ONTOLOGÍA DE LA SOSPECHA
Por Roger Koza
Quienes recuerden el texto de André Bazin sobre el ‘montaje prohibido’ y hayan visto Una aventura extraordinaria (2012), de Ang Lee, podrán asociar inmediatamente aquella lectura del mítico crítico francés sobre un pasaje de un film de Chaplin en el que éste se mete a la jaula de un león de circo con el famoso tigre digital llamado Parker que convive en una balsa con el protagonista indio del film de Lee. El león era real y Chaplin convivía con él en el mismo plano. Parker, en cambio, es una criatura de un absoluto no lugar, a pesar de su visibilidad.
La fiera y el cómico coexistían en un espacio y un tiempo comunes, y la comicidad de la escena tenía un suplemento ontológico: el orden humorístico se yuxtaponía con un registro documental de otro orden. Credulidad doble: la situación humorística se predicaba de la desesperación del vagabundo y de la confianza de Chaplin en los buenos modales y el profesionalismo de la fiera.
A menos de 100 años de ese episodio en un film notable como El circo (1928), Lee vuelve sobre el tema, ya no en clave cómica sino existencial y teológica, y destituye enteramente los problemas formales de Chaplin y supera las cavilaciones teóricas de Bazin (que, lógicamente, desconocía los problemas éticos y políticos planteados por el devenir digital de la imagen). Es evidente que hablar de montaje prohibido en este contexto es improcedente: el tigre de Lee sólo existe como efecto visual de una realidad constituida por bits de información. Si todavía hoy se tratara de defender una especie tardía de realismo definido por su registro, podría hablarse tal vez de un realismo minimalista, porque en este estadio de la imagen el problema está en otro lado. Más bien habría que hablar de ‘registro prohibido’, o de ‘constructivismo prohibido’: un límite a la intervención de la voluntad (a saber: registrar sin alterar e insistir en filmar lo real como aquello que se resiste a los caprichos de la imaginación).
¿Qué tiene que ver todo esto con el cine documental? En apariencia, nada; en principio, todo. Desde que James Cameron concibió un planeta azulado a imagen y semejanza de cualquier fantasía New Age, o desde que el propio Lee materializó una isla repleta de seres animados, perdida en medio del océano, el espectador, frente a esos mundos imaginarios pero materiales, ya no sabe distinguir entre lo real en sí y la construcción digital de una imagen. El corolario es obvio: la credibilidad y la naturaleza de las imágenes son puestas en discusión. En otros términos: la supuesta voluntad de verdad del documental ya no puede contar con la garantía primitiva de una transacción primordial entre luz y objetos y sujetos. La evidencia física del cine es cosa del pasado. Una imagen del siglo XXI nace impregnada de una sospecha general sobre su origen. Otra vez la pesadilla epistémica inmemorial: las apariencias engañan. La manipulación dependía hasta unas décadas del montaje y del encuadre; el punto de vista se podía camuflar, pero había cierta fidelidad mecánica frente a lo real. La constitución intrínseca de una imagen, como una especie material nacida de nuestras prácticas, ha mutado.
Las poéticas del documental se enfrentan con una crisis inédita. Ya no se trata solamente del concepto de ficción entrometiéndose por vías inesperadas, ni tampoco de una cuestión de hibridez genérica, cuando las reglas poéticas del documental y la ficción se vuelven indiscernibles. En cierto sentido, esta hibridez existe desde los inicios del cine. ¿No hubo dos tomas en la famosa La salida de los obreros de la fábrica Lumière (1895)? Los hermanos Lumière esperan por la salida de las mujeres, algo no sale como se esperaba, se repite entonces el registro y se les indica a los “actores” que hagan un gesto determinado. La dirección de actores existe desde el minuto cero, y la organización de la puesta en escena es ya una intervención de un punto de vista activo.
En esta nueva era de la sospecha, los documentalistas deberán reinventar el documental por otros medios. Películas como Leviathan (2012), Costa da Morte (2013), The Act of Killing (2012), Yumen (2012), Vals con Bashir (2009), Figuras de guerra (2011) son algunos ejemplos indirectos de cómo se conjura la ficción y el estatus ontológico de una imagen que ya no refleja el mundo sino que se propone como enunciación y sistema de visibilidad. Los documentalistas devienen en ensayistas y poetas, se fugan por los huecos de la sociedad del espectáculo y rivalizan con los hacedores de pesadillas en 3D y los publicistas que dominan el imaginario audiovisual.
Este texto fue comisionado por DAC.
Roger Koza / Copyleft 2013
Brillante, asertivo. Hay mucho paño que cortar y distintas posiciones. Saliendo de ese meollo tramposo que vendría a ser la ontología de la imagen- referente analógico (cuestión que puede discutirse desde Crary, esencialmente, en torno a la cuestión del observador y desde casi toda posición asumiendo el giro lingüístico), es esencial entender que las prácticas documentales, las creativas, las que están reinventando el género parten de la base de una duda primordial, un resquebrajamiento, desde donde sin embargo, algo- una experiencia, una idea, un enunciado, un corte- desmonta y recrea nuestros pactos con lo visible. Eso que ha sido llamado «performativo», queda corto desde Nichols y se abre como duda y creencia en Comolli, y como «inquietud de sí» y pregunta x la subjetvidad en Renov. Luego, están las prácticas, los objetos, como ellas nos plantean estas preguntas (y como las valoramos, claro). En lo particular, me cuesta el límite que cruza TAOK, creo que podría generar una argumentación que se juegue en el plano constructivo y no referencial. Lo que me parece esencial del texto es insertar esta pregunta desde la historia del cine mismo, desde sus inicios…un abrazo