FICVALDIVIA 18: DÍA 1

FICVALDIVIA 18: DÍA 1

por - Críticas, Festivales
12 Oct, 2011 02:48 | comentarios

JUVENTUD DIVINO TESORO

 Roger Koza

Todo empezó con Raúl Ruiz. Un clip con más de 50 películas suyas abrió el festival. Si Ruiz tenía razón y cada plano es autónomo y potencialmente hay una película, ayer, estimo, vimos unas 30 obras maestras. ¡Qué genio! Era inevitable que se hablara de Ruiz, es uno de los fantasmas que acechan por aquí.

El otro fantasma llegó pronto. La ceremonia inaugural de la decimoctava edición del Festival Internacional de Cine de Valdivia reflejó la tensión política estudiantil que atraviesa a la sociedad chilena en su conjunto. Era imposible que fuera de otro modo. Los discursos, desde el que pronunció el lúcido director del festival, Bruno Bettati, hasta el que brindó el alcalde de la ciudad de Valdivia, Bernando Berger Fett, no podían evitar sortear el clima de época.

La impecable programación del festival, sin duda, lo asume conscientemente en su sección Disidencias, y ayer, además, todos los asistentes se vieron involucrados a pedir por la libertad de Jafar Panahi. Catalina Saavedra pidió que todos los presentes levantaran una hoja repartida antes de que empiece el acto oficial alegando por la liberación del cineasta. Aquí, lógicamente, se pasa su magistral Esto no es un film, su última película.

El momento más incómodo (y divertido) fue el funcionario que le tocó reemplazar a Luciano Luz-Croke, quien no pudo hacer suyo las palabras de su superior. Discurso extenso, leído con apuro y extrañeza, la platea se impacientaba y descargaba sobre él el descontento general del pueblo chileno con sus gobernantes de turno. Ficvaldivia, después de todo, se realiza en la Universidad Austral de Chile, y ni siquiera su rector, Víctor Cubillos G, quien intentó posicionar el status quo de su institución, desconoció la crisis nacional en torno a la educación.

Quizás por esto la película de Santiago Mitre, El estudiante, resulta ideal para el Zeitgeist dominante. La UBA está en todas partes, y para los chilenos, su película, no pasará desapercibida.

El primer mérito de la ópera prima de Santiago Mitre es sostener su relato en un punto incómodo pero fértil que puede generar fastidio tanto al militante de izquierda como a su adversario conformista, amante del status quo y el orden civil. La pasión como sentimiento dominante de la subjetividad política es ostensible durante toda la película, pero más complejo resulta descifrar el lugar de enunciación y construcción del mundo que materializa y ficcionaliza El estudiante. Desconfiar, tildar velozmente, incluso alabar el filme son reacciones casi instintivas, acaso un antídoto para pensarlo a fondo.

Su historia es conocida: un joven de Ameghino, un provinciano, llega a Buenos Aires y empieza a estudiar en la UBA. No se especificará qué estudia, pero sin duda son materias de Ciencias Sociales. Discutir sobre Marx, Rousseau, el capitalismo como estilo de vida naturalizado, el colonialismo o la lectura de Foucault sobre ¿Qué es la ilustración? de Kant son señas intelectuales que signan el relato y trazan una zona simbólica y una posible protección ideológica. Pero éstos son rudimentos secundarios porque la película se focaliza en la militancia universitaria.

Roque Espinosa (excepcional trabajo de Esteban Lamothe), políticamente ingenuo aunque lúcido observador y veloz aprendiz, se convertirá pronto en la mano derecha de un famoso profesor y líder de una agrupación llamada Brecha, Alberto Acevedo, que pretende dirigir el rectorado. Roque hará proselitismo y campaña, será quien organice jornadas juveniles, negocie acuerdos, piense en la táctica y ponga el cuerpo. Regentear la fotocopiadora de un pabellón o pactar secretamente respecto de la distribución de cargos en las cátedras definen su praxis. La otra pasión de Roque son las mujeres, y la modalidad de su vínculo con ellas define sesgadamente las contradicciones del personaje. Roque, no obstante, elegirá estar con Paula, una de sus profesoras, quizás amante pretérita de Acevedo pero futura novia y compañera. Erotismo y militancia, las pasiones de Roque son inconfundibles y se fusionan.

Sobre este relato de ascensión se ha hablado mucho. A menudo, se señala una paradoja: un filme político sin política. En efecto, el discurso político explícito está protegido por cierta abstracción: los nombres de las agrupaciones son ficticios y la rivalidad ideológica es demasiado general. La marcha peronista y el regreso del General funcionan como una nota de color en un reencuentro familiar. El peronismo es un fantasma difuso que se entromete cada tanto, pero el presente con sus actores centrales está interdicto, excepto por una decisión de puesta en escena: el discurso político se dice y se ve en las paredes de la universidad, y prestándoles un poco de atención la perspectiva política del filme es más accesible. El mobiliario es más político que los personajes.

Existe, indudablemente, una lectura histórica consciente de la política argentina, sin duda válida, tal vez acertada pero un poco arbitraria. En varias ocasiones, una voz en off irrumpe en el relato. No enuncia en primera persona, ni parece ser un relator omnisciente y omnipresente. El recurso es formal y didáctico: suministro de información y distanciamiento para el espectador, es decir, datos para ser pensados. Pero en la última aparición esa voz dejará de comentar el relato, saltará fuera de la pantalla e irá por una hermenéutica mayor, ligeramente anticipada al comienzo cuando se presenta el pasado de Acevedo: interpretará el gran relato, el de la Historia del país. Y aquí, a propósito de un episodio conocido de traición entre Lisandro de la Torre e Yrigoyen, a fines de siglo XIX, El estudiante destila una tesis: la traición es un artilugio casi excluyente que articula un siglo de vida política nacional. Es una lectura atendible, pero no es ahí donde el filme resulta esclarecedor y políticamente relevante.

Si la película es política es por su retrato preciso del poder. Aquí, el poder no es ni abstracto, ni una entidad metafísica, y tampoco el ejercicio privilegiado de una elite determinada. El poder atraviesa todas las relaciones, es lo que constituye la naturaleza de los vínculos (amorosos, amistosos, epistemológicos, políticos y económicos), el fenómeno por el que se miden las fuerzas humanas y se combinan los intereses, y en donde surgen las prácticas, las decisiones y los límites de lo posible. Desde el robo de dinero en una fotocopiadora hasta la concertación de una alianza, El estudiante muestra y demuestra el funcionamiento del poder, y sobre esto jamás adopta una mirada moralista que puede despertar simpatía al reaccionario y antipatía al revolucionario.

Como sucede en la nueva versión de El planeta de los simios, un monosílabo (en el caso del filme de Mitre la última frase del personaje central) suscita una identificación inmediata, acaso una esperanza cívica y política. Una posible lectura de toda la película se predica de este instante clave, y sería la fuente desde donde se construye el punto de vista del filme: una suspensión ética de la política. En un golpe de vista rápido, el desenlace se prestará a ser identificado como tal: la praxis política, dominada por un telos, una actividad orientada a determinados fines, tanto nobles como espurios, según los casos, ser aá interceptada por un imperativo moral, y habría entonces una relación asimétrica entre lo ético y lo político: lo primero prevalecería sobre lo segundo.

Mitre da motivos suficientes a través de su férreo guión para creer esto. Durante una clase en la facultad, Roque interviene en una discusión sobre los fines de la política. Le responderá a una compañera de clase que tiene una mirada cínica sobre la política, que cree que todo es voluntad de poder: “Eso es un poco conformista. Me parece que hay que seguir buscando opciones”. Todo esto hace pensar que la supuesta bondad intrínseca del provinciano prevalecerá a lo largo de su aprendizaje político, y será él, finalmente, quien se desmarque de la supuesta corrupción propia de la táctica y las concertaciones características de la política real.

Pero una mirada más atenta descubrirá una ambigüedad mayor: no se trata ni del estereotipo del buen hombre venido del interior, ni tampoco de la sospecha de que la política, propia de las grandes metrópolis, es siempre sucia, moralmente inescrupulosa. Si se evita la tentación de proyectar nuestros buenos sentimientos, de creer en la naturaleza benevolente de Roque, el plano final de El estudiante no resulta en lo más mínimo incoherente con el desarrollo del relato. De ser así, esa secuencia, que será discutida por tiempo indeterminado, es la inversión dialéctica de una concepción tan naif como cínica de la política. Es que la política está antes que todo, pues florece en el choque de fuerzas y en la confrontación de intereses, y define de antemano, aunque no del todo, quiénes somos y qué podemos hacer, decir y esperar.

Quizás Attenberg no vaya por un mismo camino, pero no deja de ser una película de época; su retrato sobre la juventud es muy contemporáneo, y, en sus propios términos, es un film político.

Los planos fijos del inicio y los besos entre la protagonista y una amiga pueden ser desconcertantes. ¿Será un drama lésbico? No tardará mucho el metraje en incluir unas coreografías, más caminadas que bailadas, interpretadas por las mismas mujeres, en las que sus movimientos corporales parecen imitar el comportamiento de diversas especies animales. Y tampoco faltarán travellings heterodoxos, planos cenitales insólitos y algunas escenas sexuales, ahora entre un hombre y una mujer, que eluden tanto una estética porno como cualquier indicio de romanticismo. ¿Qué es todo esto?

Perder la virginidad a los 23 años y al mismo tiempo adentrarse en el misterio de la orfandad son las dos coordenadas que estructuran esta extraña y oscura comedia darwinista en donde los hombres son la especie elegida para indagar. La madre de Marina permanecerá en fuera de campo y su padre, un arquitecto proclive a la filosofía (más cerca del escepticismo lúcido que del platonismo festivo), lucha en vano contra el cáncer. La muerte del padre y el destino de su cuerpo operan durante toda la película como uno de los tabúes estructurales de la especie que serán parte del programa filosófico del film. Además, una hija o un padre no deben pensar sobre la desnudez del otro, un tabú ineludible, si se quiere, una prohibición ancestral y estructural, que en el film parece ligada al despertar sexual tardío de la protagonista, tal vez eróticamente autista. Es por eso que la admiración de Marina por la serie televisiva de Sir Richard Attenborough acerca del reino animal es central: no sólo constituye el punto de vista de Tsangari, que se combina con cierta comicidad cercana a Monty Phyton, sino que materializa la psicología de Marina. En efecto, los hombres son extraños y cómicos, a veces sufren, también disfrutan, construyen ciudades, naturalizan juegos, inventan placeres y en ocasiones aman. Es una especie tan interesante como los gorilas.

Temáticamente universal y estéticamente singular, la segunda película de Tsangari no se parece a nada, ni siquiera a la perversa sitcom griega con reminiscencias del cine de Haneke Colmillo, de Yorgos Lanthimos, compatriota de la directora, que tiene un papel central en Attenberg. Sucede que la crueldad y la misantropía de aquella película no pertenecen a la constelación del film de Tsangari, cuyo conductismo poético exalta otras cualidades de la vida humana: la curiosidad frente al mundo, una inquietud sobre el lenguaje en tanto medio de comunicación y herramienta de construcción simbólica, y una concepción discreta del amor desmarcada de todo romanticismo e idealismo, pero ostensible en la amistad, en las relaciones filiales y en un posible vínculo amoroso.

Attenberg molesta por su amable radicalidad y su depurado formalismo, que puede ser confundido con estéticas que provienen de otras expresiones audiovisuales; irrita, en ocasiones, por su modalidad narrativa, en la que el sentido tiende a ser indeterminado y difuso. Pero Attenberg no es ni minimalista, ni críptica, y menos aún una máquina visual ingeniosa aunque capciosa. Basta prestar atención a una de sus secuencias más logradas, en donde padre e hija miran desde una terraza la ciudad en la que viven y discuten sobre la historia y el desarrollo de su polis, para verificar la precisión de la puesta en escena y la pertinencia conceptual con la que Tsangari presenta un mundo y sus criaturas, sin duda fascinantes y queribles.

Roger Koza / Copyleft 2011