¿A QUIÉN LE IMPORTA? A PROPÓSITO DE LLINÁS, PEÑA, Y LA HISTORIA DEL CINE ARGENTINO

¿A QUIÉN LE IMPORTA? A PROPÓSITO DE LLINÁS, PEÑA, Y LA HISTORIA DEL CINE ARGENTINO

por - Ensayos
22 Jun, 2021 03:20 | comentarios
Tras una polémica reciente sobre cómo escribir sobre la historia del cine argentino, acá se insiste en aprovechar esa fricción inicial para retomar el debate e ir a fondo.

Escribo lo siguiente a partir de las dos largas notas de Mariano Llinás en la revista Crisis sobre el cine argentino en los ‘90, y una breve intervención en twitter de Fernando Martín Peña criticándolas, porque aparezco citado y quisiera aprovechar para, más que sumarme a la discusión, servir de nexo para preguntar(me/les) algunas cuestiones que se desprenden  de ella, y que podrían resumirse en una pregunta: ¿A quién le importa la historia del cine argentino?

I

Las sendas notas de Llinás llevan el común título de “Menem y el cine”: la primera está dedicada a “la hora de los viejos” (militantes) y la otra a “la hora de los jóvenes” (estudiantes). Esa división maniquea lo permea todo, y acaso su centro ideológico (la moraleja que Llinás desprecia en las películas pero enuncia en sus textos una y otra vez) sea que «la vieja idea de que el cine debe ser un vehículo para la transformación social es peligrosa»: una frase desafortunada, en tanto podría haber sido dicha textualmente por alguien como Miguel Paulino Tato, el censor despedido en los primeros años de la vuelta democrática. Desde ya, Llinás no censura esa idea más que estéticamente, pero la imprecisión (o la pura subjetividad de su análisis) hace que esas afirmaciones tajantes resulten contradictorias. 

Buenos Aires viceversa

De hecho, más que peligrosa, la idea le parece a Llinás poco efectiva: «¿Qué podían hacer esos adocenados productos fílmicos destinados a una clase media cada vez más pequeña, al lado de la incesante aventura patafísica que el gobierno y el presidente de la república proveían a cada momento desde los diarios y los noticieros?». Acaso el problema es que ese adocenado cine no estuviera a la altura de esa aventura patafísica. Pero a Llinás tampoco le gustan las películas que intentaron conjurar ese malestar, como Buenos Aires Viceversa

La condena a ese cine (visto como continuidad del demonizado “cine de los 80”) se condensa en la figura de Solanas, que pasa de “premio a mejor director en el Festival de Cannes, tal vez el máximo logro que ningún cineasta argentino haya alcanzado nunca” a “un tipo pintoresco, altanero y gritón, que iba por el mundo añorando las épocas pasadas y denunciando cosas”, aunque “la entereza con que la víctima de la balacera hacía caso omiso a los consejos de los sicarios lo colocaba en una posición poco menos que heroica”, y “aquel duelo entre Solanas y Menem no encuentre paralelo a la hora de establecer los acontecimientos cinematográficos de los primeros años noventa”. Llinás no examina esas paradojas, ni dice una palabra sobre Sur, la película que le valió a Solanas ese premio y sigue siendo recordada cariñosamente por cineastas insospechados de populismo (como Cozarinsky o él mismo). 

Tampoco examina la distancia entre Sur El viaje, película en la que concentra sus iras parricidas, y por qué esa poética (que ya no era exactamente la misma) había dejado de ser exitosa o atinada en los 90. Todo se reduce a la misma acusación de siempre alrededor de ese cine (y que, para ser justos, Llinás solo repite): “alegoría, declamación, didactismo”. Aquí viene entonces la frase “peligrosa” antes citada, que culmina así: “El cine es el cine y tiene sus reglas. No se puede hacer con él lo que se quiere, porque las imágenes (como los santos y los demonios de un trabajo de brujería) se vuelven contra nosotros y no perdonan”. Una vez más, la demonología reemplaza al trabajo crítico (y acaso por eso Llinás se excusa de hacerlo aunque lo hace, como si se adelantara a la amonestación de Peña). 

Tango feroz

El problema es que en su afán de demoler a Solanas, Llinás sugiere –hablando de Tango feroz– que “su puesta en escena publicitaria y un astuto disco de canciones pop y de versiones de los clásicos rockeros de los sesenta bastaron para triunfar allí donde había fallado el prócer de La hora de los hornos. Si Tango feroz y El viaje decían prácticamente las mismas cosas, el público pareció agradecer en la primera cierta ligereza pop que lo eximía de los viejos militantes de los setenta y su permanente aire de reconvención y superioridad moral. En otras palabras: un leve optimismo que el film parecía permitirse intuir en el aire, como un amor de primavera. Otro país era posible pero la rebeldía pasteurizada de Tanguito parecía expresarla mejor que Solanas y sus sermones”. Notable que Llinás vea “leve optimismo” en un personaje arrollado por un tren, y “ligereza pop” en una película que exuda espíritu sacrificial, en la que “los viejos militantes de los setenta” aparecen retratados como mártires suicidas (lo señalo más por el personaje de Imanol Arias que el de Fernán Mirás). Pero todo sea por echar tierra a los padres.

La segunda nota es más apresurada todavía, aunque más fiel en su repetición de la historia oficial del cine argentino, pese a no darle crédito ni a la ley de cine ni a la crítica en el surgimiento del nuevo cine de los 90: Los únicos héroes son los “estudiantes” (entre quienes estaba el propio Llinás, aunque no lo explicite, y también –aunque en escuelas opuestas– el autor de estas líneas, que no comparte esa percepción autocomplaciente). Una vez más, el didactismo declamatorio que se detesta en las “viejas” películas se aplica a ese autorretrato del Nuevo Cine Argentino (que no hubiera existido sin ley de cine ni críticos aliados).

Pero finalmente podríamos decir de ese movimiento lo que Llinás achacaba a las películas de los 80 que supieron conquistar cierto favor del público: «No eran las películas sino su extraña habilidad para conectar con su tiempo lo que había sostenido su efímero esplendor». Curioso que Llinás no parezca ver que es también la pérdida de esa “peligrosa” habilidad lo que envejeció prematuramente a su propia generación. 

Mariano Llinás

«La mayoría se contentó con realizar opacos telefilms y esperar a que la tómbola de los subsidios se aviniera a bendecirlos con los fondos necesarios para su verdadero proyecto» asume Llinás, sin tampoco ver que no se trata de rescatar a una minoría de héroes solitarios, sino de entender que ese rechazo de la independencia no fue culpa de un Estado corruptor de menores: en su mayoría, esos jóvenes no querían otra cosa que ser parte del sistema. Lo demás es un mito de origen sobre el que una nota como esta no hace más que machacar.

Pero el mayor problema no es esa lectura sesgada (todos podemos tenerla, al fin y al cabo), ni tampoco la carga subjetiva con que objetiva una época tan compleja como cualquiera: Son los errores gruesos que ya no pueden achacarse a juicios de valor sino de hecho. Tal vez el más evidente –en su prejuicio– sea sostener que el cine del menemismo no mostró “esa necesidad de propaganda, de afirmación ideológica e incluso de adoctrinamiento que desde siempre caracterizó al peronismo”, cuando el peronismo prodigó desde sus orígenes –salvo en sus noticieros– un cine prescindente de toda “ideología”, tal como gustaba verse a sí mismo. Notoriamente, fue ese desapego por la realidad una de las críticas más fuertes que vino a hacerle el Nuevo Cine de los años 60. Y es esta confusión de juicios de hecho y de valor lo que más parece molestar a Peña de estas notas.

II

A mí me parece y un amigo me contó son las principales fuentes de Mariano Llinás, que ahora es historiador de cine y te explica los 90 más o menos como si yo quisiera dirigir La flor. (…) Pero ¿a quién le importa?”, increpa Peña desde su primer tuit, en un hilo que vamos a tratar de reponer, dejando a la vez de lado sus palabras más hirientes (porque  brevedad y tono conspiran contra sus argumentos). Su disgusto va dirigido contra las dos cuestiones antes señaladas: la historia oficial de los 90 y los errores factuales. Pero su consideración sobre los roles entraña también una pregunta sobre quién puede ser considerado “historiador de cine”, y que podría extenderse a cómo se escribe la historia del cine argentino (algo que las pocas Historias escritas pueden ayudarnos a responder). 

Homero Alsina Thevenet

“René Mugica era socialista, dice Llinás. Y Ottone era vagamente peronista. (…) Lo que antes se llamaba ‘editor’ y hoy está extinguido, le hubiera dicho: ‘Ché, Mariano, mirá que esto así es impublicable’. Pero hoy no importa nada”, señala Peña. Ciertamente, el rigor ya no parece un requisito en el ejercicio del periodismo, pero un problema previo es que no hay en este caso quien lo ejerza: pocos editores saben de cine argentino, incluso en las revistas de cine. Así que habría que agradecer a una revista no especializada como Crisis que publique notas sobre el tema, y a un cineasta no historiador como Llinás que las escriba (como no suele hacer, salvo excepciones, ni él ni sus compañeros de Revista de cine, y mucho menos cineastas que no tienen la pulsión de escribir), ya que ese interés no suele abundar. Y luego, sí, proceder a discutir o reprobar su contenido.

Es comprensible que a Peña, discípulo de Homero Alsina Thevenet (maestro de editores), revisionista histórico de la historia oficial del cine argentino (como se advierte en su propia contribución a esa historiografía), y consuetudinario defensor de causas olvidadas (como la aun increada Cinemateca Nacional), esté agotado de dar ciertas discusiones. Yo, que doy muchas menos que él y hace mucho menos que él, a veces también tengo ganas de escuchar a Judy Garland cantando I Don’t Care, al ver cómo funcionan “las reglas del arte” en el campo cinematográfico local. Pero justamente porque historiadores, críticos y cineastas no se cruzan  (salvo, como sucedió en los orígenes del Nuevo Cine Argentino, para palmearse mutuamente).

“Ahora los 90 fueron como dice Llinás. Mañana te lo estudian en Puán. (…) ¡En Puán y en la FUC! ¡Y listo! Luego viene el libro con prólogo de Filipelli. Y chau. Total ¿a quién le importa?”, resume Peña. Pero ese circuito no es tan cerrado: en Puán solo se leen los que tienen la entrada permitida a Puán, aunque algunos de sus profesores tengan también pase para la Fuc. Y esto no solo sucede en la carrera de Letras (modelo de cómo funciona esa relación entre literatura, enseñanza, y canon), sino también en la más modesta de Artes (donde las materias que le dedican su tiempo al cine argentino tienen menos poder que las de literatura argentina en Letras). Llinás puede ya ser parte del canon filmográfico sin que sus notas se lean en Puán (ni acaso en la Fuc, aunque ahí es menos necesario porque sus presupuestos están menos en duda aun): De hecho, una de las constantes lamentaciones de Revista de cine es por su poca repercusión (algo que de todos modos acaso se deba no en poca a medida a que no plantean precisamente ninguna lectura subversiva de esa historia oficial de la que se sienten, antes bien, herederos, aunque sientan que los críticos no estuvieron a su altura…) 

Fernando Peña

En fin: podríamos seguir interrogando sobre el funcionamiento del campo cinematográfico, que es finalmente lo que aún resta por hacer. Y en ese sentido me gustaría reformular del siguiente modo la pregunta de Peña: ¿a quién le importa la historia del cine argentino? No digamos ya a los habituales comentaristas de twitter, que añoran el cierre del Incaa o sostienen que no hay una sola película nacional decente, sino al mismo mundillo del cine, que en su mayoría debe creer que Hugo del Carril era solo un cantor de tangos y Mirtha Legrand una estrella televisiva, e ignorar sin pena los nombres de sus antecesores. Alguien dirá que eso sucede porque no tenemos una Cinemateca Nacional. Peña diría, y acuerdo, que no tenemos una Cinemateca porque a nadie le importa la historia del cine argentino. Ni siquiera a quienes la siguen haciendo. Los cineastas no mencionan el cine argentino del pasado (salvo acaso para despreciarlo, como en este caso), los periodistas nunca preguntan a los cineastas por su relación con esa historia previa (y de ese modo ayudan a seguir negándola), los estudiantes con suerte verán lo que les manden en la única materia sobre su historia que tengan (si la tienen), y acaso los pocos que enseñan o investigan sobre cine argentino se preocupen por verlo (aunque tampoco se pregunten por su conservación). Estamos todos esperando la carroza.

“Prividera hace ravioles. Yo hago ravioles, piensa Llinás. Y dale que va, si es todo lo mismo. A nadie le importa nada”, insiste Peña. Yo intento no cometer errores demasiado groseros (y ante todo rebatir la historia oficial del cine de los 90), pero ciertamente no soy un historiador de carrera. Peña tampoco lo es y acaso nunca quiso serlo, pero de cine (no solo argentino) sabe tanto como cualquier profesional. Y le importa mucho más que a varios académicos, como deja ver su labor como coleccionista y su lucha por la Cinemateca (por la que también batalló el “gritón” Solanas). De hecho, ninguna de las escasas historias del cine argentino con que contamos salió de la Academia (me refiero a las historias debidas a un solo autor, no a las compilaciones como la debida a Claudio España). Y lo más interesante de ellas es precisamente su intento de interpretación, el modo en que parecen discutir unas con otras. Algo que no suele ocurrir ni en las academias, ni en las escuelas, ni en las revistas de cine, salvo excepcionalmente.

Así que si alguien quiere escribir sobre cine argentino, bienvenido. Venga de donde venga. Pero mejor que lo haga con información, investigación. Y ante todo cuestionando las historias oficiales. Pero aun así no basta para generar modificaciones en el campo, y mucho menos fuera de él (aunque más no sea algo tan poco peligroso como tener una Cinemateca nacional). Porque tampoco sobran los espectadores, y mucho menos los lectores. Necesitamos crearlos. En las Academias y las escuelas y las publicaciones, tanto como fuera de ellas. Así es como existe eso que llamamos literatura argentina, y que parece tener más cohesión y coherencia (hasta en sus disputas) que el cine argentino. 

Pero no todo vale lo mismo. Puán no es igual a la Fuc, aunque compartan docentes y la historia oficial de los 90. El problema es que el cine argentino no ocupa en Puán el lugar simbólico de la literatura argentina, con su materia central, su canon fuerte, su tradición precisa y sus líneas críticas claras. Por eso a esa historia, además de escribirla, hay que construirla con un diálogo constante entre cineastas, periodistas, investigadores y público en general: eso es lo que da existencia al cine argentino, que si no muere en las latas y los depósitos. Como la Cinemateca, que hace más de medio siglo existe en los papeles y en las películas, pero no en la conciencia pública. Si no, ¿cómo hacemos para que importe?

Nicolás Prividera / Copyleft 2021