NOTAS PARA LA DEVALUACIÓN DE WOODY ALLEN (VERSIÓN COMPLETA)

NOTAS PARA LA DEVALUACIÓN DE WOODY ALLEN (VERSIÓN COMPLETA)

por - Críticas, Ensayos, Las traducciones
06 Dic, 2013 02:36 | comentarios
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Woody Allen

Por Jonathan Rosenbaum

“¿Por qué los franceses están tan locos por Jerry Lewis?” es una pregunta recurrente que se hacen los cinéfilos en Estados Unidos, pero, por triste que parezca, es casi invariablemente una pregunta retórica. Cuando Dick Cavett lo intentó hace varios años con Jean-Luc Godard, uno de los más grandes defensores de Lewis, rápidamente fue evidente que Cavett no tenía interés en obtener una respuesta e inmediatamente cambió de tema cuando Godard empezó a dar una. De cualquier manera, es una pregunta que vale la pena hacer seriamente, de la mano de otras relacionadas, incluso a riesgo de incurrir en incredulidad y sonar ofensivo.

¿Por qué los intelectuales norteamericanos son tan despectivos con Jerry Lewis y tan fanáticos de Woody Allen? Más allá de diferencias tan obvias como que Allen cita a Kierkegaard y Lewis no, ¿qué es lo que le da a Allen ese estatus cultural tan exaltado en este país, y a Lewis prácticamente ningún estatus cultural? (Charles Chaplin citó a Schopenhauer en Monsieur Verdoux, pero seguramente ésa no es la razón por la cual seguimos honrándolo). Si coincidimos en que la legitimidad intelectual es más que citar nombres, ¿qué hay en el trabajo de Allen como un escritor-director-actor judío que le confiere esa legitimidad (legitimidad que le es negada, entre otros, a Elaine May y a Mel y Albert Brooks)?

No es simplemente una cuestión de respeto, sino de identificación y simple encaprichamiento. La consecuencia es que una buena parte de los fanáticos de Allen ven a su personaje cómico casi de la misma manera en que les gusta verse a sí mismos. Si las películas en general deben mucho de su encanto a su capacidad de funcionar como espejos narcisistas, ofreciendo imágenes de identificación glamorosas y mejoradas para autentificar nuestros más preciados autorretratos, la comedia tiende a enaltecer esta tendencia en términos físicos, de modo que difícilmente sería una exageración decir que la manera en que respondemos a figuras como Chaplin, Buster Keaton, Harry Langdon, Harold Lloyd, Jacques Tati, Lewis y Allen tiene algo que ver con cómo nos sentimos con nuestros propios cuerpos.

Como escritor de comedia, Allen es equivalente a Robert Benchley, George S. Kaufman y S. J. Perelman y posiblemente está muy cerca de James Thurber. Como actor, su falta de presencia –su sello de autenticidad– es lejos lo que le ha ganado la simpatía del mundo. Su baja autoestima y su falta de vigor físico lo hacen quizás un dudoso objeto de deseo, sin embargo no hay nada más tranquilizador sobre su personaje que el agudo sentido de fracaso con el que ejecuta cada acción, haciendo de cada pequeña victoria, cada destello de ternura o esperanza un triunfo inspirador.

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La otra mujer

Como escritor-actor-personaje, es tan personal como le es posible a alguien en su posición. Pero como director y cineasta, incluso después de diecinueve películas, permanece extrañamente inmaduro y no consolidado: no es un creador de formas o un estilista distinguido que puede existir independientemente de sus modelos. Esto puede verse no sólo en la utilización de Sven Nykvist, director de fotografía de Ingmar Bergman, en varias de sus películas (usualmente para crear un aspecto clínicamente antiséptico que evoca la seriedad escandinava), sino también en las visibles derivaciones de Gritos y susurros de Bergman en Interiores, de Sonrisas de una noche de verano en Comedia sexual de una noche de verano y de Cuando huye el día en La otra mujer; de 8 ½ de Fellini en Recuerdos y de Amarcord en Días de radio; y del episodio de Fellini en Boccaccio ’70 en el episodio (Edipo reprimido) en Historias de Nueva York, entre otros ejemplos. Incluso en Zelig, una de sus creaciones más originales, las periódicas declaraciones por parte de intelectuales judíos haciendo de ellos mismos –Saul Bellow, Bruno Bettelheim, Irving Howe, Susan Sontag– son usadas de una manera claramente deudora de las declaraciones de los “testigos” en Rojos de Warren Beatty, lanzada dos años antes. (La validación del mundo ficticio de Zelig ofrecida por celebridades intelectuales “verdaderas”, comparable con la aparición de Marshall McLuhan en Annie Hall, es por supuesto muy diferente a la función dialéctica de los testigos en Rojos, que permanecen no identificados, pero la apropiación de la técnica de Beatty es, nuevamente, característica.)

La mayoría de las veces estas licencias, cuando son advertidas, son racionalizadas por la prensa como “homenajes”; sin embargo, posiblemente revelan la misma clase de inmadurez estética que un escritor novato mostraría al imitar, digamos, a Hemingway o Faulkner. La imitación puede ser una forma sincera de halago, y no hay duda de la adoración de Allen por Bergman o Fellini. Pero, pasado cierto punto, surge la cuestión de si esta clase de emulación está siendo utilizada como una herramienta de nuevos descubrimientos o como un oportuno sustituto de esos descubrimientos: un escudo catalogado como “Arte” que está destinado a intimidar a los no creyentes.

Hay un mundo de diferencia entre la aplicación de modelos cinematográficos realizada por un Jean-Luc Godard o un Jacques Rivette, que ofrece un conocimiento crítico sobre una película o director particular (como las comprimidas referencias a Monsieur Verdoux y Psicosis en Weekend de Godard, que señalan los vínculos entre asesinato y capitalismo en los dos films anteriores), y la simple transposición de una mirada o una forma empleada por Allen. Quizás si los marcos de referencia cinematográficos de Allen fueran más amplios –incluyendo, digamos, tanto a Carl Dreyer como a Bergman y tanto a Roberto Rossellini como a Fellini– sus apropiaciones no parecerían tan premeditadas y automáticas. Una razón por la cual los usos creativos que Rivette hace de Fritz Lang y Jean Renoir parecen mucho más productivos es que ninguno de estos dos cineastas está atado exclusivamente a un determinado país o cultura. Como los estilos de Bergman y Fellini, en cambio, están vinculados intrínsecamente a las culturas de Suecia e Italia respectivamente, ¿qué sentido tiene transponer estos estilos a un medio exclusivamente neoyorquino? Sin embargo, Allen es tratado frecuentemente por la prensa como si fuera más importante que los directores a los que copia.

En un libro esclarecedor acerca de edición de films llamado Cuando termina el rodaje… empieza el montaje, Ralph Rosenblum describe en detalle cómo tuvo que rehacer sustancialmente la mala e indiscriminada edición de media docena de las primeras películas de Allen, incluso pidiéndole con éxito que filmara nuevos finales para Robó, huyó y lo pescaron, Bananas, El dormilón y La última noche de Boris Grushenko, y transformando un rejunte egocentrista llamado Anhedonia (“incapacidad para experimentar placer”) en una agraciada comedia romántica llamada Annie Hall. Aunque Rosenblum ya no edita las películas de Allen, quizás como consecuencia de haber escrito este libro, el más reciente libro de Thierry de Navacelle, Woody Allen en acción, un diario de la filmación de Días de radio que incluye en columnas paralelas el guión original y el primer “corte”, muestra claramente que todavía en 1987 había un abismo entre las concepciones originales de Allen y lo que finalmente se vio en pantalla. Parte de eso parece ser un prudente recorte de morbo compulsivo: Robó, huyó y lo pescaron originalmente terminaba con la sangrienta aniquilación de su héroe, mientras que Días de radio originalmente comenzaba con una incómoda cobertura radial que relataba la muerte por ahogo de un personaje similar a Houdini en una prueba subacuática. Pero una parte igualmente importante del problema parece ser que Allen usualmente comienza con una concepción más literaria que fílmica. Como le señaló a Godard en una entrevista grabada en 1986, él considera los intertítulos en Hannah y sus hermanas como un recurso literario (como palabras), mientras que Godard los usa en sus propias películas como un recurso cinematográfico (como planos).

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Manhattan

Obviamente, no hay nada de malo en esto en sí mismo; el cine literario norteamericano tiene pocos talentos sostenidos que puede considerar propios, y no hay duda de que el talento de Allen como escritor mejoró ese cine en ciertos aspectos. Tampoco puede culparse a Allen por las afirmaciones desmesuradas de Vincent Canby y otros sobre sus films; sus propias observaciones sobre sus películas tienden a ser mucho más modestas. Uno también respeta su pasión y seriedad al hablar en contra de la colorización y su negativa a dejar que su única película en CinemaScope, Manhattan, fuera reducida al formato televisivo perdiendo sus bordes laterales (algo que ni Bernardo Bertolucci ni Steven Spielberg lograron hacer con las versiones para video y televisión de El último emperador y El imperio del sol, por ejemplo).

Pero aun así uno debe preguntarse por qué Allen ha sido nominado y casi elegido como nuestro cineasta más “artístico” y el poeta laureado de nuestras incertidumbres colectivas en tantos círculos, la mayoría de ellos acomodados y medianamente cultos. ¿Qué es lo que él hace para este público que es considerado tan esencial e irremplazable? ¿Hasta qué punto su talla es un factor de progreso en nuestra cultura cinematográfica, y hasta qué punto es reaccionaria? ¿Cuánto representa su estatus como cineasta intelectual un genuino interrogante intelectual, y cuánto sugiere algo más cercano a lo inverso: la representación de los intelectuales por no intelectuales e incluso anti-intelectuales que sirve para satisfacer la curiosidad sobre las preocupaciones intelectuales sin ningún desafío intelectual?

¿Por qué los franceses están tan locos por Jerry Lewis? Bueno, por un lado, algunos lo ven muy parecido a Estados Unidos: infantil, histérico, descontrolado, atolondrado, desinhibido, chabacano, enérgico, desarticulado, odioso, sentimental, autoritario, social y sexualmente inadaptado, y expansivo (por contraste, al menos en la superficie, Allen es adolescente, neurótico, controlado, quejoso, inhibido, aletargado, articulado, cínico, desgarbado, social y sexualmente inadaptado, y contenido). No es tanto una cuestión de amar estas cualidades como de envidiar o admirar o identificarse con algunas de ellas, y horrorizarse con otras: una suerte de modelo comprimido del amor-odio que muchos franceses sienten hacia Estados Unidos como un objeto de fantasía. Me parece que lo que muchos franceses experimentan como las restricciones hipercultas de su cultura encuentra una agradable liberación en la capacidad explosiva y la torpeza de Lewis, y el gusto de los franceses por la fantasía desprejuiciada se satisface, en parte, con la lejanía de Lewis con respecto al realismo: el lado puramente salvaje de sus ideas como escritor y director, y los hábitos deconstructivos, como por ejemplo el modernismo vulgar que comparte con Mel Brooks, que casi siempre nos recuerda, de diferentes maneras autoreferenciales, que estamos viendo una película (en algún momento de la década de los sesenta, Godard describe a Lewis como “el único hombre libre trabajando en Hollywood”).

De todas maneras, nada de esto debe considerarse monolítico o exclusivo en cuanto a los gustos franceses: sucede también que los franceses están locos por Woody Allen. Pero vale la pena remarcar que los franceses son menos propensos que nosotros a ver en Allen alguna clase de mejora o sustituto de los directores europeos de cine-arte. La esencia de cualquier gusto es en gran medida tanto lo que excluye como lo que incluye, y el ascenso de Woody Allen como un director de cine-arte en los Estados Unidos coincide con la sostenida caída en el interés por las películas de cine-arte en lengua extranjera. Podemos contar con que cada película de Allen esté disponible de una u otra manera en todo Estados Unidos, pero no todos los films de Bergman o Fellini (cuya última película, Entrevista, nunca fue lanzada aquí); en el caso de Antonioni, Godard y Alain Resnais, la mayoría de sus últimos films no está disponible en los Estados Unidos.

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La loca historia del mundo

Allen está lejos de ser el único director cómico que piensa más verbal que visualmente; lo mismo es cierto sobre Mel Brooks, y una orientación general hacia la palabra más que hacia la imagen puede tener que ver con la naturaleza del judaísmo como cultura oral. Cuando alguien en La loca historia del mundo de Brooks remarca: “Las calles están plagadas de soldados”, uno sabe de antemano que Brooks deberá seguir esto con un equivalente visual non sequitur (primando la palabra y la voz, haciéndolas literalmente palpables en forma de jeroglíficos). “La muerte fue recibida con cierto asombro”, entona el narrador Orson Welles cerca del comienzo del mismo film, y en ese plano mecánico e inmediatamente olvidable todos los que están parados alrededor que no son cadáveres gritan “Guauuu…”. Tanto diciéndolo como desparramándolo, masticando y escupiendo palabras hasta que rebalsan y comienzan a llenar algunas de las grietas dejadas por las imágenes ilustrativas, los personajes de Brooks y sus rutinas cómicas van mucho más lejos en literalidad que los de Allen, hasta tal punto que a menudo la narración coherente y consecutiva se vuelve imposible, adhiriendo a las estructuras más libres del stand-up (para que conste, su atípica primera película, ¿Qué pasa, Tiger Lily?, de 1966, fue tan salvaje y deconstructiva como cualquier cosa de Brooks o Lewis).

Allen, en contraste, depende principalmente de historias con base naturalista; cualquiera sea el barniz estilístico usado en un film particular, la forma es frecuentemente bastante convencional (lo que ayuda a entender que sus películas sean relativamente accesibles). Pero los héroes de Allen se mantienen fundamentalmente como figuras de stand-up, y en general lo que es gracioso de ellos son sus ocurrencias. Esta tendencia está ligada, en cualquier caso, al creciente problema formal en la obra de Allen de integrar su lado cómico y su personaje actoral con sus aspiraciones como cineasta más serio. Varias de sus últimas comedias han propuesto diferentes soluciones para inyectar a Woody en una trama: incorporándolo en falsos noticieros de actualidad (e inusualmente privándolo de voz) en Zelig, presentándolo como un simpático héroe romántico en Broadway Danny Rose y como un héroe kafkiano en Edipo reprimido (en Historias de Nueva York), usando a Mia Farrow como un parcial sustituto de Woody en La rosa púrpura de El Cairo y Días de radio, usando a Dianne Wiest como un Woody femenino en Hannah y sus hermanas y Días de radio, y aislándolo como una bacteria en las tramas paralelas tanto de Hannah y sus hermanas como de Crímenes y pecados.

Un mejor sentido de cómo Allen maneja estos problemas de lenguaje y personajes puede deducirse comparando sus estrategias con las de Chaplin, Tati, y Lewis. Para Chaplin, el habla produce una transformación del vagabundo al final de El gran dictador, y su eliminación de los films posteriores. Monsieur Hulot, de Tati, inicialmente pensado para aparecer sólo en Las vacaciones del señor Hulot, es complementado con una hermana adinerada y un sobrino en Mi tío, multiplicado y universalizado por varios dobles en Playtime (para probar que todos somos potenciales Hulots), recuperado desesperadamente como el héroe central en Tráfico después del desastre comercial del film anterior, y finalmente abandonado con alivio en Zafarrancho en el circo. En todos estos films, los diálogos son oídos más que escuchados con atención, y el sonido es generalmente usado para complementar y enfatizar (más que ilustrar) las imágenes. Lewis en sus propias películas –haciendo poco por alterar sus personajes (más allá de adecuarse a los efectos del envejecimiento)– acompaña sus deformaciones físicas con deformaciones del lenguaje, creando en momentos de histeria una especie de Jabberwocky espástico para reflejar su desgarbada inestabilidad física.

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El loco mundo de Jerry

Al igual que Allen, estas figuras pueden ser vistas como artistas autobiográficos en el más profundo de los sentidos, con sus chistes y ocurrencias saliendo directamente de sus experiencias y de su vida (esto puede parecer menos obvio con Lewis, pero vale la pena señalar que su última película, El loco mundo de Jerry, tiene secuencias que aluden tanto a su operación a corazón abierto como a su intento de suicidio). Puede decirse que los tres están motivados por un conflicto entre narcisismo y auto-denigración en relación con sus personajes cómicos. La diferencia crucial con Allen está en el grado en el que expresan dialécticamente este conflicto. En vez de ubicarse en ambos lados, como hace Allen, ellos normalmente mantienen suficiente distancia de sus propios personajes, permitiendo a la audiencia tener una perspectiva crítica sobre ellos. Allen, en cambio, está muy cercano a Woody como para permitir esta disociación; su tarea es seducirnos para compartir las confusiones y ambivalencias de su personaje sin poder resolverlas (después de todo, Woody no puede resolverlas, ¿por qué deberíamos nosotros?). Y más que proponer una solución artística a un conflicto personal como hacen Chaplin, Tati o Lewis, él ofrece una especie de cortina de humo destinada a impedirnos ver que el conflicto no está siendo enfrentado directamente.

Intelectuales y anti-intelectuales, liberales y conservadores pueden salir de las películas de Allen sintiendo que sus visiones del mundo han sido corroboradas e ilustradas porque ningún problema es forzado al punto de crisis: normalmente alcanzan algunas críticas fáciles en todas las direcciones posibles. El chiste en Annie Hall sobre Dissent y Commentary combinándose en Dysentery tiene algo para todos: los lectores de ambas revistas se sienten agradecidos por este atípico reconocimiento en un film comercial; la gente que siente desagrado por el intelectualismo asociado a ambas publicaciones se siente recompensada; e incluso aquellos que se encresparían por la incompatibilidad política de las dos revistas pueden divertirse con el juego de palabras.

Crímenes y pecados ofrece otro buen ejemplo. Un film que profesa tratar sobre la inmoralidad desenfrenada y el egocentrismo de los ’80 nos presenta a un oftalmólogo (Martin Landau) que planea y logra asesinar a su amante, y a un director de documentales socialmente comprometido (Allen) que no es recompensado por sus buenas intenciones. Pero ambos personajes parecen igualmente motivados por su propio interés, y se nos pide que nos preocupemos más por el personaje de Allen como víctima que por la amante asesinada (Anjelica Huston). El masoquismo de Landau por sus primeros sentimientos de culpa se corresponde con el masoquismo de Allen por ser un perdedor. Hay una falta de distancia irónica en este aspecto de ambos personajes, y si el film está genuinamente atacando al egocentrismo, se encuentra bastante disminuido al no poder ver más allá de él.

Una distinción importante aquí es el contexto social. Chaplin y Tati ofrecen personajes cuyo principal problema es lidiar con el mundo; los personajes de Lewis y Allen, sin embargo, están preocupados tanto por esto como por destacarse, y la importancia de destacarse –mayor en el caso de Allen que en el de Lewis– implica una relación diferente con la sociedad en cuestión. Destacarse es el objetivo de esa avidez extrovertida por la aprobación y el aplauso de la sociedad; y a pesar de todos sus aparentes desajustes, los héroes de Allen pertenecen completa e íntegramente a la sociedad en la que quieren triunfar. Nunca son presentados como totalmente marginados, como con frecuencia sucede con los héroes de Lewis.

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Jacques Tati

Lo que hace a Chaplin y Tati profundos críticos sociales es el hecho de que las dificultades de sus personajes para lidiar con la sociedad llevan a la consideración de las dificultades de la sociedad para lidiar con ellos. Lewis continúa parte de este proceso (véase, por ejemplo, El profesor chiflado), pero Allen prácticamente lo abandona. Aparte del entrañable auto-desprecio y del atrevido sarcasmo hacia sus espectadores en Recuerdos, su crítica social raramente llega más allá de chistes de una línea, mientras que la obsesión por el éxito y la aprobación normalmente implica que es el individuo, y no la sociedad, quien necesita hacer los ajustes.

Uno de los más perturbadores hechos sobre la vida norteamericana contemporánea es su rechazo al concepto de víctimas; el sinónimo corriente para “víctima” es “perdedor”. Cuando el personaje de Allen en Crímenes y pecados está escuchando a su hermana describir su humillación a manos de un sádico luego de responder a un aviso clasificado, las respuestas horrorizadas de Allen son telegrafiadas a la audiencia como invitaciones a una risa cruel y burlona, no a la compasión. Ésta es una curiosa estratagema en un film que profesa estar en contra del deterioro de los valores éticos y morales, pero que es consistente con los métodos convencionales de Allen, ya que es mucho más fácil reírse de un perdedor que de una víctima.

La dicotomía entre Ganadores y Perdedores en las películas de Allen se corresponde perfectamente con la dicotomía entre Incluidos y Excluidos. Allen generalmente pone un pie de cada lado: mirando con desprecio a los Incluidos (el productor televisivo Alan Alda en Crímenes y pecados) desde una posición de Excluido, pero también mirando con desprecio a los Excluidos (los fanáticos del cine en Recuerdos) desde una posición privilegiada de Incluido. En Días de radio, la cálida superioridad asumida por el narrador (de vuelta Woody) ante su familia y la inferioridad abyecta sentida por Sally (Mia Farrow) frente a las estrellas de radio (antes de convertirse en una) están cortadas con la misma tijera. Tiñendo ambos espacios con nostalgia, mientras critica una posición desde la opuesta, Allen se niega a comprometerse completamente con uno de los grupos, o incluso a hacerse cargo de esta negativa (una decisión que conformaría y delimitaría el alcance de sus chistes y su posibilidad de combinarlos). Cambiando de bando, puede hacer a gusto que sus personajes sean queribles o el hazmerreír. Un mayor coeficiente de risas se logra con este proceso, pero a costa de una perspectiva moral más difusa, ya que la vanidad complaciente y la falta de compromiso con cualquiera de las facciones se convierten en los pre-requisitos para una posición semejante. Una lectura generosa de este rasgo sería llamarlo una forma de objetividad; una respuesta más escéptica sería verlo como oportunista.

Se ha notado más de una vez que parte de lo que hace tan “atractivo” el Manhattan de Manhattan –más allá de los acordes de Gershwin y las vistas en CinemaScope en blanco y negro de lugares famosos– es la ausencia casi total de negros e hispanos. En la medida en que éste es el Manhattan que cierta clase de blanco ya “ve”, o quiere ver, Manhattan valida e idealiza esta visión altamente selectiva de la ciudad.

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Crímenes y pecados

La pobreza en los films de Allen, más allá de los chistes de una línea, es casi invariablemente pobreza judía y está originada en algún lugar del pasado; las penurias contemporáneas de los que viven en la calle, por ejemplo, pueden ser evidentes para cualquiera que camine un par de cuadras en Manhattan, pero no son evidentes en los exteriores urbanos de La otra mujer, Edipo reprimido o Crímenes y pecados, como tampoco lo es la presencia del racismo. Todos los personajes principales de Allen están protegidos contra semejantes problemas por la interioridad de sus asuntos, y también, indirectamente, están protegidos los espectadores de estos films. Una verdadera introspección sobre los principales problemas del mundo y la decadencia de los valores morales es propiedad exclusiva de unos pocos hombres urbanos exitosos cuyas exclusivas ventajas somos invitados a compartir, y cualquier conjunto de suposiciones que se encuentre más allá del ámbito del New Yorker o del New York Times tiende a ser tratado como esotérico y provinciano.

La crítica de Robert Warshow sobre el New Yorker como una institución cultural (en “E. B. White y el New Yorker”) parece particularmente relevante para la naturaleza del atractivo especial de Allen:

El New Yorker siempre ha tratado la experiencia no intentando comprenderla sino prescribiendo la actitud a ser adoptada hacia ella. Esto hace posible sentirse inteligente sin pensar, y es una forma de hacer tolerable todo, ya que la suposición de una actitud acorde a la experiencia puede darle a uno la ilusión de haberla tratado de manera adecuada. La falta de gracia del capitalismo se convierte en un fenómeno enteramente externo, un espectáculo que uno puede observar sin ser tocado: sobre todo, sin sentirse verdaderamente amenazado. Incluso la propia incompetencia se hace placentera: ser desconcertado por una máquina, una trabajadora doméstica o una idea es el sello de membresía de la minoría humana civilizada.

Estoy dispuesto a creer en la afirmación de Allen en “Reflexiones al azar de una mente de segunda clase” (Tikkun, enero-febrero de 1990) de que su reputación como un “judío que se odia a sí mismo” puede estar de algún modo fuera de lugar (“Aun cuando es cierto que soy judío y que no me agrado demasiado, no es por mi credo”). Pero debido a los elementos autobiográficos en su obra sigue siendo difícil dar cuenta de la fuerte relación entre destacarse y ganar el amor de una bella mujer WASP (usualmente Diane Keaton o Mia Farrow) en la mayoría de sus comedias (aunque, para ser justos sobre esto, su personaje termina con una mujer judía igual a su (terrible) madre al final de Edipo reprimido). Lo que parece más problemático es el fracaso de la mayoría de las películas de Allen para enfrentar este tema directamente (hasta el punto en que lo hace Elaine May en Relaciones prohibidas, por ejemplo, cuando el héroe judío (Charles Grodin) planta a su esposa judía (Jeannie Berlin) durante su luna de miel en Miami para perseguir a Cybill Shepherd). El hecho de que en este caso May esté dirigiendo un guión de Neil Simon (basado en una historia de Bruce Jay Friedman) que nunca alude en el diálogo a la naturaleza étnica del conflicto hace su éxito tanto más impactante: para decirlo de manera directa, la dirección de actores de May expone repetida e incómodamente hasta qué punto la libido de Grodin es afectada por su propio antisemitismo. El héroe de Allen en Edipo reprimido puede haber cambiado su nombre de Millstein a Mills, y está claro que está saliendo con una shiksa, pero éstos son simplemente datos en la trama: el conflicto nunca se explora en términos psicológicos, ni en el diálogo ni en la dirección, y finalmente se resuelve de manera sentimental cuando la trama le ofrece una novia judía para remplazar a la shiksa.

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Recuerdos

La usual reticencia de Allen a ganarse la antipatía de su circunscripción –con algunas excepciones notables y valientes, como Recuerdos y su columna en el New York Times criticando a los soldados israelíes– generalmente significa evitar temas y posiciones controversiales en sus películas, a pesar de un barniz de actualidad. Esto es, por supuesto, típico del cine comercial norteamericano, y debe agregarse que la popularidad de Allen entre los intelectuales norteamericanos no significa un éxito automático en las boleterías (curiosamente, Crímenes y pecados ha sido un fiasco comercial más allá de sus reseñas entusiastas, y ha habido muchas otras instancias similares en la carrera de Allen). Su inusual libertad para continuar a su gusto con films personales tiene claramente un precio asociado –la necesidad de lograr suficientes ganancias en algunas de sus películas para poder continuar con este arreglo– y sería ingenuo asumirlo de otra manera. La representación de Allen de sí mismo como artista y como intelectual (en oposición a un “mero” animador) nos obliga a tomarle la palabra; y cuando lo hacemos, aparece inmediatamente el problema sobre lo que los intelectuales y artistas son y deberían ser en nuestra cultura. Eximir a Allen de ese problema implica aceptar el tipo de impostura por la que la industria del cine es famosa: la idea de que el arte es una forma de entretenimiento que genera dinero, y que “intelectual” sólo es sinónimo de “pseudo-intelectual”.

Noam Chomsky escribió: “Es responsabilidad de los intelectuales contar la verdad y desenmascarar las mentiras. Esto, al menos, suena demasiado a un lugar común como para pasar desapercibido. Aunque en realidad no. Para el intelectual moderno, no es para nada obvio”. Si vemos a Allen como un intelectual o no depende, en último análisis, de si aceptamos o no la visión de Chomsky de lo que debería ser obvio.

Entonces, si queremos ver una comedia que nos diga algo sobre, digamos, la idiotez norteamericana pifiando acerca del Tercer Mundo y la ecuación reaganeana de entretenimiento y política, un producto dudoso como Ishtar de Elaine May va a llegar más cerca de la meta que cualquier film que podamos esperar de Woody Allen. (La idea de un agente del mundo del espectáculo negociando un tratado de paz en Medio Oriente como parte de un contrato podría arreglárselas como un chiste de una línea en una película de Allen, pero sólo May tendría las agallas para usarla integralmente, como una resolución de la trama.) Si queremos conocer algunas de las verdades sobre el desempleo en los Estados Unidos a comienzos de los ’80 –una revelación que podría hacernos temblar tanto como reír– es mejor recurrir a ¡Dale fuerte, Jerry! de Lewis que a cualquier film de Allen, así como hasta un tambaleante intento de Mel Brooks como S.O.S. Hay un loco suelto en el espacio tiene más que decir sobre el mercantilismo de la industria del cine que cualquier cosa que podríamos esperar de Woody. De manera similar, para un genuino trato satírico de las sensibilidades de un yuppie limitado, uno debe reparar en Perdidos en América de Albert Brooks y no en Hannah y sus hermanas o Crímenes y pecados. En cambio, lo que encontramos en las películas de Allen, más allá de una serie de vívidos parloteos, es la adulación a nuestros egos como individuos que piensan lo correcto y una forma de introspección que excluye cualquier posibilidad de cambio social: un narcisismo provinciano que se corresponde precisamente con nuestra situación actual en relación con el resto del mundo.

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Traducción de Giselle Lucchesi

Texto publicado en el número 12 de La rana 

Agradecemos a Julián Aubrit, director de la revista, por darnos el permiso para su publicación completa.