POPULAR TRADICIÓN DE ESTE TIERRA (03)
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Domingo cuatro y media de la tarde. Se empieza a nublar. Signos que pronostican lluvia, tormenta, granizo; tal vez el apocalipsis, por fin llegue. Me cambio de zapatillas, me pongo unas de cuero medio gastadas que uso cuando llueve. Llevo paraguas en la cartera. Quiero llegar antes porque me gusta tomar café en el barcito del Malba. Me gusta el olor de la tienda del museo que me invade ni bien paso la vidriosa puerta.
Hace bastante que no vengo, pero uno siempre vuelve, siempre está llegando, como solía decir Aníbal Troilo. Tal vez como siempre vuelvo y llego al tango, porque me recuerda mis años mozos. Vuelvo como vuelve Mariano Llinás a las rutas, a los viajes en auto, a Ignacio Corsini. Vuelvo al tango porque el murmullo de la voz de Floreal Ruiz me recuerda a mi viejo y al tocadiscos que giraba y giraba y a la púa que se trababa a cada vuelta del destino, como le sucede al Comando Corsini cuando escuchan vinilos. Vuelvo a escribir también, porque es un deseo que se me confirma cada vez que veo una película que me conmueve, que me con-mueve a escribir, a reflexionar, que me emociona. Sí, claro, uno siempre está volviendo, llegando a su deseo para palparlo, a sus frustraciones para solaparlas, a sus angustias para actualizarlas. Mi estado está en permanente conmoción, el Estado también, por lo menos estoy en armonía con el contexto.
Uno de mis deseos más fuertes, que persiste y persiste, es el de manejar en una ruta sola, sin un destino demasiado claro, solo con la compañía de mi perrita al lado. Quizá por eso me gustan tanto las películas que encaran las calles, las rutas, los márgenes de esos pueblitos pequeños, donde el andar del auto marca el ritmo de la película.
En el caso de Popular tradición de esta tierra, ya el comienzo me entusiasma. Un auto un poco gastado, con el vidrio roto, un Gauchito Gil que espero y no aparece y me sorprende su ausencia, una cintita roja cuelga del espejo que se mueve al compás del diálogo que mantienen los habitantes de ese auto, de ese viaje, de esa película. Son tres las voces, son dos las cabecitas que aparecen. Esa polifonía hermosa entabla un diálogo acerca de una canción de Ignacio Corsini, el alma peleadora de Llinás reta a su compañero varón, el cantor Pablo Dacal, al que reconozco por haber visto la primera parte de Corsini, mientras la voz de una mujer emerge del asiento de atrás para contrarrestar las palabras de los varones. Reconozco la inconfundible voz de Laura Paredes (a quien vi varias veces en el teatro y a la que adoré en Ostende y en Trenque Lauquen, ahora hablando de rutas, de viajes, de obsesiones y de “estar siempre volviendo”) que responde desde atrás poniendo los puntos feministas donde merecen estar. “No es Judith Butler es Corsini”, dice Llinás y me sonrío por primera vez en la película y quizá por primera vez en mucho tiempo. Mientras dialogan, se pelean cada tanto para confirmar o desmentir aquello que afirman, suenan fragmentos de Corsini cantando.
La canción de Corsini que dispara a la película hacia distintas vertientes es un valsecito “criollo” de 1912 que originariamente se llamaba Decadencia criolla y que variaría su título a Tristeza Criolla y luego a Popular tradición de esta tierra. También Corsini vuelve una y otra vez a la misma idea: construir una mitología criolla. Quizás. Quiero escuchar la canción otra vez, necesito hacerlo, busco versiones, doy con una en YouTube horrible: no se entiende nada (podría ser esta una escena de la película), luego aparece otra remasterizada y se entiende menos. Voy por la versión de Dacal. Me detengo en las palabras y en algunas frases de la letra: albores, el tiempo implacable y traidor, recostada en la tranquera, el gaucho junto al palenque, ensilla el pingo, sostén del alero, el pericón nacional; toda una tradición lingüística que habría que explicar a algunos más jóvenes tal como lo hace el protagonista con Laura Paredes de manera didáctica y amorosa. En un plano fugaz de estas explicaciones, Laura se sonríe y Mariano le responde de la misma manera, un guiño cómplice y familiar que le da a la película un tono aún más íntimo. Me quedo con esta estrofa: “Se han perdido en el pasado los recuerdos de esta tierra”. O lo que se ha perdido es la tradición de ese pasado del que forman parte los recuerdos: los murmullos de Floreal Ruiz, la voz de Ignacio Corsini, el bandoneón de Pichuco, las rutas argentinas, los pueblitos escondidos, loa árboles añosos, los planos largos, los perros que alternativamente siguen a Mariano y a Pablo. Hablando de animales, el instinto nacional es eso: un instinto patriótico animal, no chauvinista, ni de barricada, sino patriótico, eso que es el eje de la Historia Argentina. ¿Estoy mezclando varias cosas? ¿Desvariando? Que el lector me perdone, estoy volviendo.
Las películas de Llinás desvarían, y se desvían en sus sonoros y exultantes intentos de aprehender un tema, un objeto, un motivo. Plagadas de ideas que giran sobre si mismas suelen hechizar, como una Sherezade un poco ebria, un poco estrábica, que demora y aplaza los finales y a la vez se muestra en una latencia viva de la imagen y el sonido-música. Tradición popular de esta tierra, hecha por el Comando Corsini (Dacal- Mendilaharzu- Llinás), se desvía de esa ruta inicial que se percibe infinita, majestuosa y de esos planos abiertos y se vuelve escena cerrada en varios momentos gloriosos donde todos cantan en ese departamento, estudio abarrotado de gente y de cosas, desmesurado (como la misma película), pródigo de objetos: vinilos, radio portátil, libros.
De pronto, en una de esas escenas abigarradas donde además se filma a los que filman, como un pueblerino regador regado, un hombre muy parecido a Federico Peralta Ramos (al menos para mi)– en realidad es Gabriel Chwojnik, el músico de El Pampero- se queja, ampulosamente, del modo en el que el grupo se refiere al presidente actual. Así en estos intersticios es donde se puede leer y escuchar sin tapujos, la política actual. En Clorindo Testa, Llinás decía que no era una película sobre su padre, acá dice “esta no es una película política”. La negación funciona juguetonamente con la afirmación y de paso, coquetea con la verdad. Quizá no sea Tradición de esta tierra una película netamente política pero su forma, su poética es la manera en que el Comando cuenta “políticamente” el presente. Y lo hace pensando y reflexionando no sólo sobre la tradición, sino sobre lo popular, lo criollo, los pueblos pequeños y también sobre los olvidos, los recuerdos y la memoria colectiva. Tampoco deja de ser un gesto político, volver (porque siempre se está volviendo) sobre la propia práctica, revisando, reviendo y discutiendo aquello que ya se ha filmado en la primera parte, Corsini interpreta a Blomberg y Maciel, en 2021.
La película, libre de toda imposición genérica, libre de cualquier moda, se atiene a sus obsesiones y se vuelve un objeto inteligente y seductor. Allí, donde sus personajes opinan sin reservas, apoyados en la tranquera, pegando carteles en las calles de un pueblo, esperando a esa perdiz loca que está un poco floja de cascos, leen a Hilario Ascasubi y a Santos Vega, filman hermosamente el viento pampero que mece los árboles y van armando un relato que no deja de ser una alocada radiografía pampeana.
Mientras pienso en el modo en que Llinás filma de manera tan limpia los espacios abiertos, salgo del Malba conmocionada por la voz de Corsini que me trae a esa “Pulpera de Santa Lucia” y se me mezcla con “Popular tradición de esta tierra”. Creo que una de las obsesiones de Llinás consiste en hacer de su obra una especie de corpus compacto, donde cada una de sus películas tengan su identidad y a la vez de un modo inexacto e ineludible puedan entrelazarse con sus otras películas.
Cruzo una de las avenidas más lindas de Buenos Aires, la Av. Alcorta y observo los árboles que creo que son lapachos, con las flores rosas que pueblan la vereda, arrasada por el viento que sospecho que no es el Pampero. Está garuando, no abro el paraguas, y claro, hablando de volver, se me puebla la cabeza de “¡Garúa! solo y triste por la acera, va este corazón transido con tristeza de tapera”.
Marcela Gamberini / Copyleft 2024
Marcela:
como es la tercera vez que se comenta la película de Llinás en este sitio, creo que es mi última oportunidad para decir algo.
– Me gusta como a vos el viaje hacia el MALBA a pesar de que vivo en la otra punta de la ciudad y el viaje me lleva como una hora y media.
– El MALBA termina por ser un lugar que uno termina queriendo, como fue muchos años antes la Lugones, como alguna vez quise a la Hebraica. Los queremos no por su ubicación geográfica ni tanto por su arquitectura: los queremos porque los hemos habitado de películas y de personas con las que nos encontramos (desde Kurosawa hasta Fassbinder, desde Joao Pedro Rodrigues hasta Hugo del Carril, desde Francisco Lezama hasta Julián D’Angiolillo y, claro, el inevitable Fernando Martín).
– Al revés de lo que leo a menudo, este Llinás cada vez filma mejor, su cine actual me parece más relevante que el monumentalismo que lo consagró. Me parece también que el temperamento que anima a sus películas actualmente está libre de arrogancia y de desprecio. Es evidente que se trata del mismo artista que Balnearios pero ahora lo encuentro menos ingenioso y más inteligente. No es menos ambicioso, pero afortunadamente su ambición no está vociferada en la placa incial de sus películas sino en sus silencios.
– La mayor virtud que encuentro en su cine actual es un secreto ejercicio de las paradojas. Por ejemplo: la serie de dobles negaciones que ponen en inestabilidad las tensiones políticas que se declaran al tiempo que se niegan. Creo que en las dos Corsinis y en Clorindo Testa encontró una manera mucho más precisa de interrogar lo político en términos de cine y en un tono de comedia que termina siendo más serio que la solemnidad que a veces se espera que tenga el «compromiso político». Sus películas son agudamente políticas en un grado que no lo eran Balnearios, Secuestro y muerte o El estudiante, que siempre me parecieron cancheras y cualunquistas.
– Otra paradoja se vincula a la tensión que logra establecer entre tradición e innovación: a pesar de que el motivo manifiesto parece conducir a la busca de un tiempo perdido (Corsini, el gaucho, el ombú), creo que finalmente los planos finales de sus películas (la chica en silencio al final del primer Corsini, el chico y el perro al final de Clorindo Testa, las figuras icónicas de Dacal y el propio Llinás recortados en el cielo pampeano) señalan no hacia el pasado argentino sino hacia nuestra contemporaneidad. Por eso no me parecen en ningún caso películas nostálgicas sino promisorias de las nuevas posibilidades de filmar la cuestión argentina.
Bueno, no sé si me enredé en mis propias ideas, espero haber dicho algo.