XX y X: UNA ESPECIE EN PELOTAS
Por Roger Koza
La letra obliga. X no puede sugerir otra cosa que cine condicionado, porno, erótico, sucio, caliente, libertario, explotador, inmoral; según cómo se evalúe a este género problemático se habrá de adjetivarle bajo la égida de una ideología que modela la mirada y expresa un vínculo con este tipo de imágenes. Pero no hay nada que pueda censurar una evidencia: la pornografía es parte de la historia del cine.
Una posible definición liberal: “La pornografía es material sexual explícito, imágenes en papel o en película, o palabras sobre papel. Algunas personas disfrutan de ver este material; otras personas no lo disfrutan. Prohibir por ley la producción y la diseminación de este material es un acto inconsciente por parte de un gobierno de piedad moralista, o simple tiranía. Si no te gustan las palabras, ciudadano, no las leas. Si no te gustan las imágenes, amigo, no las mire”. Así puede leerse en un manual respetable de Film studies. Desde ya, hay otras versiones, la feminista, por ejemplo: «La pornografía es la subordinación sexual en términos gráficos de la mujer”.
Liberalismo político y políticas de la identidad y del género, aproximaciones falaces para advertir el reverso de un fenómeno que necesita ser pensado sin la cómoda coartada de la moral o la indignación y fiereza características del defensor de la libertad. Ni Ratzinger, ni Larry Flint. Y mucho menos, se habrá de asentir ante la gnosis acomodaticia de los gurúes del erotismo new age, con sus prédicas utilitarias a la medida de un tipo de sujeto narcisista que mientras coge cree canalizar las energías más elevadas del universo (y ahora con su último mantra audiovisual en manos de Subiela: No mires para abajo [2008], una iniciación al tantrismo porteño).
Se podría ensayar una defensa formal del cine pornográfico, su secreto vínculo con el cine de vanguardia. Pero basta señalar que hoy, en términos formales, es uno de los pocos géneros “populares” en donde no se canoniza una versión narrativa del cine y en donde la duración de los planos no responde a una lógica audiovisual dominante por la que un plano no puede durar más de cuatro a siete segundos. La pornografía, a pesar de ser la apoteosis del consumo, se desmarca de la naturaleza clip de las imágenes, o del devenir publicitario de los planos.
Mientras que un espectador satisface su deseo más secreto las reglas del porno, involuntariamente, le propone un ejercicio visual en el que no se manipula ni se prevé su tiempo de parpadeo. La fascinación vouyerista es incluida en el montaje. No hay historia que articule los planos, hay sí una avidez de verlo todo y en una duración que simule fragmentos reales de tiempo. En el cine porno, el plano secuencia domina y se articula en la presunta proeza del poder de un cuerpo que puede ser filmado en su fuerza física y repetitiva, expresión vital y primitiva, radicalmente disociada de la (inter)subjetividad: es el cuerpo animal doblemente desnudo, desprovisto de ropas, pero también de la metafísica de los signos. Gritos, gemidos y planos detalles, cuya única operación humanizante es la consagración irrisoria de la estrella porno. En otras palabras, la pornografía, excepto por su aporte formal hasta aquí señalado, funciona como un memorándum perverso de que somos una especie entre especies. Un registro banal, sin dudas, del instinto de conservación y del instinto de placer.
Por alguna razón sociológica, quizás por azar, o quién sabe si por una búsqueda de desmarcarse de un cine narrativo codificado a imagen y semejanza de Hollywood -otro modelo de pornografía- después de todo, a fines de la década del ’90, el llamado cine arte o cine de autor empezó a incorporar pasajes pornográficos a sus ficciones.
Directores como Chéreau (Intimidad, 2001), Gallo (The Brown Bunny, 2003), von Trier (Los idiotas, 1998), Winterbottom (9 Canciones, 2004), Breillat (Romance, 1999, y Anatomía del infierno, 2004), Reygadas (Batalla en el cielo, 2004), Dumont (La humanidad, 1999), etc., mostraron felatios y coitos, y si bien la provocación pudo o no tener efectos de taquilla, la apuesta quedó en una discusión estúpida de tamaños y motivos (una de las pocas películas nacionales que indagó sobre el porno, aunque con otros objetivos, fue precisamente el documental llamado Porno, de Homero Cirelli, estrenado tímidamente durante el 2007: su contribución ha sido deconstruir la puesta en escena del género, develar su humanidad y su artificio, e incluso su legitimo estatuto como fuente de trabajo).
Sin embargo hay tres películas valiosas y valientes, contemporáneas a la recién nombradas, que al integrar el registro porno han formalizado, paradójicamente, una crítica frontal o sesgada al género pornográfico. The Raspberry Reich (2004), de Bruce La Bruce, La nube errante (2005), de Tsai ming liang y ¡Viólame! (2000), de Virginie Despentes y Coralie Trinh Thi, reconociendo y utilizando el know how del género, han sodomizado por sorpresa la connivencia de la pornografía con el capitalismo; es decir, han puesto en tela de juicio la mercantilización del placer y del cuerpo, un argumento poderoso con el que se vende absolutamente todo.
La película de Bruce La Bruce es una ensayo cómico sin mucho rigor intelectual (aunque sí formal), sobre la tesis de Wilhelm Reich sobre la función del orgasmo adaptada a nuestro tiempo y en su vertiente más política. Divertida y experimental, dos tipos pueden fornicar ferozmente mientras un póster gigante del Che funciona como un fondo que ordena el placer como reserva revolucionaria. Al mismo tiempo, y así ocurre siempre, se yuxtaponen panfletos políticos, a veces leídos por el líder femenino de la célula revolucionaria. Evidentemente, aquí se elude el viejo temor de Lenin por escuchar excesivamente a Beethoven y distraerse por consiguiente de sus deberes revolucionarios. Bruce La Bruce sugiere, una y otra vez, la exacerbación de los placeres como método conspiratorio para desestabilizar el orden simbólico y económico dominante.
¡Viólame! es otra cosa. Iracunda, impía, lúdica y formalmente prodigiosa, el film de Despentes y Trinh Thi es pura violencia aunque ordenada en demostrar y denunciar la violencia estructural que contiene el orden social que descalifica la expresión y materialización de la violencia pero la engendra simbólicamente en el conjunto de prácticas que sostienen el orden simbólico y económico en el que se vive. En esta Thelma y Louise proletaria, los pasajes pornográficos son similares a cualquier película del género. Pero a diferencia de las películas XXX, en donde la narrativa es siempre ridícula y fallida, los planos porno se compaginan magistralmente con la narración. Desde que las dos heroínas empiezan a matar transeúntes casi sin discreción, hay una escena en particular que explícita la tesis política del film: en un momento ambas protagonistas llegan a un bar sexual. Se podría creer que allí están con sus pares. Pero no es así. La masacre es aun más intensa, pues allí se juega el eje de la crítica política: el placer no se vende, es un derecho sin precio.
La nube errante, una obra maestra de unos de los grandes cineastas de la actualidad, es una condensación de la totalidad de su obra, en donde todos los temas que le obsesionan están presentes: la soledad, la alienación, la falta de agua como sequedad espiritual, el sexo como mecanismo fugaz de satisfacción, el musical como consuelo. El reencuentro de los dos personajes centrales de ¿Y allí qué hora es? lo muestra transformados y ahora sí enamorados pero no desprovistos de obstáculos para consumar el deseo de amar. Amar a un actor porno no es una prueba menor. Como siempre Tsai construye planos casi inmóviles, excepto por los números musicales magistrales y delirantes que funcionan como un contrapunto entre el humor y el dolor que sobrevuela la totalidad de la trama. Los últimos 20 minutos son una impugnación a la pornografía en sus propios términos, un verdadero tour de force en donde queda claro que el cuerpo pornográfico es la exaltación del concepto de mercancía, es decir un cuerpo sin dignidad alguna.
Y mientras tanto, los cines para exhibición de películas condicionadas van cerrando. Las salas se clausuran, pues no pueden competir con la oferta infinita de la web. La perversión se privatiza. Y es quizás un anuncio de un devenir de la vida de las imágenes. Curioso heraldo de nuestro tiempo: la pornografía compendia, inesperadamente, los problemas del cine. Detrás de las erecciones, eyaculaciones, látigos y orgías, el presente del género pornográfico es un síntoma de la apropiación capitalista de la imagen.
Este texto fue publicado por la revista Abecedario (Córdoba) en el 2008.
Roger Koza / Copyleft 2012
No leí este post. Sólo vi un par de pornos. Pero evidentemente, la foto es de una peli de la que Noriega escribió. «Tengo una mosca que me está matando».
Hasta ahora no he leído una crítica general y concreta sobre el género. Iba a hacer una tesis sobre Viólame pero me di cuenta que encarar teóricamente al porno era mi justificación personal para responder algunas cosas que no me gustaban de ciertos feminismos, de los recalcitrantes nada sino de los que parecen más críticos. Abundan los textos (virtuales y en papel) complacientes, sea descubrimiento y liberalismo frente a la adultez (el caso de mi generación) o siglo XXI hipster de la clase media desarraigada.
En fin, ¡gracias!, por ser tan claro, nada tibio ni conformista ni sentencioso.
Muchas gracias a vos G. Sinceramente. RK
Me hiciste acordar de Bellocchio, El diablo en el cuerpo, cuando ella lo chupa, que sacudió a los cines y los límites de lo que se podía mostrar en su tiempo, y también El imperio de los sentidos, y Último tango en París, menos explícita pero, al menos en la historia principal, bien audaz. Y Un chant d´amour, de Genet, y las de Warhol con Joe D. Y algunas escenas de Bergman, uno que mostraba lo que tenía que mostrar, lo que era necesario. Y Adorado John, aquella sueca algo dulce pero que también se lanzó con fuerza en el terreno del placer. Ah, me gustaría seguir recordando todas las películas en que se fueron corriendo las normas aceptadas o la censura.
Los cines porno en realidad son de encuentros gay, de sexo, concretos, no exactamente de consumo pornográfico.
Buenos recuerdos y aclaraciones pertinentes. RK
Hello mr.! Tu comentario me trajo a la mente el ensayo «El hombre unidimensional» de Marcuse, si mal no recuerdo. Ahí la tesis es que el capitalismo brinda y permite todo tipo de «placeres» con tal de distraer al hombre de si mismo. Ese «si mismo» me hace ruido, pero no importa ahora. Unidimensionalizarlo en la dimensión más inmediata y genital, en el chakra más rudimentario… dijera uno que anda por ahí vestido de blanco y tostado por el sol de tanto tocar cuencos.
Pero me parece que el tema pasa por el «si mismo», esa concepción todavía moderna y hasta quizás medieval que todavía se percibe en Sartre cuando habla de «proyecto auténtico». Me parece que Marcuse viene por ahí también.
Ahora, el tema es autenticidad de qué hacia qué. Dejo el «de qué» (¿el hombre?) y voy a la autenticidad hacia que, y ahí la cosa se pone peliaguda, porque me parece que hay dos opciones excluyentes: o caemos en la inmanencia maquiavélica de la autenticidad liberal (tu puedes, o puedes creer que puedes y así sucesivamente hasta el infinito), o nos elevamos a las cimas de la metafísica (tomista o hegeliana, para el caso no es lo mismo pero van para el mismo lado de la necesariedad ontológica).
¿Existe un porno subjetivizante? Una tercera opción nacional y popular? Parece teológico, pero puede ser un desafío. Quizás… ¿si se hicieran festivales de cine porno al aire libre, impulsados por las instituciones educativas y los clubes barriales (Santa Hipocresía no lo permita!), sería lo bastante «raro» para interrogar las prácticas más ocultas y consuetudinarias de la sociedad?
Como vos decís, la letra obliga. Pero me atrevo a complementar con «la palabra interroga», gracias por reflexionar y hacer reflexionar sobre estos temas!