EL HOBBIT: EL DISCRETO ENCANTO DE LA CAMARADERÍA
Por Roger Koza
Esta vez no se trató de un acontecimiento cósmico. En su momento, el estreno de El señor de los anillos excedía las expectativas normales del espectador promedio dispuesto a un goce pasivo frente a un espectáculo visual casi orgásmico. Filmar a Tolkien era otra cosa: el renacimiento de una mitología y una civilización imaginaria venerada por varias generaciones. Tras la trilogía, la apuesta de El hobbit no podía ser la novedad, ni siquiera el simpático y poco eficaz refuerzo técnico de sus 48 cuadros por segundo puede colmar nuestra avidez de novedades.
Es cierto que el libro original no necesita tres películas para contar una historia sencilla: recuperar un tesoro custodiado por un dragón en una montaña solitaria. Hay varios pasajes de El hobbit que son innecesarios y en varias escenas el tiempo lógico de desarrollo parece inadecuado.
Y sin embargo no son muchos los filmes que celebren la camaradería (masculina) entre sus protagonistas. El hedonismo ingenuo de Bilbo, que disfruta de su pipa y sus lecturas en su cabaña, será sustituido por el placer de experimentar un discreto heroísmo colectivo. Su confort privado será reemplazado por una aventura comunal protagonizada por los enanos, Gandalf y él. Uno de los placeres de El hobbit es constatar la difusa transformación de la subjetividad de Bilbo.
Y si esto es insuficiente, el encuentro de Bilbo con Gollum (siempre tan humano, demasiado humano, un prodigio técnico ontológico), la magnífica batalla en un bosque y la fuga asistida por unos pajarracos gigantes deberían alcanzar para satisfacer a un espectador habituado a los gángsters y a los superhéroes aristócratas y narcisistas.
Este artículo fue publicado por el diario La voz del interior durante el mes de diciembre 2012
Roger Koza / Copyleft 2012
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