ANIMALES SUELTOS: EL CINE ARGENTINO Y UNA NUEVA INTENSIDAD

ANIMALES SUELTOS: EL CINE ARGENTINO Y UNA NUEVA INTENSIDAD

por - Ensayos
01 Sep, 2024 01:41 | comentarios
El reestreno de Relatos salvajes permite pensar una constelación de películas que expresan una (in)sensibilidad de época y una forma de política.

Relatos salvajes ya cumplió diez años y fue recordado como una fiesta. Tan sólo en los últimos días, la película de Damián Szifrón se reestrenó en más de cincuenta salas y estuvo acompañada por artículos conmemorativos que vitorearon cada uno de sus hitos: desde los gloriosos cortes de boleta en 2014 (“la película argentina más taquillera de la historia”, rezan sus apóstoles), hasta sus diálogos sagrados y la manera en que cambió milagrosamente a sus actores (Walter Donado dijo, sin más vueltas: fue un antes y un después en la vida). Pero más allá de los aplausos y los brillos, quizás sea tiempo de ensayar una tarea arqueológica. Encontrar la mugre y mirar a Relatos salvajes como un objeto extraño de un pasado reciente, que tiene tanto para decirnos sobre el cine argentino (y la Argentina) de hace diez años como de la actualidad. 

Mariano Llinás tuvo una intuición acertada hace un tiempo cuando, casi de rodillas, le dijo a Gabriel Orqueda que el alumnado de la FUC no llegaba queriendo filmar Historias extraordinarias ni Rapado, sino Relatos salvajes El secreto de sus ojos[i]. La película de Szifrón no sólo llenó butacas: ocupó cabezas. Fue el bramido de una nueva especie que extendió sus patas y apretó los dientes sobre el cine argentino y el imaginario popular. Relatos salvajes, como El ciudadano ilustre de Mariano Cohn y Gastón Duprat, 4×4 del mismo Cohn, Animal de Armando Bo Jr. o La patota de Santiago Mitre formaron un ecosistema extraño, alimentado por una visión desencantada del mundo que encontró su hábitat natural en las multisalas. Sus directores pregonaron por una forma esquiva de entretenimiento, que se presentaba como una atracción de masas y, en el mismo acto, como un hecho artístico a ser tomado con seriedad. Tenían la crudeza de los géneros populares y el resplandor de las estrellas nativas, sí. Pero también tenían las temáticas de plomo. Los personajes de sus guiones, por ejemplo, funcionaban como muestras de diferentes grupos sociales. Ahí estaban las clases confinadas en los countries de Relatos salvajes, los habitantes de pueblos chicos en El ciudadano ilustre o la dirigencia política desangelada en La cordillera. Cada uno, un intento de radiografía, de fresco, de lectura kármica del alma argentina.

4×4

Tal como temía Llinás, este ciclo de películas trajo de regreso una cierta tendencia del cine argentino de los ‘80, con su vocación por diagnosticar el estado anímico del país. Pero sobre todo, encarnó una reacción a los horizontes que consteló el Nuevo Cine Argentino sobre fines de los ‘90: el minimalismo seco de Rapado, el drama al que se le ven las costillas de Nadar solo, el espectáculo sensorial de La libertad y Los muertos. El mismo Gastón Duprat lo verbalizó con la sangre en el ojo cuando apuntó contra la baja intensidad del cine argentino. Le dijo a La Nación: “Yo sabría cómo hacer una película que logre el apoyo de cierto sector de la crítica. Te hago tres de acá a fin de año, si quiero. Son tópicos muy recurrentes los de ese cine. El verdadero abismo es el del público. El riesgo artístico más grande, el que nos incentiva a hacer mejores películas es ese, el de llegarle a la mayor cantidad de gente posible. Al BAFICI hay que borrarle la palabra independiente. Hoy, el auténtico cine independiente es el industrial de calidad. Spielberg es un verdadero cineasta independiente, no los directores que hacen películas aplastadas por la desidia, aburridas, sin sangre en las venas, sin potencia”[ii].

Llamemos a este ciclo de películas el “cine industrial qualité argentino”, recuperando la misma categoría con la cual se autoidentificó Duprat, pero recordando también la etiqueta que François Truffaut acuñó irónicamente para referirse al cine francés vanagloriado en los años ‘50:  un grupo de films literarios, refugiados en la adaptación de obras prestigiosas y desprendidas de la atención por la puesta en escena. El cine industrial qualité vernáculo que encabeza Relatos salvajes no encuentra su consagración en la adaptación de novelas, como sucedía con aquel cine francés, sino en el abordaje de temas polémicos. Utiliza el poder representativo de la narración convencional para tratar la agenda mediática (desde la inseguridad a la corrupción política y “la grieta”: piensen en cualquier tema que hace dieciséis años monopoliza las pantallas de la televisión y seguramente lo encontrarán en estas películas). En 4×4, Cohn llega a mostrar a un médico de Palermo que lee Clarín amenazando con asesinar a un ladrón, mientras los vecinos lo observan y gritan consignas asociadas a una clase media corrugada. “El problema de este país son los derechos humanos”, dicen, “¡son unos negros hijos de puta!”, “¡hay que matarlos a todos!”. Sobre el final, incluso se escucha el murmullo de los periodistas comentando el caso, como si Cohn inscribiera su propia película en ese ámbito de discusión pública. Así toma forma el anti-rejtmanismo: frente un cine vaciado de grandes problemas, un cine que se reduce al problema.

Relatos salvajes encarnó la pulsión visceral que mueve a muchas de esas películas. Ahí, la correntada de la narración coincide con el proceso por el cual los protagonistas se dejan arrastrar por sus instintos. Se quitan las vestiduras y se entregan al llamado de lo salvaje. Esa alegoría bestial incluso se incorpora desde la apertura del film, en los mismos créditos, donde el nombre de los actores se imprime sobre el retrato de especies silvestres (la sonrisa torcida de un cocodrilo, la mirada misteriosa de un gorila, las fauces amenazantes de un oso en medio de una tormenta de nieve). Con un gesto similar, Animal erige esta bandera desde su propio título, y 4×4 lo hace con su imagen final, donde un grillo que sobrevuela la ciudad es devorado por un águila, del mismo modo en que los hombres se comieron unos a otros durante toda la película. Pero lo que importa en estos films no es tanto la alegoría abstracta como el acontecimiento viscoso. El registro pormenorizado del momento en que los cuerpos entran en erupción y no son más que eso: una fuerza recalcitrante. Así se comprende (y se siente) el episodio nervioso que protagoniza Érica Rivas en Relatos salvajes. La fiesta nupcial aparece como un escenario de ritos automatizados, sólo para observar cómo se descarrilan. De repente, el vals de la novia deviene en llanto. Y después en gritos, un vómito, baños de sangre y sexo arriba de la torta.

Animal

Hay ahí una visión de mundo, pero también de cine. Los tejidos formales de Szifrón existen en un universo paralelo al de la trilogía extraña de Lucrecia Martel a comienzos de los ‘00 (y al de los herederos clínicos de La ciénaga, como Historia del miedo de Benjamín Naishtat o Un crimen común de Francisco Márquez). Es ahí donde se termina de palpar hasta qué punto el ciclo del industrial qualité es una contraofensiva al cine argentino que le antecedió. Martel irrumpió en la escena al crear una forma de horror suspendido: los cortes espinosos en el montaje frenaban las acciones antes de tiempo. No era la explosión de sus burgueses afiebrados lo que comandaba a las imágenes y sonidos, sino su letargo, el retraso, la tortura calma de tener que verlos inflarse de angustia sin saber cuánto aguantarían (cuánto aguantaríamos). Y Relatos salvajes invierte esa experiencia. A la poética de la suspensión le sobreviene la lógica de la catarsis. A la implosión, la explosión. A tragar saliva, el escupitajo. 

La película de Szifrón no actúa, como suelen leer sus defensores, al modo de un estudio crítico que incomoda y tensa a los espectadores. Por el contrario, descubre a la ficción (en la vertiente del entretenimiento) como la zona de un utopismo retorcido. Imagina escenarios de destrucción sin mirarlos de reojo, sino asociándolos al deseo. Convierte a las explosiones de edificios públicos y al gorgoteo de los cuerpos en descargas que no tienen cabida más acá de la pantalla. Que el estallido corresponda con un accionar individual nos arroja al corazón político de este ciclo industrial qualité. En estos films, donde las instituciones y la cultura aparecen como castigos, la única respuesta que se vislumbra es particular y momentánea. Esa esencia la comparten por igual hombres y mujeres, ricos y pobres. La salida será la supervivencia de uno mismo (incluso, si hay que devorarse al de al lado). Un llamado a las armas, donde cada ciudadano emprende su propia guerra.

No deja de resultar curioso entonces el matiz que separa a este ciclo de películas de una parte del cine argentino de los ‘80. Aunque comparten su inclinación por una narración más convencional, el uso ocasional de la alegoría política y la intención de retratar problemas de escala nacional, el cine de los ‘80 partía de un contexto diferente. La reconstrucción democrática exigía un pacto de convivencia que se extendía hacia las mismas películas. Sus relatos herméticos, con la recurrencia de diálogos declamativos y las construcciones de sentido que no dejaran lugar a la duda, eran respuestas formales para servir a esa cohesión nacional; un cierre de filas cuyo propósito fue proteger la frágil democracia. 

Al ciclo del industrial qualité argentino, en cambio, lo une la fragmentación. Surgió en (y contra) el período del kirchnerismo fundacional, con su retórica optimista acerca de la recuperación política después de los años ‘90. En estos films, el romanticismo kirchnerista queda en jaque: lo aplasta un nihilismo sórdido, que no vislumbra mejores condiciones de vida ni unidad colectiva, sino disgregación. Por eso, no deja de ser fascinante que la respuesta inconsciente a Relatos salvajes llegara ocho años después, de la mano de Santiago Mitre (quien había contribuido a su propia manera a erigir el espíritu del industrial qualité local). ¿Qué es Argentina, 1985 sino un trip nostálgico, un viaje desesperado por revolver el pasado y encontrar el fantasma de un tiempo en que fuimos distintos?  

Hoy estamos en el mes de agosto: Argentina, 2024. Recordar el aniversario de Relatos salvajes es también recordar que los cuerpos derramados de Szifrón no están lejos de la cultura que los acobijó. Forman parte de una oda a la satisfacción y a la descarga instantánea. Pero también, dialogan proféticamente con el devenir de Argentina. Tienen un parecido inquietante con la estética del derrape actual, que puede rastrearse desde los basurales de Twitter hasta los de la Casa Rosada. Quizás no sea azaroso que el presidente se identifique con la figura de un león. Podría encontrar, en los créditos de Szifrón, su propio hábitat natural. 


[i] “Es imprescindible para un cineasta no saber a dónde ir: entrevista a Mariano Llinás”. Por Gabriel Orqueda en Hacerse la crítica.  

[ii] “Mariano Cohn-Gastón Duprat: ‘Queremos estimular al espectador activo’”. Por Alejandro Lingenti en La Nación

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