LA COLUMNA DE JORGE GARCÍA (02)

LA COLUMNA DE JORGE GARCÍA (02)

por - La columna de JG, Varios
09 Dic, 2011 12:00 | comentarios

COPPOLA, EL PADRINO, BRANDO

Por Jorge García

El caso de Francis Ford Coppola es –junto a los de Wim Wenders y Bernardo Bertolucci- curiosamente sintomático, ya que se trata de tres directores que, luego de haber desarrollado durante gran parte de su filmografía una obra realmente valiosa -que ofrece, inclusive, obras maestras- cayeron en una suerte de imparable tobogán (del que ha logrado momentáneamente escapar WW con su reciente y atractiva Pina). Pero centrémonos en Coppola. Si nos remitiéramos a su filmografía anterior a El padrino, nos encontraríamos con un director que había sido guionista de un par de films escasamente interesantes (¿Arde Paris? y Una mujer sin horizonte) mientras que en otro (Patton) su labor –y la de su protagonista, George C. Scott- estaban por encima de la del director Franklin J. Schaffner. Como realizador, había debutado en 1963 con Demencia 13,  un moderadamente atractivo ejercicio de terror,  rodando luego, Ya eres un hombre, una comedia de tintes autobiográficos y –ya manejándose con otros presupuestos- El camino del arco iris, un musical, filmado en momentos en los que el género había entrado en su etapa de irreversible decadencia, que está por encima de lo que en general se lo considera y en el cual Fred Astaire bailó las coreografías más modernas de su carrera. Su proyecto más personal antes de El padrino fue Dos almas en pugna, un logrado drama intimista en el que se veían las marcas de un realizador muy dotado. Cabe señalar que todos estos títulos, salvo tal vez Demencia 13, un film de relativo culto entre los amantes del cine de terror, son hoy obras casi olvidadas y solo reconocidas en algunos círculos cinéfilos.

El padrino

Cuando le propusieron la adaptación del best-seller, de Mario Puzo, Coppola se interesó, más que en la descripción del submundo gangsteril, en las relaciones familiares que se suscitaban entre los protagonistas. Trabajando con un gran presupuesto y rodeándose de algunos colaboradores inmejorables, como Gordon Willis en la iluminación y Dean Tavoularis en el diseño de producción, más la melosa y por momentos irritante partitura de Nino Rota, Coppola estructuró una saga familiar de ecos shakesperianos e inusitada violencia en la que –por cierto que aggiornándose a los gustos de los años 70 – intentó, y en muchos pasajes logró, establecer la tan mentada  síntesis entre arte e industria. Algo que, digámoslo de paso, algunos realizadores clásicos del cine americano, vg. Hitchcock, conseguían con mucho menos esfuerzo. Por cierto que la película tiene momentos magníficos, de auténtica grandeza, y un trabajo de actores en varios casos formidable (Pacino, mucho antes de convertirse en la triste parodia de sí mismo que es hoy, Duvall, el gordo Richard Castellanos, el cara de caballo Al Lettieri) pero no es, en mi opinión, la obra maestra que consideran muchos (creo que El padrino 2 es bastante superior). No resulta, por ejemplo, demasiado convincente, a pesar de las tres horas de duración del film,  la evolución del personaje de Pacino y alguna secuencia muy alabada, como la del montaje paralelo entre el bautismo del ahijado de Michel Corleone y la matanza de los distintos jefes gangsteriles, chirria como demasiado explícita y subrayada. Pero el lastre principal de la película hay que buscarlo en la actuación –por llamarla de alguna manera- de Marlon Brando.

Personalmente, con Brando nunca me llevé demasiado bien y – si me pongo estricto- diré que me parece una influencia nefasta dentro de los actores del cine moderno, a partir de su rotundo narcisismo, sus farfulleos casi ininteligibles y sus rascadas de oreja como recurso expresivo habitual. Desde luego que ha realizado algunos buenos trabajos (que seguramente no serán los que prefieren sus admiradores), tal el caso del militar secretamente homosexual de Reflejos en un ojo dorado que interpretaba con sutileza y recato o el gángster de la olvidada La noche del día siguiente, en la que, sorprendentemente, no se convertía en centro de cada escena. Pero hay muchas películas, sobre todo en su última etapa, en las que sus trabajos bordean la caricatura. En El padrino (me) cuesta entender la admiración que produce a muchos un trabajo que, a partir de su permanente oscilación entre lo risible y lo grotesco, es el principal lastre de la película, estando siempre en el límite de estropear las escenas en las que participa (como anécdota personal no puedo dejar de mencionar la satisfacción que me produjo la tremebunda paliza que le propinan a Brando en La jauría humana, otra interpretación suya considerablemente sobrevalorada). Lo cierto es que probablemente con la presencia de otro actor -Orson Welles dijo alguna vez que hubiera vendido su alma al diablo por conseguir ese papel- la película hubiera ganado bastante.

Un comentario final sobre la copia exhibida, a la que se anuncia como inmejorable y restaurada pero que, sobre todo en los momentos de planos distantes, no supera a la exhibida en ocasión del reestreno de la película en los años 90.

Jorge García / Copyleft 2011