MEGALÓPOLIS / MEGALOPOLIS
DESPUÉS DEL FUTURO
Entre los pocos intelectuales que sobreviven al presente asfixiado en supersticiones, la imprecisa cita sobre el hecho de que es posible imaginar el fin del mundo, pero no el del capitalismo, es el mantra que se repite para señalar la perplejidad que se impone. ¿Es de Mark Fisher, del finado Jameson, del esloveno Žižek? ¿Desde cuándo tiene tanta importancia el copyright de una buena idea? La sentencia no deja de ser estimulante, mejor preguntarse por qué es así.
En la película más extravagante del año que acaba de terminar, Francis Ford Coppola intenta imaginar un posible fin del capitalismo y no del mundo. En Megalópolis la lucha contra el exceso y la orgía de la economía del consumo infinito es escenificada bajo la propia lógica hiperbólica con la que se representa la riqueza. Por la hipérbole se abisma la conciencia al aborrecimiento. “¿Qué es la conciencia?”, se pregunta en el epílogo el arquitecto de lo que vendrá. La respuesta, comprensible (“un estallido del alma desde el interior”), no es sutil, pero la pregunta no está de más repetirla en una época en que la vieja dicotomía del olvidado Erich Fromm entre ser y tener constituye la grieta que sí merece meditarse sin mediación alguna.
Megalópolis está lejos de la proeza narrativa de la trilogía de El padrino, más allá de que el mundo que retrata es enteramente mafioso, porque el concepto explícito insiste en señalar que la vida capitalista lo es. El relato no avanza hacia un destino preciso, más bien acumula pasajes de intensidad que tienen su apoteosis al promediar el segundo acto, cuando la decadencia de la sociedad del espectáculo encabezada acá por Estados Unidos retoma los motivos del imperio romano. Son 40 minutos perceptivamente delirantes en los que el cineasta octogenario se permite un viaje a todo color sin ninguna consideración de lo que dirán. Todo es deliberadamente desordenado, más allá de que se entiende todo. Esto no es The Bellboy and the Playgirls, aquella estéril rareza inicial de su carrera en la que el caos narrativo era una deficiencia.
La trama gira en torno a un arquitecto que sueña con una ciudad del futuro. El personaje interpretado por Adam Drive parece salido de una de Marvel, incluso algunas de sus ideas no serían ajenas a la de un superhéroe, pero quien lo ha imaginado es el hombre que filmó Apocalipsis Now, y no es la interminable adolescencia global el público elegido, aunque la incluye. César, además de imaginar otra ciudad, vive el duelo irresuelto de un amor, tiene el poder de detener el tiempo y rivaliza con el alcalde de la ciudad, que no cree en nada. A todo esto, se suman algunas subtramas que sirven para ilustrar la decadencia y también para divertirse un poco con John Voight en su papel de emperador venido a menos. Hay también una historia de amor entre la hija del alcalde y el arquitecto. El tiempo del relato puede ser hoy, mañana o pasado. Coppola insiste en que es una fábula.
Megalópolis pertenece a una estirpe de películas a la que se le suele denominar “film maudit”. El malentendido es inmediato, execrarla es cosa de minutos y señalar sus inconsistencias no requiere erudición alguna. Si bien algunos pasajes visuales se asemejan a las monstruosidades asociadas a las escenas generadas por IA, hay que prestar atención a los encuadres enrarecidos que son propios de un cineasta que entiende su oficio. Toda la película está erigida en un régimen estético de desproporción que suele combinarse con una modalidad de montaje (de atracciones) con el que se busca provocar asociaciones y sensaciones.
Antes de que se estrenara oficialmente en mayo de 2024 en la competencia del Festival de Cannes, ya se decía que Megalópolis era el escandaloso permiso de un millonario que podía darse un gusto más y hacer una película que había soñado por décadas. Las interpretaciones psicologistas acudieron al debate de inmediato, también las sociológicas. El repertorio de injurias y apologías es vasto. Al cineasta se le adjudicó perezosamente el inexorable paso de los años para explicar su debacle; se lo acusó de megalomanía estética; se lo atacó como autor senil sin esgrimir razones atendibles, se lo defendió por motivos inversos retomando la lógica infantil de Truffaut en su ejercicio dogmático de la política de autores; se lo castigó simplemente por el derroche de dólares provenientes de sus viñedos u otros negocios para defenestrar el untuoso producto audiovisual, tan enrevesado como kitsch. El film cosechó reacciones disímiles, pero no pasó desapercibido. En algún que otro caso se manifestaron reparos inicialmente legítimos, pero no resultan exhaustivos frente a una rareza como Megalópolis. ¿Es buena, mala, un cachivache, una obra maestra fallida?
Por lo pronto, Megalópolis no es Tetro, como tampoco La conversación o La ley de la calle, películas que al examinarlas no retienen un ADN identificable de un estilo secretamente homogéneo o de una poética definida cuyo abracadabra semántico se resolvería invocando el apellido detrás de cámara. ¿Qué es entonces Megalópolis? Una singularidad. Otras descripciones valorativas, más que descriptivas, neutralizan velozmente la confusa singularidad que ha pergeñado el cineasta de 85 años. En esto se asemeja a Joker: Folie à Deux, otra película en el corazón del sistema que no fue absorbida por él. Como sucede con la de Todd Phillips, la de Coppola tampoco encastra del todo en el sistema. Desentona del resto de las películas de Hollywood y no congenia con las veneradas películas de la propia biografía de Francis Ford como cineasta, cuyos mejores títulos, por cierto, no son justamente aquellos que tiñeron de gloria su vida en el cine. Nadie volverá a ver Tetro con interés en 30 años; pero Megalópolis guardará con seguridad algún perverso misterio: no será una película merecedora del olvido perenne.
Han pasado décadas sin películas que ambicionen imaginar un mundo distinto. Coppola lo intenta, pero para hacerlo quizás dedica demasiado tiempo a obliterar los signos de los siglos XX y XXI que portan la marca de lo abyecto. Los pocos fragmentos en los que se entrevé la ciudad del futuro son un alivio. Y más aún cuando en el final la plutocracia que parece ser el futuro soñado de la humanidad actual se ve desenmascarada y se la elimina por antidemocrática. El llamado a debatir el futuro entre todos es una legítima rareza. La utopía existe, mal que les pese a lo profetas del bitcoin y a los brujos de la plata dulce.
Megalópolis / Megalopolis, EE.UU., 2024.
Escrita y dirigida por Francis Ford Coppola.
*Publicada en otra versión el diario La Voz del Interior en el mes de enero.
Roger Koza / Copyleft 2025
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