EMILIA PÉREZ
MENOS QUE NADA
En una vieja reseña del 24 de junio de 1981 sobre una película de una joven drogadicta, Serge Daney empieza su texto así: “Un clisé no es verdadero ni falso, es una imagen que no se mueve. Que no hace mover a nadie. Que nos torna perezosos”. La película en aquel entonces era Yo, Cristina F, y al menos se concentraba en un solo tema: la drogadicción. Ulrich Edel era alemán, su protagonista, también. Droga, Alemania, un pasado vergonzoso, un mundo difícil. Emilia Pérez tiene la misteriosa virtud de combinar clisés de todo tipo y conseguir en sus 132 minutos de duración que no exista siquiera una imagen que mueva.
¿Qué puede decirse de entrada? Es un Frankenstein de lugares comunes, inmóviles como los muertos que en algún momento pretende honrar. Pero acá hay una novedad de época, a saber: el relato transcurre mayoritariamente en México, pero su director es francés. ¿Un artista extraterritorial? No. México es una entelequia. Pero no es la principal objeción. A diferencia de Edel, no le bastó hacer un retrato sociológico de la droga, por lo cual no es menos atroz la película germana. Hizo uno más ambicioso, porque en su película reúne una colección de temas candentes, que presenta y petrifica por igual. De todas formas, un adelanto: el famoso salto de lo cuantitativo a lo cualitativo, por lo que gracias a un principio de acumulación algo puede mejorar, no sucedió acá. ¿De qué trata la de Jacques Audiard?
El jefe de un cartel mexicano quiere transicionar. ¿Por qué no? Es hora de democratizar el deseo hasta los últimos confines, porque el tema de la esencia humana ya resulta inadecuado desde hace más de un siglo. Es una fijación metafísica insistir con la sexualidad binaria. Pero la explicación psicológica que se dispensa en el relato es del mismo tenor simbólico que el lacónico destino diario que se puede leer en el horóscopo de la edición de un diario de segunda línea. Es suficiente, según parece, indicar que siempre se sintió mujer.
El desafío no es menor: un hombre que ha hecho su fortuna vendiendo droga y matando gente cuando la situación lo exigía siente que su único modo de vivir una nueva vida consiste en transformarse, cambiar de sexo, empezar de nuevo y dejar el negocio. Además, Juan “Manitas” del Monte es padre de dos niños y tiene una mujer que lo ama. Había muchísimo para hacer con ese punto de partida, pero Audiard quiere más. Hay que decir algo de lo carteles, de la policía, de la justicia mexicana, del machismo, de los desaparecidos por el narcotráfico, de la paternidad, de la familia, del patriarcado, de la infelicidad de la riqueza, incluso de las mejores ciudades para operarse. No filmó un cismo y sus consecuencias porque tal vez no encontró cómo incluirlo en los pasajes mágicos que desplazan la trama de un acto a otro, pero añadió un chiste sobre esa otra desgracia que devasta el alma de los mexicanos cada tanto. A todo esto, hay que aclarar que Emilia Pérez es un musical. Trece canciones, coreografías variadas. Las canciones hacen avanzar la narración y se articulan con las escenas desprovistas de ritmo y son. Algunos números musicales son vistosos (el de la preparación de la batalla final), otros ridículos (como la visita a la clínica en Bangkok), otros insólitos (como el de la segunda visita a un médico en Tel Aviv), y no falta un número visualmente contundente como sospechoso (el de los miles de caras de las víctimas en un plano general). Nada conjura el lugar común, nada supera la farragosa insignificancia.
No se puede desconocer el coraje del señor Audiard, quien ha escrito un guion por primera vez tras muchas películas en su haber. El origen de Emilia Pérez proviene de una novela de Boris Razón, pero es solo el acicate de la imaginación del consagrado cineasta. Habría que hacer un documental sobre cómo a un francés adinerado y exitoso en su oficio se le ocurre combinar todos los temas elegidos y hacer una película que pretende asimilar en un todo el exotismo estético de algunas películas de Léos Carax, la libertad lúdica de Kill Bill, la sociología new age de Babel y la indagación identitaria que podría ser el núcleo narrativo de un melodrama de Almodóvar. De los nombrados, solo está cerca de la estética publicitaria, a veces “elegante”, de González Iñarritu, filiación que explica su paso exitoso por Cannes, el festival que combina bodrios y genialidades sin remordimiento por parte de su responsable último. ¿Fiasco u obra maestra? Ninguna alfombra roja es garantía de haber hecho una gran película. Del mismo modo, respecto de los trucos estéticos: hacer piruetas en el espacio no significa dominio del espacio cinematográfico, tampoco el presunto ingenio de continuidad en una escena de dos espacios separados reunidos por cambios de luz y movimientos de cámara. A veces ni las proezas formales maquillan la inanidad de una película. La vitalidad y la verdad que puede transmitir cualquier película no se produce sumando planos secuencia y demostrando con énfasis que una escena debe percibirse como una genialidad autoevidente.
Hay que decir algo más. Se puede hacer un musical de lo que sea. Ejemplos: Opera Jawa, de Garin Nugroho, Une chambre en ville, de Jacques Demy, o Bailarina en la oscuridad, de Lars von Trier. Recientemente, Joshua Oppenheimer imaginó el fin del mundo en un musical titulado The End. Pero ¿cómo filmar a las víctimas de los carteles de México? Audiard prefiere redimir a su personaje transformándolo primero en una suerte de luchador por los derechos de las familias de las víctimas de saber el paradero de sus muertos. Posteriormente, dado el devenir de la historia, reenvía a Emilia a un panteón de deidades de inestable condición teológica. La procesión en honor a Emilia Pérez en el epílogo impone el estatuto de un mito. Los mexicanos la envestirán como si fuera una santa, e incluso se sugiere que tal vez el personaje existió y el culto a la mártir es verdadero. ¿Qué dirán los mexicanos de todo esto? ¿Qué tienen para decir las personas que llevan en su memoria la decapitación de un cónyuge?
Así como filma con una inconsciencia olímpica las relaciones de clase entre Emilia Pérez y todo el personal que sostiene la mansión en la que vive, el tema de los muertos en la película es un trámite y un matiz para el cambio de posición moral del personaje. Lo que sucede con la labor de Pérez en relación con la aparición de desaparecidos puede ser tranquilizador, un alivio de conciencia, pero la relación entre la riqueza del personaje y esos muertos se desdibuja por la elevación de un arrepentimiento en causa justa. La intuición más atendible es otra, aunque disparatada: el dueño de un cartel era cruel y un déspota porque no podía ser mujer, como si en ese impedimento y luego en la mutación sexual se cifrara la impiedad del patriarcado y la conformación de un matriarcado piadoso. Esa eventual relación se vuelve menos firme cuando Pérez se enamora de una mujer que deseaba asesinar a su marido porque la molía a palos. También cuando los hijos de la heroína se van de la casa debido a que su exmujer ha encontrado un nuevo amor, lo que da lugar al tercer acto, en el que vuelve la violencia. Es una hipótesis atendible la de la relación del narcotráfico con el patriarcado (y el capitalismo, que no se nombra), pero la perspectiva de cómo filmar lo que se pone en juego, nada más y nada menos que la vida de miles de personas inocentes, tiene el peso del alma según Iñarritu: 21 gramos. Poco y nada.
Zoe Saldaña, estadounidense, hija de padre dominicano y madre puertorriqueña, se desempeña bien como la abogada, canta bien y baila con la agilidad y la gracia requeridas. Karla Sofía Gascón, madrileña, es un prodigio: Interpreta a Juan y a Emilia por igual, y una vez devenido mujer es un encanto. Es demasiado para su personaje y para la película; resplandece, más allá de las vicisitudes que experimenta su personaje y la tendencia a estar al servicio de un concepto; es el centro magnético que permite que los fragmentos no se dejen ver como tales. El guion la configura para ser la prueba ontológica de una desgracia socioeconómica. Gascón es buenísima, tanto que da ganas de amarla, a pesar de la película, que le otorga visibilidad mientras se aprovecha de su presencia para que el despropósito no sea evidente y la nulidad del conjunto no se desplome como un collage hilvanado por un autor que ni siquiera tuvo la decencia de filmar en México. De Ciudad de México, solo un par de panorámicas aéreas para avisar que este es el lugar y punto. México tampoco importa mucho, porque solamente hay que cumplir con el espectáculo y la satisfacción que depara defender una idea difusa con estereotipos negligentes.
Emilia Pérez, Francia, 2024.
Escrita y dirigida por Jacques Audiard.
*Publicada con otro título en Revista Ñ en el mes de enero.
* Este texto fue comisionado. Hago la aclaración por lo siguiente: no pedí escribir sobre la película de Audiard por una cuestión asociada a mi trabajo como programador. Siempre es una situación delicada, pero tiene un límite. Cuando me pidieron de Revista Ñ que reseñara la película de Audiard, mi compromiso final es con mi pensamiento. El texto representa lo que pienso de la película.
Roger Koza / Copyleft 2025
La posicion del Sr. Koza, excelente. Diez punto.. Lo unico gasto mucho texto, para tan poco contenido.