EL BRUTALISTA / THE BRUTALIST

EL BRUTALISTA / THE BRUTALIST

por - Críticas
15 Mar, 2025 07:43 | Sin comentarios
El prestigio de una película no necesariamente significa una buena película.

Un cupo de fatalismo para los Oscar

Cada año, los premios Oscar se despliegan como un mapa. Trazan fronteras y definen lo que es tolerable para los ojos de la industria más dominante y decadente del planeta. Una pieza como Emilia Pérez, para empezar, cumple la tarea anual de expurgar las culpas entre los votantes de la Academia: una mala película llena de buenas intenciones, el tipo de relato benefactor que le da a Hollywood la chance de asumir su rol predilecto (por siempre, protector de los necesitados). Otro espécimen como La sustancia puede descargar dos pulsiones voraces al mismo tiempo: la voluntad populista que ofrece el terror, y la necesidad de reconocimiento que asegura el discurso académico sobre la industria y el cuerpo de las mujeres (en un mismo golpe, domestica a los géneros populares y al pensamiento feminista). Incluso Anora, la película más anómala de la selección natural de 2025, tiene su misión. Viene a saciar el apetito nostálgico por otro tiempo: es una suerte de pequeño blockbuster de la tradición independiente estadounidense (como si Ruth Orkin o John Cassavetes hubieran conseguido presupuestos que hicieran ver a sus imágenes lo suficientemente elegantes para pasar los tests de profesionalismo).

El brutalista, que obtuvo un reconocimiento por la actuación derramada de Adrian Brody, representa otra zona en este estrecho reino de posibilidades: Hollywood mirando más allá del charco y haciendo su acto tributo al Cine Arte de raíces europeas. Brady Corbet dirige y tiene el privilegio de estirar su idea durante tres horas y media. Entonces diseña planos geométricos que revelan la marca de un ser humano tomando decisiones detrás de la cámara y, además, juega con un montaje que cada tanto roza el ensayismo, inyectando secuencias propagandísticas sobre el paraíso estadounidense (una imagen monolítica que pondrá en cuestión). Pero hay ahí una extraña paradoja. En una época dónde el régimen estético de las plataformas estandariza cada vez más las películas, El brutalista exhibe una forma de autorismo fetichizado. Ya no un espacio de liberación colectiva para los espectadores, sino un culto ciego a la libertad artística. El director, sin límites, deviene una caricatura involuntaria.   

No quiero ser mezquino. Corbet al menos sabe componer imágenes y orquestar ritmos con un pulso que hoy parece perdido en la quinta hollywoodense. Sus principales aciertos ocurren en el primer acto de la película, que tiende a funcionar como una crónica de la experiencia migrante. Allí sigue hombro a hombro a László, un arquitecto judío que desembarca en Nueva York luego de sobrevivir al nazismo. Lo vemos aparecer por primera vez en los pasillos oscuros y abarrotados de un barco, rodeado de otros inmigrantes como si fueran corderitos amontonados en un corral, hasta que logran salir. La imagen de repente se ilumina, se sacude violentamente; queda poseída por el delirio de estos hombres que pisan tierra prometida. El brutalista es esencialmente el drama de una vida que intenta comenzar de nuevo. Y acaso lo más valioso de esos pasajes sea su ocasional fluidez, la capacidad de registrar el torrente de la cotidianeidad sin demasiadas estridencias (como ver a László recuperar lentamente su profesión o el simple hecho de que tenga sexo después de haber sufrido el encierro). 

Pero esa es la veta que Corbet abandona rápidamente. En cambio, se esfuerza por desbordar cada una de las ideas que introduce: las acumula, las suelta antes de tiempo o las repite y las refuerza. La ley es siempre la abundancia. Más se confunde con mejor, como si de esa manera quedara asegurado el status de obra artística (¿quién puede dudar de una película que encuadra a las personas como si fueran las piedritas de un hormigón?). Corbet repite el gesto que define a todo el dispositivo hermético de El brutalista: la incontinencia dramática atrapa a los personajes en un círculo infinito de dolor. Hay una esposa amada a la que László espera durante años y cuando vuelve está enferma. Hay un mecenas que empieza ayudando al protagonista y después se comporta como una bestia despiadada. El mismo László pasa de ser un artista promisorio a un adicto con brotes de violencia. Y Estados Unidos, alguna vez una promesa para reiniciar la vida desde cero, se convierte en una pesadilla. Ni siquiera el sexo logra escapar al destino irreversible de esta tragedia. En un momento, el reencuentro del matrimonio es filmado como si fuera una verdadera tortura: la mujer masturba a László y le habla al oído sobre su propia enfermedad, mientras él llora y le grita: “¡no lo soporto!”. Para ese entonces, Corbet ya puso su carta astral sobre la mesa: sol en Haneke y luna en Von Trier.

Más fatalista que brutalista, la película se juega por una poética de la gravedad. Solo Harrison, el personaje que interpreta Guy Pearce, logra escapar de esa encerrona. Hay en él cierta ligereza, un sentido del humor que se teje por la seriedad pomposa que modula el actor (tanto así que parece haber salido de otra película). La forma en que aprieta los músculos de su voz contrasta con la delicadeza dulce que tiene para acariciar la copa de whisky, mientras recuerda a su madre. Es solemne para expresar sus sentimientos (“encuentro nuestras conversaciones intelectualmente estimulantes”, le confiesa a László con la voz rota) y ambiguo al dirigir la mirada y su cuerpo (siempre parece estar yendo y viniendo, entre la admiración artística y la devoción erótica por el arquitecto). De cierta manera, Corbet hace con Harrison lo que no puede (o no quiere) hacer con el resto de la película. Reconoce que hay en él algo fallido, una impostación de la seriedad, como si se tratara de un adolescente proyectando una imagen que nunca llega a ser leída como pretende. Por eso mismo, es el rastro más humano de la película. 

Seguramente exista la tentación de pensar que la grandilocuencia de Corbet se camufla con la megalomanía del propio László, quien pierde los estribos por concretar uno de sus proyectos arquitectónicos.  El problema, claro, no es la ambición en sí misma, sino el hecho de que nunca esté a la altura de su aspiración. Y en ese sentido, Corbet se asemeja más a Harrison: inconsciente de su aplastante solemnidad. El brutalista es una película de giros autónomos que se conectan caprichosamente, como si ignoraran que forman parte de un sistema más grande (ahí se abre un terreno poroso, entre la individualidad autoral y pleno individualismo). Por cada desborde fatalista, la película no sólo se entrega a un efectismo burdo, sino a la forma más vaga de hacer llegar su declaración final: Estados Unidos no es la tierra de los sueños que creímos.

“No indican nada, no dicen nada: simplemente son”, se lee en un homenaje a la obra arquitectónica de László sobre el final de la película. Pero Corbet dice, indica, subraya: se infla a sí mismo hasta que El brutalista deja de ser. Se limita a parecer una obra de arte. De esas que se aplauden en la temporada de premios de la industria. 

El brutalista / The Brutalist, Estados Unidos-Reino Unido-Canadá, 2024.

Dirigida por Brady Corbet.

Escrita por Brady Corbet y Mona Fastvold.

Iván Zgaib / Copyleft 2025