TRES DÍAS CON EDGARDO
En Sara, un libro de circulación limitada dedicado a su madre, el contrapunto de la película Carta a un padre (2013), Edgardo Cozarinsky elige dos citas que se pueden leer en la penúltima página seguida por una foto de él mismo de niño tipeando en una máquina de escribir. Una de es de Joseph Conrad, la otra de W.G. Sebald. La primera reza: «los muertos solo pueden vivir con la intensidad y calidad de vida que les prestan los vivos». La segunda, la de Sebald, dice así: «con qué ansia insaciable rondan los muertos a quienes todavía no lo están». Hay en estas dos citas una justificación poética de este ciclo en memoria de un grande.
El escritor y cineasta argentino murió el 3 de junio del año en curso. Fue un hombre de pensamiento y de viajes, un lúcido observador que dejó la huella de su modernidad en los textos y planos que firmó y filmó a lo largo de los últimos 60 años. No le faltó reconocimiento, y cosechó elogios, más allá de que su preocupación por el prestigio fue inexistente. Si Susan Sontag le dedicó un envidiable encomio o cineastas consagrados como Jacques Rivette y tantos otros prestaron atención a su obra fue por la singularidad de su trabajo. Los grandes maestros son escasos. Por eso es pertinente recordar a Cozarinsky. Como mínimo, revisando sus películas, analizándolas y discutiéndolas.
La filmografía es secretamente numerosa y poco vista en su totalidad. Si existieran recursos estatales, si hubiera una cinemateca nacional, podríamos acceder a la obra completa de un cineasta como Cozarinsky. En esa utopía, en distintas salas del país se organizarían retrospectivas de este cineasta con mayúscula. Lo más parecido a ese imposible es nuestra sala Hugo del Carril. Y es gracias a la persona que quedó encargado de las películas del cineasta, Aníbal Garisto, que el Cineclub Municipal ha programado un ciclo con cuatro películas fundamentales: algunas se han visto en la ciudad, otras apenas se conocen. Las cuatro elegidas alcanzan para entrever el alcance del cine de Cozarinsky, sus múltiples poéticas y su absoluto ejercicio de la libertad.
Cuatro películas
Puntos suspensivos o Esperando a los bárbaros (1971) glosa toda una época del cine vanguardista de fines de los 60 y principios de los 70: el relato avanza como si fuera una figura cubista, jamás linealmente, suficiente para seguir al protagonista y observar los descubrimientos que tienen lugar en la conciencia de un cura de ultraderecha que es arrebatado por el espíritu insumiso de su tiempo. Como en Invasión y tantas de esos años, la agitación ideológica de la época se inmiscuye en cada fotograma. Este prodigio nunca convenció al propio Cozarinsky, pero es imposible desconocer en su ópera prima la rebeldía estética de cineastas que, como Dušan Makavejev o Jerzy Skolimowski, por citar a dos contemporáneos de aquel entonces, sintieron que el cine podía emanciparse del modelo narrativo clásico.
La guerra de un solo hombre (1982), la película magna de Cozarinsky, problematiza el concepto de autoría en el cine al mismo tiempo que lo confirma paradójicamente. Ningún plano fue filmado por Cozarinsky; tampoco el texto (los diarios de Ernst Jünger), que interviene sobre las imágenes de la ocupación nazi en París. Es una película de montaje, que puede tener alguna relación con películas de ensayo de fines de los 50 y 60, pero que remite al universo de signos de Cozarinsky y a su inteligencia sensible de asociación en el trabajo de materiales heterogéneos. Es un tratado (misteriosamente actual) sobre el fascismo y la felicidad de sus acólitos. (El genio del autor puede verificarse en las elecciones musicales y en el plano final que elige para señalar la banalidad de una concepción de mundo, como señaló Sergio Wolf en una exhibición reciente en la ciudad de Buenos Aires).
Carta a un padre (2013) se explica por su título, pero no completamente. Cozarinsky puede dedicarle todos los planos a su padre, pero al hacerlo extiende la biografía familiar a las marcas del tiempo que delimitaron su propia experiencia del mundo. La Europa y la Argentina del siglo XX vibran en la memoria del cineasta, cuya forma de asociación de ideas (que define tanto su literatura como su cine) permite establecer cruces inéditos y revelar, entre cosas, eventos vergonzosos, como la celebración nazi que tuvo lugar en marzo de 1938 en el Luna Park.
Injustamente, Dueto (2023) no se había estrenado en la provincia de Córdoba, sí en Buenos Aires. En esta ocasión, se trata de una película codirigida por el actor Rafael Ferro, y no es otra cosa que el retrato de una amistad de dos hombres, lejos en edad, cercanos en intereses, cuyo lirismo y libertad alcanza su apoteosis en los últimos 10 minutos, cuando Cozarinsky imagina lúdicamente su propia desaparición y suenan las cuerdas de Ulises Conti de un tema hermoso que no podría faltar en esa secuencia. Es un pasaje indeleble, porque fue así cómo se despidió Edgardo Cozarinsky.
*Publicado en el diario La Voz del Interior en el mes de noviembre.
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