ADIÓS A LA CINEFILIA (BIENVENIDO EL CINE)

ADIÓS A LA CINEFILIA (BIENVENIDO EL CINE)

por - Ensayos
04 Feb, 2020 11:55 | comentarios
Una breve especulación sobre el cine, más allá de las listas y la cinefilia.

Cuando llega fin de año, o de la década, o ¿por qué no? del siglo, a los amantes se les da por hacer listas. Estas suelen ser arbitrarias, claro (aunque no tan absurdas como medir el arte en decimales), pero raramente logran la inspiración de la famosa enciclopedia china de Borges, ni condescienden a géneros tan arbitrarios como los ejemplares que las componen. Los bibliófilos listan libros, los melómanos discos, los cinéfilos películas… Aunque en verdad hay una trampa también en esta lista, porque los primeros adoran sus ejemplares tanto como a sus bibliotecas y discotecas, mientras que los cinéfilos solo se adoran a sí mismos como espectadores, más que al cine que los mira. Cierto es que en su caso ya no hay objetos que coleccionar, pero suplen con creces esa falta con la confección truffautiana de “las películas de mi vida”.

Esa parafilia existía ya cuando tenían que correr o reptar hasta los cinematógrafos para adorar a las estrellas desde las sombras, y sigue viva aun hoy cuando las películas corren hacia ellos y se agolpan en discos rígidos que acumulan hasta donde les da el espacio, la paciencia, o el bolsillo. El viejo espíritu cazador es ejercitado en red y sin moverse de casa, pero sin tampoco renunciar a la restringida sociabilidad de los festivales, los estrenos, y –por fin– las listas de todo tipo, leídas, producidas y reproducidas por todos los medios posibles, en cualquier época y con cualquier excusa (las mejores, las peores, las de año bisiesto…). Sea como sea, toda lista que se precie busca el consenso entre lo que debe ser enaltecido (la última de Tarantino, por caso) y esa perla rara que se exhibe como admonición de que no siempre es bueno seguir a la manada (y para eso nada mejor que un nombre impronunciable venido de una geografía vasta o improbable, aunque alguno ya haya ganado una Palma de oro).

La cinefilia es un país imaginario, con sus grandes capitales, sus pueblos perdidos, sus zonas salvajes y sus cementerios inquietos, a los que la compulsión del turista empuja a visitar hasta en sus más remotas moradas para sacarse una selfie y no dejar nada sin hollar. Nada queda fuera de los mapas (salvo África, claro), y el deseo mismo se transforma en una guía llena de instrucciones de uso, como para compensar los sacrificios de the loneliness of the long distance runner con la mística de midsommar. Hay que verlo todo, beberlo todo. Listarlo todo. Y luego exhibir ese orden personal como un gesto libertario y amoroso, como si las películas fueran un bien de cambio en una comunidad alienada (¿Cuánto Costa un Ford?), no menos delirante que cualquier mercado para fans. Como si el cine no fuera algo más que ese ejercicio iniciático de contabilidad, fichaje y trofeo.

II

(Ya) no soy, entonces, un cinéfilo. Eso he descubierto de tanto frecuentar listas y (ya) no ejercitarlas, de mirarlas con la displicencia con que un ateo observa una peregrinación. Pero acaso nunca he bebido de ese cáliz. Eso pienso cuando veo pasar tantos nombres sin tener la precaución de tomar nota, para eventualmente ir a buscarlos a la deep web: nunca lo hice, ni siquiera en aquellos días en que era capaz de cruzar la ciudad para ver por fin esa película añorada que pasaban en algún cineclub perdido. Parafraseando ese dicho oriental que nos conmina a no preocuparnos por el futuro que no llegaremos a presenciar, si ya hemos perdido el infinito pasado: ¿por qué preocuparse tanto por el inagotable cine contemporáneo, si aún no hemos agotado el cine del siglo XX? (aunque acaso lo hemos “agotado” en otro sentido, y vagamos entre ruinas como enfants sauvages). Pero siempre podemos ir más atrás, en busca del paraíso perdido. El cine mudo aún nos aguarda…

La nostalgia no es menos peligrosa que su trampa simétrica, la necesidad de estar a tono con la época, en vez de ir contra ella. Los “jóvenes turcos” amaban las películas antes de poder verlas porque querían llenar las lagunas que les había dejado la guerra, y no querían pelear la suya sin cartografiar el mundo perdido que habían heredado. Pero aunque a mediados del siglo pasado era más fácil verlo todo (al menos para quienes tenían a mano la cinémathèque francaise, tampoco lo necesitaban (esa es la lección que Daney, el último cinéfilo sano, nos legó antes de morir). Siempre supieron que las listas (incluso las que ellos mismos hacían y rehacían con furor iconoclasta) existen para ser continuamente desbordadas y puestas en cuestión, como las películas mismas.

A los viejos cineastas cinéfilos (Godard es, acaso también, el último de su especie) les preocupaba más el sistema que sus variables e incontables objetos. Las historias siempre son del cine, porque el cine es más que la suma de todas las películas habidas y por ver. Y el cine es siempre el “tercer sentido” que Barthes encontró en algún fotograma de Eisenstein, y que nadie podría hallar en toda la ritual filmografía de Hong Sangsoo. Porque ni siquiera el genio milimétrico sentado en el trono de Iván el terrible pudo agotar lo que once upon a time los cineastas-cinéfilos han extenuado, sin pena ni gloria, para solaz de los que creen que la politique des auteurs es “filmar siempre la misma película”, y que un espectador solo puede inventariar films, autores y géneros, en vez de seguir preguntándose, sencilla y profundamente, qué es el cine.

III

¿Qué se puede hacer, salvo ver películas? Pensarlas menos como partes de un herbario que como fragmentos de un dialogo imaginario (más que un “discurso amoroso”), como Godard pone en escena en sus Histoire(s) du cinéma.. Ahí, en esos encuentros inesperados (lección que la vieja metáfora sigue enseñando al montaje), la subjetividad encuentra sus verdaderas comunidades imaginadas, del mismo modo en que la teoría del autor no funciona sin la práctica de espectadores devenidos actores, como imaginaron todas las vanguardias. Pasajes en los que las películas no funcionan como contraseñas de una sociedad secreta, sino como fisuras en la vasta red imperial de los consumos de clase.

Esa utópica communitas solo es posible, aun como idea, dejando de lado la escoptofilia promovida por la industria cultural (incluida la del cine festivalero), para pensar más en el cine mismo como ese libro borgeano en el que leemos y somos leídos. Esa benevolencia iría acompañada a su vez de la necesaria severidad en el juicio, a contrapelo de la condición olímpica que todo le perdona a los cineastas (el macartismo, el fascismo, la banalidad) en vez de buscar en su visión del cine el sentido del bien o el mal. Las poéticas no salvan al poeta, y la suerte de sus obras no están atadas a ninguna inmunidad diplomática.

La mirada crítica no tiene por qué ser amorosa y la filia no es el único modo de acercarse al cine. Al menos si queremos hacer algo más que ver películas para fichar en Letterboxd, y ser algo más que felices y despreocupados espectadores. Mientras la cinefilia nos captura con su falso universalismo, la crítica nos recuerda que toda mirada está situada, y que si no puede relacionar lo que ve con lo que le sucede, está condenada a ser nada más que una pantalla vacía. Una cinefilia viva es la que ayuda a vivir, es decir, la que encuentra no solo la pista de un posible cine futuro, sino de una ética (y épica, por qué no) que aún valga la pena cuando salimos del cine.


Fotogramas: Iván, el terrible; 2) Jacques Rivette, le veilleur

Nicolás Prividera / Copyleft 2020