EL APARATO CRÍTICO: INTRODUCCIÓN
Aunque este libro está dedicado completamente a la crítica cinematográfica como práctica, esta sección hace énfasis en ese hecho abordándola directamente como un tema. Incluye análisis específicos de la obra de otros críticos y observaciones polémicas sobre cómo los críticos operan cotidianamente. Desde una mirada más general, podríamos preguntarnos si la crítica cinematográfica como está constituida en el presente es, en primer lugar, una actividad que vale la pena, si en realidad al público no le iría mejor sin ella.
Debería agregar que la superficialidad institucional de la crítica cinematográfica, tanto en su vertiente académica como comercial –sobre todo en Estados Unidos, donde parece haberalcanzado una mayor expansión y ha sido menos justificable–, me ha llevado a formular esta pregunta. Hablo como alguien que tuvo en algún momento la intención de convertirse en un escritor profesional, pero no en un crítico de cine; nunca sentí que la crítica cinematográfica fuera una actividad especialmente prominente, pero tampoco sentía desprecio o indiferencia respecto de la profesión. Solo después de que empezaron a institucionalizarse los estudios académicos de cine a principios de los 70 y la posterior exaltación de la crítica cinematográfica dominante fue que empecé a preguntarme si acaso el público no era con frecuencia persuadido y engañado mediante las llamadas “credenciales” de los críticos de cine.
Ciertamente, los académicos de cine tuvieron que empezar a soportar el desprecio y la envidia de otros profesores de humanidades, que antes eran libres de tratar el cine cómo y cuándo lo consideraban conveniente sin el fastidio de los especialistas que los miraban de reojo. La rapidez con la que los estudios académicos de cine se desarrollaron y difundieron su propia jerga sin duda tuvo mucho que ver con la impaciencia de los pioneros en el campo para establecer su propia esfera de experticia; como las difíciles líneas al unísono compuestas por los mejores beboppers del jazz de la década del 40, esta jerga estaba diseñada no solo para espantar a los aficionados, sino también para el autobombo de los “expertos”. Desafortunadamente, la comprensión de este lenguaje no se sustentaba necesariamente en un entendimiento histórico, técnico o estético del cine; funcionaba principalmente como un carnet de acceso a “los estudios sobre cine”, que con frecuencia resultaban ser algo completamente diferente.
Algunas de las razones de esto fueron inicialmente bastante positivas. La ausencia de un canon firmemente establecido para los estudios sobre cine dejaba un campo potencialmente abierto. Pero un canon podría crecer únicamente si los académicos decidían trabajar de manera colectiva para expandir lo que sabían y lo que ya estaba disponible, algo que rara vez ha ocurrido. (La falta absoluta de curiosidad en el campo es con frecuencia asombrosa). Lo que sucedió, en cambio, fue que los estudios sobre cine tendieron principalmente a establecer un canon de manera pasiva y reactiva, refinando los descubrimientos de críticos a favor de la teoría del autor teóricos o no académicos y definiendo su propio canon especialmente de acuerdo a lo que los distribuidores ya habían puesto a disposición.
De un modo similar, como se practica usualmente, la crítica de cine que ejerce el periodismo es una profesión que con frecuencia tiene una proximidad peligrosa con los artículos periodísticos (en el mejor de los casos) y la publicidad inescrupulosa (en el peor de los casos), y cuando resuelve apartarse de esas funciones, las conjeturas van acompañadas de una arrogancia inusitada. A veces, como en la crítica de Jean-Luc Godard, esta arrogancia está más que justificada, aunque cabe señalar que ha sido sobre todo la inteligencia crítica del Godard cineasta lo que ha creado un público receptivo de sus textos.
“Teoría y práctica. La crítica de Jean-Luc Godard” fue el primer artículo que publiqué en Sight and Sound, mi revista de cine preferida en inglés en aquel momento, y recuerdo haberles dedicado un tiempo desmesurado a la escritura y la reescritura de ese texto porque aspiraba a convertirme en columnista regular de la revista. La estrategia dio sus frutos, y dos años después, gracias al apoyo de la editora, Penelope Houston, terminé incluso mudándome de París a Londres para convertirme en editor asistente de Monthly Film Bulletin y pasé a formar parte de la planta permanente como columnista de Sight and Sound, publicaciones hermanas que se editaban en oficinas contiguas en la calle Dean al 81 para el British Film Institute. (No fue tarea fácil conseguir un permiso de trabajo y le llevó a Penelope cerca de seis meses de esfuerzo y paciencia, además de la asistencia legal del fallecido Richard Roud, con quien sigo enormemente agradecido por su voto de confianza). Me quedé dos años y medio. “Edinburgh Encounters” y los textos sobre Ozu y Rivette en las dos secciones que siguen fueron escritos durante este período, la primera vez que tuve un empleo estable como crítico de cine. (El segundo período fue en 1980 cuando trabajé regularmente como crítico cinematográfico y literario para Soho News en Nueva York durante un año y medio, y el tercero en 1987, cuando me mudé a Chicago para trabajar como crítico de cine en el Chicago Reader, donde me he establecido desde entonces).
Casi dos décadas después de mi primer artículo en Sight and Sound, Penelope me encargó un último texto antes de retirarse como editora (que finalmente apareció en el ejemplar del invierno 1990/1991), que acompañaba deliberadamente al primero, cuyo título era “Criticism on Film”, una vez más discurría sobre “la crítica compuesta en el lenguaje del medio” y concluía simétricamente con una discusión sobre HISTORIA(S) DE CINE de Godard. Por aquel entonces, sin embargo, el tono de mi enfoque sobre la crítica y sobre el cine era claramente más elegíaco y, dadas las circunstancias, menos celebratorio.
Tal vez una de las declaraciones nómicas más prácticas de Jean-Luc Godard sea “confiar en el azar es escuchar las voces”. Los críticos de cine, que usualmente confían en el azar más de lo que procuran admitir –con la esperanza de anticipar las respuestas y tendencias del público, considerando especialmente ciertos directores y actores preferidos–, suelen leerse y escucharse unos a otros compulsivamente. En cierta medida, Pauline Kael alcanza primeramente notoriedad mediante el ataque a otros críticos, y aunque el editor William Shawn logró moderar este impulso, cuando Kael llegó a The New Yorker nunca perdió el hábito de usar los comentarios de otros espectadores –amigos o enemigos, que suelen quedar en el anonimato– como plataforma para lanzar sus propias polémicas.
Los demás críticos, en su mayoría, hacen lo mismo aun cuando las fuentes originales de sus desavenencias (o consentimientos) no se mencionan. “Soy un crítico reactivo”, le dijo Manny Farber a Richard Thompson en una entrevista fascinante en Film Comment de mayo-junio de 1977, “me gusta escuchar a otro e interrumpir”. No obstante mis ideas sobre la singularidad de Farber como crítico –explorada en un texto autobiográfico que concluye esta sección–, al principio me resultaba un tanto curioso este comentario (rara vez mencionaba en sus textos a otros críticos por su nombre y nunca asignaba lecturas en sus clases), pero gradualmente descubrí que era un recurso esencial para su método, tanto en su sistema de enseñanza como en su escritura. Se reconozca o no, todo discurso crítico es virtualmente parte de una conversación que empieza antes del texto y continúa después de este; y los mejores críticos aluden de algún modo a este diálogo, aunque oblicuamente. Los peores generalmente tratan de convencernos de que ellos son los únicos expertos.
Un ejemplo un tanto grotesco de esto es una crítica bastante floja que escribí por encargo sobre UN TRUENO LEJANO de Satyajit Ray para Sight and Sound en 1975, donde confundía ciertos personajes, como escribió un lector irritado a la revista. Cuando empecé a averiguar cómo podía haber cometido esa torpeza, me di cuenta de que durante mi preparación para escribir la crítica había leído un artículo de otro crítico sobre la película en el festival de cine de Berlín de 1973, publicado en la misma revista, y había cometido exactamente el mismo error. Para peor, dos críticos de diario repitieron la misma torpeza después de que apareció miartículo, lo que sugería que ellos, como yo, tendían a creer más en la palabra impresa –de cualquiera– que en la evidencia fugaz de la pantalla. Del mismo modo, circula diariamente una cantidad enorme de desinformación entre los críticos, a veces a lo largo de varias décadas. (Me gustaría pensar que la disponibilidad de muchas películas en video favoreció cierto “control de daños” a principio de los 80).
Lo mismo sucede con los críticos que copian o parafrasean oraciones sacadas de los folletos de promoción, una práctica más difícil de detectar y, en consecuencia, más frecuente porque los espectadores comunes nunca ven esta clase de material publicitario. La única vez en mi carrera que yo mismo elaboré uno de estos folletos –de forma gratuita para Contemporary Films de Londres en 1976 en ocasión del estreno de CELINE Y JULIE VAN EN BARCO–, me sorprendió encontrar que mis propios textos sin firma eran repetidos una y otra vez por la mayoría de los críticos de la ciudad cuando se estrenó la película, incluso aquellos que la detestaban.
Un problema aún más general rige las reglas de etiqueta entre los críticos y consiste en admitir que se prestan atención unos a otros. Una diferencia notable entre el comportamiento de los críticos en Londres y en Nueva York es que los primeros encuentran más ocasiones para sociabilizar, en gran parte porque la atmósfera es ostensiblemente menos competitiva. En Londres, después de muchas funciones para la prensa –organizadas generalmente por críticos de revistas que precisan instancias de preparación más largas– se sirven tragos y aperitivos, lo que efectivamente invita a los críticos a intercambiar opiniones y teorías sobre lo que acaban de ver. Siempre me ha parecido una costumbre agradable y útil, el equivalente de lo que sucede en la mayoría de los festivales de cine, donde la idea de una comunidad de críticos es muy marcada. Cuando en una oportunidad le pregunté a un destacado crítico estadounidense por qué no se daba esta clase de eventos en Nueva York, su respuesta fue rauda y enfática: “¡No podés hablar sobre una película inmediatamente después de haberla visto, otros críticos podrían robar tus ideas!”.
No fue fácil explicarle que en Londres, donde en general las ideas no son pensadas como propiedad privada, con frecuencia los críticos se alegran si otros les roban sus ideas, porque esto significa que son poderosas. En Nueva York se supone que solo los críticos tienen poder y las ideas deben valerse por sí mismas. Esto crea una noción diferente sobre las ideas. Asimismo, ayuda a explicar por qué en Estados Unidos los críticos de cine son considerados estrellas –fenómeno que solo existe desde la década del 70–, pero no ocurre en ninguna otra parte. (Cuando un crítico se convierte en estrella, el discurso crítico se convierte en un show de nightclub). Ser una estrella significa tener un aura, y en un medio regido por el mercado, las auras son estrictamente posesiones personales, que no se comparten.
Aparentemente, lo más irónico de todo esto es que tales auras siempre dependen más de cuestiones institucionales que de ideas, experticia o incluso personalidades. Como alguna vez me dijo el guionista y director de cine Samuel Fuller con su característica contundencia y lucidez, “si hoy a Vincent Canby lo despiden del Times y va a un bar y empieza a hablar sobre una película que acaba de ver, a nadie le importa un carajo lo que piensa. Lo más probable es que le pidan que se calle la boca”.
Esto ayuda a escenificar el hecho de que la autoridad en cuanto a los juicios sobre el cine es con frecuencia un constructo ilusorio, un aspecto que enfatizo en mi artículo sobre Béla Tarr. (Cuando vemos una película porque el Times dice que es buena, significa, en efecto, que confiamos no en Canby, sino en la gente que lo contrató –¿y qué saben ellos de cine?–, como así también en todas las tradiciones e intereses particulares que representa The New York Times, para bien o para mal). En general, la opinión pública sobre una determinada película empieza a crecer a partir de un “rumor” que circula alrededor de ella, y los publicistas, los críticos y las audiencias –usualmente en ese orden– contribuyen a esas habladurías y se influyen mutuamente en el proceso. Ese rumor empieza comúnmente antes del estreno de la película y crece (o muere) en las semanas posteriores, y la superposición cacofónica que va componiendo este rumor a menudo hace difícil distinguir cuáles son las voces más dominantes o influyentes.
Si bien he omitido mis primeros artículos para Film Comment, incluí extractos de mis “Journals” para esta revista (de París, Londres y otros lugares) de mediados de los 70, que hoy representan para mí algunas de las mejores y también algunas de las peores tendencias de esa columna. (En cuanto a los ejemplos, pido indulgencia al lector; aquí los comentarios sobre crítica cinematográfica son más efímeros que en otras partes de esta sección). Si bien la libertad que me daba Richard Corliss y el enfoque personal-confesional que adopté me han permitido indagar un gran espectro de opciones –que finalmente me condujeron a una especie de investigación y la escritura en Moving Places alejándome completamente de la escritura de reseñas–, también generó cierta intolerancia y beligerancia que probablemente alcanzó su punto máximo en mi “London and New York Journal”. Sin duda, algo de esto surgió a partir de una sensación de impotencia y futilidad en relación a la cultura cinematográfica estadounidense que solo se vio exacerbada durante los años que viví en el extranjero. Cuando vivía en Nueva York durante los 60, uno podía contar en cierta medida con escritores como Andrew Sarris y Pauline Kael para defender cierta aproximación intelectual al cine; pero a medida que su público crecía, su partidismo intelectual tendía a declinar, y el filisteísmo y la xenofobia, que para mí estaban creciendo en la crítica de cine neoyorquina, me generaban una indignación excesiva.
Esta es un frase característica de mi columna de mayo-junio de 1977 titulada –como las que le siguen inmediatamente– “Moving” y escrita mientras me estaba mudando de Londres a San Diego, poco después de un viaje breve a París: “El primer indicio de que PROVIDENCE de Alain Resnais podía ser algo especial –aparte del entusiasmo de la prensa francesa– fue la noticia de que la mayoría de los críticos de Manhattan la odiaban”. Sin duda, observaciones de esta clase llevaron a Andrew Sarris a escribir (en enero-febrero de 1978): “La defensa interminable que [Robin] Wood escribe en un número de Film Comment me ha causado cierta perturbación durante algún tiempo, particularmente en relación a la tediosa e incesante belicosidad de Jonathan Rosembaum”.
Este ha sido sin duda uno de los períodos de mi carrera en que mis hábitos de escritura resultaron ser los más fastidiosos para algunos de mis colegas. En el ejemplar del 22 de octubre de 1976 del [London] Times Educational Supplement, Wood había ido más lejos que Sarris y me relacionaba con la decadencia de la civilización occidental, específicamente por algunos comentarios superficiales que comparaban el hábito de ir al cine con tener sexo a propósito de CELINE Y JULIE VAN EN BARCO en el Time Outde Londres, y por la naturaleza de mis elogios a LA TRAMA en mi “London and New York Journal”, que Wood veía como una asociación un tanto pesimista: “La trivialización implícita del arte y la vida es el máximo estadío de nuestra alienación”, concluía.
Esto describe someramente algunas de las repercusiones que el enfado reflejado en mis textos empezaba a tener, y no solo entre los críticos activos. Para citar otro ejemplo, un pasaje en mi “London and New York Journal” del 27 de mayo tuvo como consecuencia medio año después una carta consternada de François Truffaut, con quien yo colaboraba en ese momento, ya que estaba traduciendo Orson Welles de André Bazin para Harper & Row y había trabajado como editor y traductor en un extenso prefacio que Truffaut estaba escribiendo para ese libro. (Para aquellos que deseen leer esa carta y seguir nuestro intercambio posterior, ver páginas 461-464 en Letters de Truffaut [Faber and Faber, 1989]). Y probablemente las dos últimas oraciones de los mismos dos párrafos me hayan impedido para siempre cualquier rapprochement o futura amistad con Pauline Kael, a quien ya había alejado sin duda por mi invectiva contra su ensayo “Raising KANE” para Film Comment cuatro años antes.
Cuando miro hacia atrás no puedo decir que me enorgullece esa animosidad enfáticamente desmesurada en algunos casos y desagradablemente engreída, aunque aún estoy de acuerdo con la mayoría de mis posiciones. Lo que me sorprendía entonces, sin embargo, y continuó sorprendiéndome muchos años después, era que los críticos establecidos que tenían mucho más poder e influencia como Kael y Sarris eran tan implacables con la crítica de un principiante relativamente desconocido como yo.
En cuanto a Kael, la primera vez que nos encontramos fue en el festival de cine de Nueva York en 1978; antes y después de eso, algunos amigos en común me habían sugerido que nunca podría entablar amistad con Pauline por lo que yo había escrito sobre ella. Yo pensé, erróneamente, que como ella había sido tan despiadada con otros colegas en los inicios de su carrera, no se tomaría mal estar en el lado opuesto de la situación. Para ser justo con Pauline, no obstante, debo decir que, después de convertirme en miembro de la National Society of Film Critics en 1989, se acercó hacia el final del siguiente encuentro anual y me dijo que me había votado porque (cito de memoria) “nadie me ha atacado tan consistentemente a lo largo de los años”. Me reí y le respondí: “Eso es porque nadie te ha leído tan consistentemente a lo largo de los años”. Al año siguiente, el último en el que participó antes de retirarse, fue muy amble y me dijo que lo del año anterior había sido solo una broma, que había otras buenas razones para votarme.
En cuanto a Andy, que para empezar nunca fue muy amigo de las polémicas, me contaron que no aceptó hablar conmigo durante unos años, a principios de los 80, por algunos comentarios que yo había hecho sobre él en mi entrada sobre Erich von Stroheim en Cinema: A Critical Dictionary de Richard Roud –un pasaje que había escrito seis o siete años antes–. En años recientes, debo agregar, ha sido amigable. Este párrafo, por supuesto, tal vez lo lleve a distanciarse nuevamente, pero debo subrayar que estoy menos interesado en saldar cuentas pendientes –o abrir viejas heridas– que revelarles a estudiantes desinteresados el precio que a veces hay que pagar por escribir en un texto lo que uno piensa, especialmente cuando concierne a críticos de Nueva York.
Una nota final sobre “A Bluffer’s Guide to Béla Tarr”, la primera de una decena de columnas que escribí para el Chicago Reader incluidas en este libro. Como mis otras críticas de Reader publicadas acá, conservé los formatos originales, incluyendo la clasificación mediante estrellitas, porque considero que están indisolublemente vinculadas con sus significados. (Adopté el mismo sistema para mi Monthly Film Bulletin en la siguiente sección). La explicación de este rating, que aparece en Reader con cada crítica, es: ****= obra maestra, ***= imperdible, **= vale la pena, *= tiene un aspecto positivo, .= no vale la pena. El sistema de estrellitas tiende a ser moneda corriente en la crítica cinematográfica en Chicago, y yo lo adopté cuando empecé a trabajar en Reader en 1987.
Fotos y fotogramas: Celine y Julie van en barco; 2) Tapa Placing Movies de la edición de 1995; 3) Samuel Fuller y Jonathan Rosenbaum.
*Agradecemos a Jonathan Rosenbaum por darnos el permiso de publicar la introducción de su libro en español.
*La versión en español de la introducción del primer capítulo de Placing Movies: The Practice of Film Criticism (University of California Press, 1995) le pertenece a Jonathan Rosenbaum.
Jonathan Rosenbaum / Copyright 2020
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