FILMFEST HAMBURG 2011 (2)

FILMFEST HAMBURG 2011 (2)

por - Críticas, Festivales
04 Oct, 2011 12:50 | comentarios

EL CINEASTA, EL FOTÓGRAFO, LA IGUANA  Y LOS ADOLESCENTES

Por Roger Koza

Mientras un cuervo canta en las primeras horas del día, tengo a mi lado What Cinema is!,  un libro reciente de Dudley Andrew en el que intenta responder desde nuestra época digital la vieja pregunta sobre la esencia del cine de Bazin. Todavía recuerdo a un lector del blog riéndose socarronamente en un comentario de mi presentación y diálogo posterior con Artavazd Peleshyan durante el mes de marzo de este año en Ficunam, a quien respondí en su sitio–creo yo- con la altura necesaria, aunque jamás me respondió. La palabra esencia, asumía él, y tengo muy claro yo, es una palabra problemática, diría, por ser un vocablo demasiado griego, saturado de metafísica y proclive entonces a la solemnidad. La risa no es patrimonio del platonismo.

Es cierto que Bazin, como todos lo somos, fue un sujeto histórico, hijo de una época. Su jerga pertenecía en gran medida a un vocabulario mixto cuyas fuentes eran la fenomenología, el existencialismo, y un marxismo matizado por un cristianismo difuso; es decir que la invención de la crítica cinematográfica cahierista partía de un discurso filosófico general, una actitud teorética, aunque no se puede dudar de la autonomía discursiva de Bazin, de su fuerza creativa para acuñar conceptos y asociarlos de tal modo que la experiencia de sus lectores frente a la imagen cinematográfica implicase un cambio en la percepción.

La publicación del libro de Andrew es del año pasado, y entre sus intentos teóricos, predomina dilucidar la transformación ontológica de la imagen, su devenir digital y qué efectos tiene esa transfiguración para el cine. El libro finaliza con un giro historicista, comprensible y pertinente, en el que se cita a un compañero de trabajo literario de Bazin, Paul Ricoeur: “La gracia es olvidarse de uno mismo”.

En un sentido psicológico más que religioso, pero absolutamente imprescindible para pensar la pregunta de Bazin, This is not a Film (Esto no es una película), de Jafar Panahi, podría partir en un sentido no religioso de la cita de Ricoeur. Que un filme se constituya a partir de la prohibición de filmar y que el sujeto en cuestión, un cineasta, esté esperando, casi kafkianamente, su sentencia, parece incompatible con “olvidarse de uno mismo”. La gracia, en un doble sentido del término, de la última película de Panahi (y Mirtahmasb) es que el propio Panahi convertido en personaje va más allá de si mismo e indaga sobre el deseo de hacer cine y sobre la naturaleza del arte cinematográfico. Gracia nacida de la intolerancia, de la castración, de la envidia de unos intérpretes reduccionistas del Corán que prohíben filmar y obligan a que toda película iraní comience con la ridícula sentencia “En el nombre de Dios”.

This is not a Film es una de las grandes películas del año, y quizás la primera obra maestra en la que varios pasajes están rodados con un teléfono celular (I-Phone). Precisamente allí esta la gracia y el misterio del film de Panahi, pues este home-movie, cuyo título niega su entidad cinematográfica, es un ejemplo de puesta en escena y por lo tanto en su realización, la que vemos escena tras escena, supera dialécticamente su título, el que debiera ser: This is a (great) Film.

This is not a Film

Como es sabido, al día de la fecha, Panahi no podrá filmar por 20 años, quizás 30. Si el veredicto de sus jueces es negativo tendrá que ir a la cárcel por 6 años. La imprecisión jurídica, la dilación de la sentencia, se nos informa indirectamente desde el inicio, en una conversación telefónica que Panahi tiene con su abogada, parece ser un método de tortura simbólica. El régimen jurídico en esta teocracia burocrática trabaja en la indefinición.

El plano inicial consiste en la preparación de un desayuno. Sonará el teléfono un par de veces. También Panahi habrá de escuchar los mensajes en el contestador telefónico. Su mujer y su hija no están en casa. Aparentemente, alimentar a la mascota de su hija es un tópico central. Primero se la nombra, después se la verá, y en toda la película, las mascota, tendrá una función humorística. Como si fuera una tortuga punk salida de una alucinación psicodélica, Igi, la iguana de la casa, con sus uñas largas y semblante prehistórico se subirá a la biblioteca del cineasta, buscará afecto en su regazo, se la verá feliz cuando Panahi le dé lechuga en su boca y se asustará cuando un pichicho insignificante de una vecina quede por unos minutos en la casa al cuidado del director. Es una presencia cómica, la invención de una figura reptil de un gag fabuloso.

Dado que la prohibición consiste en filmar, Panahi decide que se lo filme contando él una posible película suya. Relatar un guión, después de todo, no forma parte de la interdicción escrita. Como sucedía en Dogville, de Lars von Trier, pero en las antípodas del fan del Fürher, Panahi materializa un topos imaginario y transfigura el living de su casa en una locación. Así, una cinta demarcará la habitación. Una sillas funcionará como la ventana. Los objetos en este juego imaginario se transforman en mobiliario. En algún momento, se podrá el lugar que el propio Panahi había encontrado en un pueblo para rodar su historia: una joven estudia arte en la universidad pero sus padres desaprueban sus estudios. Unas fotos revelan los rostros de las actrices no profesionales que el director había elegido para e film. También se “verá una secuencia en la que la heroína intenta suicidarse.

Siempre que Panahi cuenta su película posible se devela la pasión del cineasta, su sed por filmar, su urgencia por hacer cine. En efecto, ninguna película de Panahi, si se las recuerda, resulta gratuita. Todos sus filmes son políticos, distintos entre sí, con notables secuencias formales y con episodios cómicos en el que se intuye una racionalidad que opera en un zig-zag permanente, una modalidad casi persa del silogismo en el que la lógica es cómica.

En tres ocasiones Panahi se refiere a su obra. La primera vez se compara con la niña protagonista de El espejo. Allí, la niña actriz, ya agotada de filmar, abandona la película en el medio del rodaje. Naturalmente, como suele ocurrir en las películas de Panahi, el surgimiento del deseo de la protagonista, tan impredecible como comprensible, se incorpora al relato. Nunca sabremos si es del todo cierto, si ese giro fortuito está secretamente previsto; el carácter indiscernible entre la ficción y lo documental, la mentira y la verdad es una constante de muchas películas iraníes; el embuste es requerido, un método, un estilo. Engañar con fines nobles es tal vez una ética paradójica que ejercitan muchos cineastas iraníes. Lo que sí sabremos es que el propio Panahi manifiesta un deseo parecido al de la niña: es lógico que desee irse de su película, pues su papel de cineasta a punto de conocer una penitenciaría no es precisamente un rol querible.

This is not a Film

En las otras dos ocasiones, Panahi examina dos secuencias de sus dos mejores películas. Sobre Crimson Gold revisará una escena en el que el personaje central, un esquizofrénico en la vida real, reacciona en una escena de un modo inesperado. Así, Panahi sugiere un cine desatado y liberado del dominio del guión. Su método de trabajo, como el de otros, parece consistir en una preparación eficiente y calculada para luego saber cómo moverse en el azar, quizás domesticarlo; el lente debe buscar lo aleatorio, focalizarlo, atraparlo. Se tiene un plan, pero siempre se tiene el coraje de hacer ingresar al sistema vivo que constituye un film lo impredecible. Ocurre que la vida se resiste a ser confinada a una trama, a un registro. En este sentido, habría en cada película una confrontación inconfesada con la dispersión de un todo viviente, proclive al fuera de campo absoluto, en el que el cineasta tendría que luchar para comprender porqué necesita mirar allí y no allá, y recortar en ese flujo de movimientos de objetos y sujetos una escena, un lugar. Es aquí en donde el sentido del corte adquiere una importancia capital. La duración de la escena es una decisión que contiene otro orden. La otra lectura de Panahi será sobre un pasaje inolvidable de El círculo: una de las mujeres corre por un pasillo público. Panahi explica entonces  la función de las columnas: una extensión material y simbólica del estado psíquico de la protagonista, de lo que se predica su propia relación con la (in)movilidad casera.

Rodada como si fuera una día completo en la vida del director (en verdad fueron cuatro días de rodaje), jornada que coincide con la festividad del nuevo año persa, “Los fuegos artificiales de los miércoles” (que es también el título de una gran película de Farhadi), la cotidianidad de Panahi es de por sí un evento cinematográfico. Por un lado, los cohetes festivos, inevitablemente ambiguos por la naturaleza de sus sonidos, se imponen irregularmente como una presencia sonora en un fuera de campo intermitentes pero efectivos. Panahi revelará la naturaleza de los estruendos cuando desde su balcón registre el festejo de la metrópolis. El I-Pod alcanza para capturarlo. Sin embargo, el gran momento de la película, secuencia que lleva al desenlace, es la aparición de un estudiante que recoge la basura del edificio sustituyendo a un familiar. Antes de que el cámara y codirector del film se retire, éste dejará  prendida la cámara sobre un trípode improvisado y diminuto. Quien viene a recoger la basura le sugerirá a Panahi que deje de filmarlo con el I-Phone y que reemplace ese registro por el que consigue la cámara que posa sobre la mesa. Panahi acepta y bajará con él en el ascensor. Piso por piso, en un plano secuencia imperceptible, por la dinámica constante y verborragia exquisita de la escena, el estudiante y Panahi llevarán un diálogo interruptus: el joven toca el timbre, recoge la basura, charla a veces con los vecinos, predice la conducta de éstos, vuelve al ascensor y sigue hablando con Panahi, quien quedará detrás de cámara. El joven llega incluso a hablar sobre el momento en el que Panahi fue detenido, pero él prefiere cambiar de tema. Los vecinos que entregan la basura jamás se llegan a ver. Una vez más, el fuera de campo funciona como misterio y suspenso. Sucede lo inconcebible: la recolección de basura se convierte en una acción de suspenso y una comedia de situaciones. Es un viaje en el que pasa de todo, hasta el regreso del perro que asustaba a la iguana de la hija de Panahi.

Y llegará el final: una reja, el fuego en las calles, las explosiones y la espera infinita que jamás cesa. Los títulos dicen: “Un esfuerzo de”, en vez de dirigida por. Los nombres de los actores y los agradecimientos serán imaginarios, aunque el film está dedicado a todos los cineastas iraníes.

Film magistral, pletórico de ideas, demostración de que una película depende de dos variables insustituibles: necesitar tomar una cámara y saber traducir esa necesidad en un conjunto de registros, determinados por cortes y posiciones, en el que se revela un mundo, un deseo; una estampa fantasmal de algunos eventos tan efímeros como inolvidables.

Había visto la sexta película del realizador turco (y extraordinario fotógrafo), Nuri Bilge Ceylan, Érase una vez en Anatolia en Cannes; hoy la volví a ver y no tengo que duda que después de Uzak, esta es su segunda película importante.

El inicio es formidable. Después de dos planos iniciales que transcurren en un bar, en el que se ve a tres hombres que estarán ligados por un asesinato, se ven unos autos en una zona montañosa. Es el atardecer. Allí van policías, sospechosos, testigos, un procurador, un médico y dos excavadores. Están buscando un cadáver y deben reconocer previamente el lugar en donde fue enterrado.

Érase una vez en Anatolia

Sopla el viento, llueve, y después de una búsqueda infructuosa, al llegar a una aldea, la luz se cortará por la tormenta. Los relámpagos iluminan la oscuridad, y el médico y el procurador conversan sobre el caso de una mujer muerta, la pertinencia científica de las autopsias, la naturaleza de la mujer, y el suicidio como una forma de castigo a los otros. Lo que se dice importa, pero la comunicación pasa por los gestos. La clave del film sucede en la interacción, en ese territorio indefinido e invisible que reúne a dos sujetos en un lugar en común.

Si bien la película trasunta una suerte de policial poético, Ceylan parece importarle en demasía los vínculos entre los hombres. La masculinidad es el tema transversal de la película, como si el lente meticuloso del director estuviese viviendo un erotismo discreto con sus criaturas; todos los hombres del film, el asesino, los policías, el hijo de la víctima, el procurador, en sus propios términos, son hombres hermosos. Así, los primerísimos planos de los rostros eluden la lógica del relato; más bien responde a una lógica del retrato. Lo que no significa que la expresión amorosa sobre los hombres atenúe y conjure la clarividencia del cineasta, su pesimismo asumido. Ceylan, película tras película, reitera y afirma: la crueldad de los hombres gobibierna las acciones, y en la tierra en la que viven se ha convertido en un baldío; aun, cuando sus panorámicas amarillentas sobre las colinas del campo turco, casi robada de la paleta y luz de reconocibles planos de varios filmes de Kiarostami (sin contar el seguimiento de una manzana que cae de un árbol y que en su largo trayecto llegará al río, lo que remite a Primer plano), de una indiscutible belleza, jamás se fusionan con la vida de los hombres. En los filmes de Ceylan, los paisajes están disociados de la vida anímica de sus personajes, ni siquiera influencian sus estados de ánimos.

Pero no todo será tristeza y desamparo cósmico. En los momentos más tétricos Ceylan incursiona por lo cómico: un personaje se comparará con Clark Gable, otro realizará un truco de magia y poco le importará a un oficial ubicar unos frutos junto a un cuerpo sin vida que yace en el baúl de un automóvil.

Aquí, Ceylan trabaja en dos líneas: el suspenso de saber si se encontrará o no el cadáver, y una suerte de meditación sobre la soledad de los hombres y sus deseos incumplidos. En algún momento, un policía le dice al médico: “Si no tuviera familia y fuera más joven, tomaría mi mochila y me iría de viaje”. La formulación de ese deseo casi adolescente reverberará sobre las acciones que siguen. Previo a esta declaración, el doctor, como le llaman los policías, mirará una viejas fotos. En éstas se verá su historia: su infancia, su juventud, su madurez. El tiempo atraviesa el plano.

El final resulta un encuentro indirecto con lo ominoso, con la irrupción de lo siniestro. En un fuera de campo soberbio, el médico forense y su colega de la morgue practican la autopsia requerida. No se ve, se escucha, y entre el sonido de un cuerpo desmembrado Ceylan le impone a su protagonista volver a pensar sobre su deseo. Por la ventana verá a unos niños jugando. La vida está en otra parte.

La segunda película de Yulene Olaizola posee la misma solidez formal y narrativa que su primera película (documental), Intimidades de Shakespeare y Víctor Hugo. En Paraísos artificiales (ficción) pueden rastrearse algunas derivaciones de su estilo en plena evolución: no solamente se trata de una película de ficción (heterodoxa), sino que además la preeminencia discursiva de su ópera prima es aquí sustituida por un tono contemplativo, quizás impuesto por la majestuosidad de los Tuxtlas, en Veracruz.

Paraísos artificiales

En ese ecosistema casi virginal, Luisa, una joven de 25 años, lucha contra su adicción a la heroína. Viene de la ciudad, y poco se sabe acerca de su pasado y su historia. Para el adicto, el presente es un absoluto. Y también lo es para Salomón, un aldeano de unos cincuenta años, viudo y alcohólico, cuyo único placer diario consiste en fumar marihuana. Después de un encuentro azaroso en la playa, Salomón y Luisa construirán una amistad, que conlleva el intento por parte de Luisa de abandonar su adicción.

Olaizola evita la psicología y la moral. El discurso médico y jurídico brillan por su ausencia, pues si existe aquí un modo de mirar y curar, el camino elegido consiste en creer en una misteriosa reciprocidad afectiva y reparadora que trasciende la pertenencia de clase y generacional. Si bien las panorámicas intensifican la belleza prístina de la naturaleza, Olaizola jamás le atribuye a esta un poder sanador. La idea de un paraíso artificial (o natural) es excesiva. Lo que sí parece existir es el discreto alivio de no saberse enteramente solo.

Y solos están todos los personajes de Terri, la nueva película de Azazel Jacobs, hijo del gran Ken Jacobs, quien aquí demuestra que no todo está perdido para el famoso cine indie americano, el que parece a la deriva entre su devenir mumblecore y su total absorción a un sistema de representación que poco se diferencia del cine mainstream.

Pero Terri es una verdadera rareza, y su tema excluyente es precisamente la legitimidad de lo extraño. El protagonista, un adolescente obeso, quien vive con su tío medicado, suele ir a la escuela en pijamas y en su tiempo libre parece disfrutar de cazar ratas para alimentar a otros animales. En la escuela, lógicamente, es maltratado por casi todos, lo que no impedirá que una bellísima compañera de curso, liberal y solitaria, sienta interés por él.

Terri

Terri, además, será uno de los protegidos de una especie de consejero académico interpretado por John C. Reilly, otro freak, aunque ligeramente asimilado al sistema (educativo), quien grita demasiado, pero que acompaña e intenta ayudar a un par de alumnos que todos juntos podrían conformar un casting perfecto para una remake de Freaks.

El misterio de Terri es su universalidad, como si Jacobs hubiera detectado a través de sus personajes diversos modalidades de excentricidad, una estructura reconocible y parcialmente vacía en la que cualquiera puede proyectar su no pertenencia y su extrañeza. Es que Jacobs no filma a los raros con distancia y con el característico interés cínico y desentendido que puede albergar un entomólogo respecto de sus especímenes en estudio. En efecto el propio registro de Jacobs participa de la rareza general; su cámara es partícipe. Es por eso que las escenas poseen tiempos heteróclitos. No hay una correlación temporal entre ellas, ni tampoco una concatenación narrativa que respete las reglas mínimas de la construcción de un relato. Terri puede empezar y terminar en cualquier momento, lo que no significa que el film no posea un plan preciso, su naturaleza, su gramática heterodoxa pero fluida. Terri se resiste a la normalización, aunque la soledad de sus criaturas tal vez no sea del todo invencible.

Roger Koza / Copyleft 2011