CONTRACAMPO: LAS CRÓNICAS DE MARCELA: ANGUSTIA, PRECARIEDAD Y SINFONÍA
Hoy es domingo 25 de noviembre. Me despierto y miro por la ventana, la humedad forma una capa espesa sobre el borde de los vidrios. Un rayo de sol esquivo y unas nubes grises van y vienen, las contemplo con pasividad. Tengo un fuerte dolor de espalda (tal vez como el de María Alché en la película de Torres Leiva). Me ducho despacio, el chorro de la ducha del departamento es fuerte y me ubico para que me dé en la espalda, en la zona inexacta del dolor. Unos mates primero y un cortado después forman parte de mi rutina antes de salir de casa. Pequeñas rutinas cotidianas. Prefiero no pensar en mis cosas, necesito dejarlas de lado un rato. Sosegarme, como pueda, a los tirones, a pura orden del cerebro. Me cambio y salgo, tranquila; la charla a la que quiero asistir me queda a una cuadra y media de donde estoy parando. Sé que llego con tiempo y, como el espacio de charlas de “Contracampo” es una librería – la hermosa librería “El gran pez”- me puedo relajar aún más mirando libros, palpándolos, pispeando las contratapas, las caras de los autores. Me detengo en eso, alejo todo aquello que viene a la memoria. Le ordeno que por un par de días me deje en paz.
En Contracampo, todos los días tiene lugar una charla; es un debate, una conversación entre quienes son parte de la comunidad cinematográfica. Los referentes del sector discuten entre sí, pero el público se lo nota ávido por saber. La de hoy llevaba por título “¿Qué festivales necesitamos?” Los participantes eran mayoritariamente directores de pequeños festivales como Asterisco (Diego Trerotola) , el FestiFreak de la ciudad de La Plata (Joaquín Almeida), el Bitbang, festival de cine de animación (Bárbara Cerro); un director de cine (Goyo Anchou), una gestora cultural (Oriana Castro) y un crítico de cine (Juan Francisco Gacitúa), estos últimos ambos marplatenses, se sumaban al encuentro. Comienza Anchou, y la charla ya tiene un fervor evidente. Anchou recuerda su trabajo dentro del Festival de Mar del Plata durante unos cuantos años, la libertad con que lo hacía, el placer de ver a un público genuino que esperaba ese festival con ansiedad. Afirma que el Festival le dio acceso a películas que no estaban en otros lugares. Insiste sobre algo que siempre le llamó la atención. Pide que los directores y productores vean también las películas de otros para debatirlas, reflexionar juntos, dinámica que siempre activa el pensamiento al constatar qué hacen los colegas. Así se abre la charla, que fue picante y a la vez estimulante. La gestora cultural hablo de la territorialidad del festival, del modo en que el festival nunca pudo (y menos ahora) apropiarse de la ciudad y darle una identidad marplatense. Reclamos lícitos, genuinos. Dice la moderadora que los actuales directores fueron invitados y a último momento declinaron la invitación por cuestiones de seguridad. Hubiera sido una gran charla, una gran posibilidad de establecer un diálogo, pero sabemos que el poder actual no dialoga, monologa con improperios y con frases descorazonadoras. Salgo de la charla con más interrogantes que afirmaciones, con más preocupación que optimismo; es casi imposible ver otro futuro; el destino se cifra en sumisión y dependencia. Camino unas cuadras de más, porque a mí también me gusta deambular, sobre todo en ciudades que no me habitan. Vuelvo al departamento a escribir.
La primera película del día fue El niño oscuro de Martín Farina y Mercedes Arias. Dos realizadores que admiro por la constancia, la inteligencia a la hora de filmar y por la manera honesta en la que encaran los materiales a trabajar. Las películas de Farina son siempre amorosas con aquello que retrata. El niño oscuro, sin embargo, me desconcierta. Hay algo más en esta película que no estaba en las anteriores: el trabajo de archivo que emplea, las discusiones entre los directores y el protagonista acerca qué mostrar resultan cautivantes. Arman una película entre los tres, siempre compleja, que no se deja asir por ningún lado. Lo escurridizo la define.
Nicolás Barsoff, un actor argentino de descendencia austríaca y rusa, encuentra una caja con rollos de películas que su padre estaba por desechar. A partir de este material, el objetivo no es solo la reconstrucción de una historia de familia (con un pasado tenebroso) sino también encontrar la manera en la que Nicolás pueda purgarse de un pasado signado por la oscuridad que lo lastima. El niño oscuro es un relato de dos reconstrucciones; la de una familia y la de un trabajo, el trabajo del cineasta. En efecto, Farina habla con Arias por celular mientras trabaja codo a codo sentado frente a la computadora con su amigo y protagonista Nicolás. Miran archivos, fotos, documentos sensibles; se discute, se piensa sobre qué mostrar y qué no. La meditación de todo cineasta se juega en esa dicotomía.
La segunda película es la de Martín Rejtman. La sala está llena; los fans del director existen y se hacen presentes. Cada vez que pienso en Rejtman me acuerdo de Rosario Bléfari, de mi amistad con ella, de nuestra adolescencia juntas y eso me devuelve cierto placer y un fuerte sentimiento de cercanía. Pero la película no tiene nada que ver con aquellas que la tenía de protagonista.
El repartidor está en camino tiene una buena hora inicial donde se plantea el problema de la precariedad de la labor enunciada en el título. Durante una asamblea los repartidores reclaman a las empresas por la muerte de algunos repartidores Al comienzo, se dan a conocer cifras y circunstancias: “En las últimas dos décadas, más del 20% de la población de Venezuela emigró a otros países. Durante ese periodo llegaron a la Argentina alrededor de 220.000 venezolanos”. La convivencia entre trabajadores venezolanos y argentinos es estrecha, no hay diferencia entre ellos. Vamos reconociendo con el deambular de los repartidores varios lugares emblemáticos de la ciudad como las puertas del Abasto. Esperan que los llamen, siempre esperan, y en el momento del rodaje, con barbijo puesto y alcohol en gel disponible. Cumplen su trabajo, entregan los repartos metódicamente.
A mitad de la película la escena cambia. Todo sucede en Venezuela, donde se repiten no sólo los avatares de los repartidores sino otras asambleas, en este caso, de índole universitaria, que bien podría asemejarse a la de los repartidores del inicio. Sobre el final, volvemos a Buenos Aires –repitiendo un poco la estructura de Copacabana– y volvemos a ver que nada ha cambiado.
La última película de Rejtman tiene un ostensible tinte social, quizás áspera de ver mientras se aplica el método rejtmaniano, que consiste en extender y trabajar sobre la deriva y la espera. Filmada en plena pandemia del Covid 19, el espacio público pareciera existir especialmente para la película. Una imagen se impone: el trabajo lábil de los repartidores estalla en una ciudad vacía, son casi los únicos que van y vienen, con sus bicis, con sus motos. Recorren, buscan, esperan. Van y vienen. Paran en una esquina a tomarse un descanso y luego retoman la labor. Los planos secuencia parecen convertirse en el movimiento de mochilas rojas y verdes, como si fuera un partido de futbol imaginario. Coreografía laboral imperfecta que no es más que el resultado de un capitalismo que ya no puede siquiera describirse como salvaje.
Las dos últimas películas del domingo están pensadas como un díptico por los organizadores y no es inexacta la decisión. Las dos hablan de ciudades que les pertenecen, con sus modos, su idiosincrasia y los modos disímiles de habitar los espacios.
En Las formas de la invención, Maia Navas retrata escenas cotidianas, diarias, entrañables de un barrio periférico de Corrientes. Navas filma su contexto; se nota que conoce la ciudad, porque la retrata de manera muy cercana, porque filma desde una memoria del habitar. Los planos se apropian de lo que encuadra porque tienen como correlato una experiencia de vida.
Una simpática conversación por chat sobre un cumpleaños sorpresa estructura el relato de la película de Navas, donde lo más importante pasa en otro lado. El montaje y la construcción narrativa organizada por escenas cotidianas es suficiente para que el clima de época sobrevuele y se plasme: la precariedad laboral, el abandono del Estado, la respuesta solidaria de los vecinos. A veces, Navas filma con un celular desde un auto y alcanza para componer planos secuencia en el que reúne hombres, mujeres, pibes y pibas, algún que otro perro y música, mucha música, siempre presente, con la que se puede apreciar la vida de una sociedad. Pienso en ese modo de vida, en esa manera de habitar los espacios y también confirmo que los ciudadanos de Navas no dejan de ser solidarios entre ellos. Como si la forma de los humildes se cifrara en oponer resistencia al ahogo constante apostando por una modalidad de la alegría, a partir del goce referido a lo pequeño. La fórmula consiste en concentrarse en aquellas cosas que nos causan (y les causa) un disfrute genuino. Las formas de la invención es un documental con una potencia vital reconocible; ver retratados a los vecinos con respeto y benevolencia, sin escamotear a la ideología que representan y teniendo en cuenta sus opiniones significativas opiniones tiene algo de reparador. La vitalidad es contagiosa.
Vida céntrica, dirigida a dos manos por Dubner y Moreno, es un documental “armónico” en todo sentido: está concebido como una sinfonía de la ciudad. La tradición de Walther Ruttmann no es acá una referencia, sino un punto de partida retomado para establecer un lazo entre una antigua concepción del cine que prescindía del argumento y apostaba por una expresión formal pura.
Por eso en Vida Céntrica la música y los sonidos de la ciudad son los que verdaderamente le imprimen una hermosa polifonía de sentidos. Caminar la ciudad con cámara en mano permite reunir variadas imágenes tomadas en un registro errante del centro porteño: el goteo lento del agua en una planta en la esquina de Callao y Santa Fe mientras una chica espera en el centro bancario, a medida que anochece alcanza para justificar la película. También puede ser seguir lo que sucede en a puerta de entrada del Teatro Colón: un abrazo y una espera son los protagonistas. En el Bar Petit Colón, filmado desde afuera, un señor aguarda que le traigan la cuenta; la descripción es insuficiente, porque frente a cámara todo cambia. Hay un pasaje con un cameo de Rafael Fillipelli, homenaje sentido de un hombre que fue un cineasta porteño con mayúscula.
Dubner y Moreno no sólo captan la música de la ciudad, sino las emociones de quienes son sus habitantes. Por ejemplo, filman la espera. Aquellos a que esperamos y a la vez nosotros, como quienes somos esperados por algunos. La espera en la ciudad marca el ritmo vital de los empleados, la apertura de los negocios que esperan ser abiertos. En la ciudad hay reencuentros y abrazos. Captar la espera como fenómeno distintivo es uno de los grandes logros del documental, una bella pieza cinematográfica y musical.
Marcela Gamberini / Copyleft 2024
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