras las obras son instaladas en su nueva casa museo, con más preguntas. El calor de la contemporaneidad se siente en una escena de una asamblea, donde cada estudiante es obsequiado con un lugar de habla, un plano suyo propio para que nos convenza de porqué significa o no significa el traslado, la acogida de esas obras por el país al que pertenecen, si creen en ellas, si forman parte de su historia. A pesar de que son, definitivamente, una multitud, en el sentido de que juntos constituyen un conjunto que vale más que su propia individualidad, el yo se lo construyen solos, vehementemente defendiendo su postura frente a un profundo y ambivalente respeto e irrespeto por sus otros compañeros, mientras la cámara penetra en ellos e intenta capturar el calor de aquello que es presente, del hervidero de ideas que es una universidad. La escena no solo dedica respeto a esos estudiantes indicándoles su propio espacio privado dentro de la misma asamblea: el sonido de sus voces se traslada a escenas donde otros estudiantes están en otros campus, o en el mismo, sentados, o estudiando, con auriculares, escuchando la asamblea y generando otras opiniones entre ellos. Aquella conversación no impedirá el traslado de las obras ni resolverá siglos de colonialismo, pero permitirá que otros continúen teniendo una conversación.
Y quienes no hablan, miran. En su condición de obra, los tesoros del reino de Dahomey son exhibidos, expuestos a la mirada ajena como en cualquier museo. Pero una mirada que está buscando respuestas sobre sí mismo en aquello que habla, que late, que vive. Cuando la cámara logra captar el encuentro entre uno y lo otro, sobrarán las palabras para entender que dentro de cada uno de los habitantes de Benin hay un debate cuando se pose la mirada sobre alguna de las 26 obras restituidas. No solamente en quienes asisten al museo en caravana, hombres, mujeres, ancianos y niños que observan con detenimiento, pero también sonríen, bailan, imitan, se ensombrecen, y consiguen que su rostro se convierta en dos, ya que se reflejan en el vidrio que contiene pequeños pedazos, arrancados, devueltos, incompletos, de su historia. Quien tiene la oportunidad de mirar sin el vidrio de por medio, expuesto ante la fuerza del símbolo entero, es un trabajador del museo, que se acerca a una de las estatuas con respeto y temor. El plano sólo logra captar uno de sus ojos, que muy cerca de la representación del rey Behanzin se mueve sin cesar, mientras le recorre todo el cuerpo, cada parte, cada detalle, con la velocidad de la interrogación. Pareciera como si ese ojo tuviera que aprovechar cada minuto del momento a solas con la estatua, y como si al mismo tiempo estuviera traduciendo un interior que no puede quedarse quieto. Pero lo que sale directamente de las entrañas de ese cuerpo conflictuado es suave, casi imperceptible en un primer momento: un leve movimiento de labios que poco a poco se convierte en un tarareo, en un canto, en un dictado, en un rezo, pero uno que permanecerá sólo entre él y la búsqueda de una identidad. A través de una mirada puede viajar una voz.
Del otro lado de la cordillera, batimos el récord histórico de tomas de universidades: en casi 50 casas de estudio de Argentina duermen los estudiantes en los pasillos de la universidad, cocinan, organizan clases públicas, y charlan. Reaccionan ante el rechazo del veto de la Ley de financiamiento universitario diciendo presente en los pasillos que los educan, para que los sigan educando en el arduo proceso de continuar construyéndose un lugar de enunciación, que les permita expresarse con precisión, pasión y firmeza. Y, por qué no, saber también cuando es el momento de ser tan vivo como para sentarse, callar y mirar. Como los asientos de la sala Paraninfo, que tienen, casi imperceptible, un pupitre escondido en uno de los apoyabrazos de las butacas. Tengo la impresión de que no lo tienen todos, o que hay que ir buscándolos por la sala. Quizás se le revelen a uno, como se les revela a los estudiantes lo bueno que fue haberlo sido cuando ya dejaron de tener ese estatuto. O se le revele solo a aquellos que quieran convertirse en estudiantes, solo por un rato. O que sean como Cecilia Bartolomé, que deseaba tanto ser estudiante de cine que hizo un corto tan traductor de la contemporaneidad como Carmen de Carabanchel (1965), que hizo que le impidan pasar de año. Y no contenta con eso, realizó en su último año Margarita y el lobo (1969), para que la echen definitivamente y la prohíban del cine hasta la muerte de Franco. Pero esa es una historia para otra crónica.
Después de tres días de sol, llueve. Se me está acabando la batería del reloj pulsera. Literal y figurativamente.
Lucía Requejo / Copyleft 2024
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