BAFICI 2019: CÓMO MATÉ A ANTOINE DOINEL
Siempre es difícil rastrear la idea inicial de un proyecto –al menos para mí, que los arrastro por años–, pero con los cortometrajes la cosa es más clara porque siempre tienen algo de intempestivo. Si los largos proceden de largas sedimentaciones, los cortos surgen disparados por una iluminación repentina, que en general preside su realización. PPP fue realizado para Archivos intervenidos, un encargo del Museo del Cine que acepté solo cuando encontré una idea que pudiera sustentarlo (en ese caso, cruzar la actualidad de Pasolini con las imágenes del peronismo clásico). Yo maté a Antoine Doinel surgió de la anunciada visita de Jean Pierre Léaud y una vieja hipótesis sobre ese personaje, que devela algunas de las derivas o (im)posibilidades del cine contemporáneo. Ambos cortos son, digamos, una suerte de microensayos sobre el poder (activo o reactivo) de las imágenes.
La idea para Doinel surgió en una conversación con Hernán Rosselli, cuando (pre)viendo la incontenible emoción cinéfila bromeé diciendo que en vez de ir a pedirle un autógrafo al actor alguien debería matar al personaje… De ese chiste (de la explicación de ese chiste, que voy ahora a intentar por otros medios) surgió la voluntad de hacer algo, aprovechando la ocasión única que podía ofrecer la visita de esa encarnación del fantasma de la Nouvelle Vague, y la conciencia de que nadie haría más que ir a pedirle un autógrafo… Ni siquiera atinar a filmarlo. (Y así fue, ni siquiera cuando se acercó a buscar el Necronomicón a la Biblioteca Nacional, otra película en si misma…). Hay que decir, en defensa de mis colegas, que hasta el irreverente Albert Serra no dejó de filmarlo como un rey (moribundo, pero soberano al fin) en La muerte de Luis XIV. Pero era esto, entre otras cosas, lo que yo quería evidenciar.
Todo dependía, en principio, de conseguir un plano. Un solo plano, pero esencial, merced a la necesidad del “montaje prohibido” baziniano: justo una imagen, que reuniera a ambos personajes (el ídolo con su antifanático). Ese plano, sin embargo, no era fácil de conseguir. En Mar del Plata habría diversas oportunidades, pero por motivos varios (entre otros, no inquietar la ligera paz del festival persiguiendo a su estrella) no estuve allí. Así que solo quedaba una oportunidad, cuando el actor presentara una función en el Malba antes de emprender su vuelta a Francia. Teníamos, literalmente, un solo tiro. Y por suerte salió (módicamente) bien, gracias a quienes se acercaron a pedirle autógrafos…
En esa pausa pudo acercarse este ficticio Chapman cinéfilo, que -¿es necesario aclararlo?- no quería matar al actor sino a su leyenda, para que el personaje que lo consagró tuviera la muerte que no pudo tener en el cine, y con él la de toda una cinefilia moribunda… Al día siguiente escribí su monólogo, de un tirón. (Y podría haber seguido hasta convertirlo en un largo, como habíamos imaginado si el contexto hubiera sido del festival de Mar del Plata, pero aquí argumento y argumentación se ajustaron para no exceder la mera preparación de ese último acto.) Para no repetirme, cito lo que ya dejé escrito en una nota lateral de El país del cine:
“Truffaut decía que Citizen Kane era un film que producía cineastas, sin embargo tal vez sea su propia ópera prima la más imitada de la historia del cine (quizá porque Welles hacía films inimitables). Pero no es de extrañar que este film juvenil sea el favorito de todo cineasta cachorro, contra À bout de souffle o Hiroshima mon amour, films que se plantearon a su modo un nuevo comienzo, mientras que Les quatre cents coups no se decide entre Zéro de conduite y Germania, anno zero, y el resultado es casi una suma cero más allá de su amable crudeza): se trata de un film que revisita el clasicismo con la frescura que cada época conformista quiere para sí (y lo logra como ya no pueden hacerlo sus imitadores, tal vez porque el clasicismo está ya demasiado lejos, aunque lamentablemente no tan lejos como la adolescencia tardía). Porque cuando un film cincuentenario es considerado nuestro contemporáneo (y un modelo a repetir hasta el hartazgo por cada generación de estudiantes de cine) es que estamos en problemas… ya que no es lo mismo hacer films sobre la adolescencia que films adolescentes. Y es que hasta Truffaut dejó crecer a Antoine Doinel, si bien su personaje nunca dejó de ser un eterno adolescente (más aún tras la prematura muerte de Truffaut): hasta en L’amour en fuite, con su nostalgia anticipada, todo se teñía con un mero enredo amoroso (en las antípodas de como esas relaciones evocaban los fracasos de una generación en La maman et la putain, el emblemático film post 68 de Jean Eustache)”.
Como en ese texto del que extraje este fragmento, la película también relaciona esa cinefilia nostálgica con el irredento juvenilismo del Nuevo Cine Argentino. Acaso por eso, además de por su propia irreverencia, otro cineasta sumó su reconocible voz al personaje, lo que Yo maté a Antoine Doinel finalmente necesitaba para distanciar más esa falsa primera persona. Pues a pesar de (o por) inspirarme en ciertos films de Nanni Moretti o Luc Moullet, quería dejar claro que se trataba de un “yo afectado”, es decir, de un personaje que lleva ciertos pensamientos de su creador al extremo. De hecho en un primer momento pensé en firmar el corto con un seudónimo, menos para ocultarme o jugar a los sosías que para señalar una filiación imposible: Mariano Cedrón era el nombre elegido, suerte de cruza entre dos cineastas expansivos de épocas divergentes. La flor de los traidores.
Yo maté a Antoine Doinel quiere ser, así, más allá de quien lo firma y la mortuoria cinefilia que repele, un saludo a una cinefilia vital que entiende al cine como colaboración, sea entre presentes o ausentes, entre compañeros de generación aunque no dejen de discutirla, entre deudores de una tradición aunque (o porque) no dejen de intentar inquietarla. Todas esas referencias (explícitas o implícitas) son explicitadas en los títulos finales, como cada vez que la necesidad me obliga a filmar lo que siento que falta. Menciono a algunos favorecedores también aquí: Pablo Ratto (quien se entusiasmó más que yo y fue fiel hasta el tiro del final), Hernán Rosselli (quien aportó juego, atrezzo y noir), Roger Koza (quien me convenció de que debía tomarme en serio el chiste) Mariano Llinás (quien aún en medio de sus floridos viajes se hizo tiempo para dejarme sus tonos), entre otros. A todos ellos, por supuesto, esta peliculita les está dedicada, más que agradecida.
Yo maté a Antoine Doinel se verá en la competencia de cortometrajes del 21 Bafici, en el programa 1: lunes 8 a las 23 y jueves 11 a las 13 en el Belgrano 1, y domingo 14 a las 22.55 en la sala 2 del Gaumont. (La función de prensa es el miércoles 10 a las 14.50 en el Belgrano 1)
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