BAFICI 2023: FUERA MALAS VIBRAS / PARA ESTAR MENOS SOLO EN ESTA CIUDAD (PRIMERA PARTE)
Master Gardener
El peinado es fundamental.
Los protagonistas de las últimas películas de Paul Schrader tienen cortes de pelo de milico: los parietales rapados, cabello engominado arriba, ligeramente tirado para el costado. Son tipos que llevan su vida con disciplina castrense; a la vez una plegaria para encontrar previsibilidad en el mundo luego de sufrir traumas y una forma de autocastigo. Románticos por dentro, más o menos glaciares por fuera, no se despeinan y toman nota en sus cuadernos tratando de dar sentido a una existencia que en cualquier momento sale de control. No lo saben, pero viven en un guion que cruza Diario de un cura rural con Más corazón que odio.
El personaje de un gran Joel Edgerton (una masa de músculo y angustia a fuego lento) es un ex sicario neonazi. Denunció a sus colegas y se metió en el programa de protección de testigos. Hace años vive en una finca histórica que es propiedad de una señora de mucha plata (Sigourney Weaver) con la que tiene un acuerdo: será jardinero a cargo del personal de horticultura y amante. El conflicto empieza cuando llega una nieta perdida de la señora, una piba que viene de un entorno pobre y tiene problemas de consumo (Quintessa Swindell). La remera es fundamental. Master Gardener es todo colores tierra y verdes oscuros y ella aparece en un plano general con una remera arcoíris tornasolada (que dice NO BAD VIBES).
Schrader filma el jardín con mirada paciente y analítica, pero no cae en la salida fácil de registrar de manera geométrica. La película tiene su orden, acompañado de notas dulces de teclado. Pero Schrader filma películas sobre la violencia norteamericana y violenta sus imágenes: ese mismo teclado va a producir un zumbido amenazante y los flashbacks cortan como puñaladas. Otra forma de violentar la imagen: un lirismo casi kitsch que aparece en una secuencia onírica extraordinaria. Los personajes conducen de noche por la ruta y al costado del camino empiezan a germinar flores hechas por computadora.
Hay algo distinto en este director pesimista ya octogenario. Será fugaz, pero veremos el amor de los personajes por el conocimiento ligado a las plantas (como en el lento travelling de Swindell oliendo la tierra) y de la cámara por las flores (como en los créditos de inicio, donde ocupan la mitad de la pantalla y parecen gigantes de otro planeta).
“La jardinería es creer en el futuro. En que las cosas van a salir según el plan”. Por supuesto todo se va a ir al carajo. Pero para un cineasta tan apocalíptico el resultado final es casi utópico. Hasta se podría decir que Schrader imagina un futuro multirracial y de armonía para sus Estados Unidos convulsionados. Es un trecho. No hay plan. Tal vez solo quería dejar que sus personajes puedan bailar pegados y eso ya es mucho de quien viene.
L’Envol
“Puedes hacer milagros con tus manos”, escribió Aleksandr Grin, y Pietro Marcello lo cita. Las primeras manos que vemos en L´Envol son las de Raphaël Thiéry, que interpreta a un veterano de la Primera Guerra que vuelve a casa. Sus manos son callos sobre callos; Thiéry entero parece un callo humano, un tipo grandote, de piel muy curtida y expresión melancólica. Cuesta creer que no estuvo realmente en el frente de batalla a principios del siglo pasado. Marcello incorpora archivos documentales de la guerra, ampliaciones de 16mm que tienen la misma rugosidad que las manos de Thiéry.
La vuelta del hombre al pueblo viene con la promesa de un cine que ya no se hace, con planos generales suntuosos y un trabajo con la luz y la bruma que es particular a la textura del fílmico. A veces se puede vislumbrar alguna reminiscencia de un Rossellini o un Tarkovski, pero son más que nada ecos que siguen sonando mientras el director se obsesiona con los planos cerrados y la cámara en mano, una manera de filmar académica (un estándar del cine independiente de ficción) que privilegia la ilusión de inmediatez por sobre la claridad del punto de vista.
Thiéry es ebanista, virtuoso de la madera y fabrica unos juguetes preciosos que le regala a Juliette, su hija bebé. Veremos crecer a Juliette hasta convertirse en una joven adulta que vive en un musical de Jacques Demy. Es tanta la nostalgia de Marcello por el siglo pasado que lo lleva a filmar un parche en el que planos en blanco y negro de Juliette recorriendo un centro comercial antiguo se mezclan con archivo fílmico real de aquella belle époque.
Marcello se identifica con el artesano que vive a través de sus artesanías, pero no hace milagros con sus manos. Su imaginación le alcanza para hacer un cuento de hadas adulto, con varias escenas notables, pero no para ser un cineasta del siglo XXI.
When the Waves Are Gone
Con mínimos cambios, Pietro Marcello podría dar el salto a Hollywood. Lav Díaz filma contra Hollywood. Contra el periodismo, contra la policía y contra Filipinas, su país.
La cámara es un arma. Diaz retoma esa vieja idea. La cámara, como el revolver, como el fusil, se dispara. Las imágenes no matan como puede hacerlo una bala, pero pueden trabajar para regímenes asesinos.
Al comienzo de When the Waves Are Gone aparece una escena del crimen: mataron a alguien. No hay aditivos musicales, ni planos detalle del cuerpo. La secuencia es perturbadora por el destello de las luces sordas, las de la sirena del auto de los policías y las de los flashes de los fotógrafos de policiales que se abalanzan contra la cinta perimetral para devorarse el cadáver. Un poco más tarde, un fotoperiodista se lamenta desolado por el gatillo fácil de la fotografía y un cana violento se lamenta por su psoriasis, una enfermedad que le carcome el cuerpo y que él entiende como exteriorización de su alma podrida.
Matones, tranzas, prostitutas y policías corruptos entre moteles y callejones sucios. Como en un film noir, pero no existe un film noir tan expresionista como este (ni siquiera Raw Deal de Anthony Mann). La fotografía de Larry Manda es un prodigio, bloques de luz que luchan contra sombras pesadas, inexorables. Incluso cuando la escena es diurna, con un registro tan limpio que parece documental, espontáneo, hay algo enrarecido en los planos; es el lugar que se le da al silencio, un vacío que en algún momento se va a llenar con aullidos. El de When the Waves Are Gone es un mundo sin música, es decir, un mundo al borde de la locura.
Las intenciones políticas de Lav Díaz no se ocultan, son clarísimas. Se menciona al presidente Duterte por su nombre. Uno de los protagonistas dice (exclama guturalmente) algo así: me cago en Filipinas. Otro personaje dice: la cultura de matar se está convirtiendo en tu sistema. No es esa la conclusión del cine de Díaz, sino su punto de partida, porque al director no le interesa el trabajo sociológico sino el retrato de la desesperación filipina. El misterio de su cine, el que hace que ponga a bailar a sus personajes en la soledad del hotelucho, o que haga que la noche se transforme de día con un corte directo, sigue intacto.
No hay receta para la enfermedad de Filipinas, pero sí la intención de construir otra cultura de la imagen. Una que no toma a la foto o al plano como dato, que siempre puede ser manipulado, sino como poesía, que siempre es verdadera a sí misma.
Los convencidos
Martín Farina es uno de los mejores cineastas argentinos de la actualidad, aunque suele aparecer un poco relegado en los festivales más importantes del país. Filmó tres películas que están entre lo mejor de los últimos diez años (El hombre de Paso Piedra, Mujer nómade, Náufrago) y un par que pueden entrar en la discusión (Fulboy, El fulgor).
Su carrera consiste en documentales que incluso cuando abordan a los personajes más cercanos a él (su familia directa, sus amigos) lo hacen con un montaje sinfónico o eisensteniano. Los convencidos se hace con gente cercana a Farina (de hecho, son outtakes, tomas descartadas de los proyectos anteriores), pero con un estilo mucho más austero, de planos fijos extensos en blanco y negro (con excepción de las placas y subtítulos que le dan a cada secuencia un color).
En un episodio la prima de Farina habla maravillas sobre “el cuadrante del flujo de dinero”, diagrama que armó Robert Kiyosaki (el infame de Padre rico, padre pobre, coautor de libros con Donald Trump), que la va a convertir en millonaria en el plazo de dos años (lo que dibuja en su pizarrón por supuesto es una estafa piramidal). En otro episodio, un grupo de amigos discuten una biopicsobre Ray Kroc, el dueño de McDonald’s (The Founder). La charla discurre entre la legitimación del empresario buitre que sigue las reglas del juego y la afronta al sistema, que se milita desde no tomar Pepsi y colgarse del servicio de cable.
En los distintos episodios la discusión deja ver como todo tipo de teorías y pseudo-teorías liberales se filtran en el sentido común con resultados cómicos y tragicómicos: la charla va de lo más trivial a lo más terrible, con estafas o casos de abuso sexual en el medio. El fundamento y el horizonte de cualquier discusión es el individuo, lo que imaginé como explicación de la insistencia en los primeros planos, la cámara tan singularmente enfocada en algún rostro particular dentro del conjunto. Planos donde los otros personajes puede aparecer en el fondo o al costado del cuadro, figuras que aparecen en diálogo, pero que no pueden competir con el predominio individual de los convencidos.
Pero el último episodio consiste en una discusión sobre Roma de Alfonso Cuarón, entre Willy Villalobos (director de cine) y Langer (el humorista gráfico): a Langer la película le parece hermosa y Villalobos la destroza por su retrato de Cleo, la mucama que es a la vez heroína, santa y víctima abnegada, un coctel de condescendencia y auto exculpación para el director mexicano. De todos modos, Langer después dibuja unos chistes tremendos sobre Roma y pueden ver uno a continuación.
Clorindo Testa
La premisa es que Mariano Llinás filma un documental sobre un libro de Julio Llinás, su padre, sobre la obra de Clorindo Testa. En realidad, la mayor parte gira en torno a bromas autoconscientes sobre la autoconsciencia autoconsciente. Clorindo Testa viene con la defensa a su crítica, si se encarga de señalar su “tufillo a Barrio Norte”, su Edipo no resuelto o que dilapida los fondos de las fundaciones que financian el proyecto (algo que, por mi parte, apoyo incondicionalmente).
La película es mucho mejor cuando Llinás no se ridiculiza preventivamente para protegerse, cuando se toma la película en serio, cuando toma riesgos que lo exponen a la crítica o al rechazo del público; cuando no se ridiculiza, sino que se arriesga al ridículo.
Llinás lanzado al ataque siempre le gana al que se pliega en defensa. Cuando hace la lectura detectivesca del texto de su padre (cuando efectivamente es “una película sobre un tipo leyendo un libro”); cuando junto a una restauradora experta busca en la materialidad química de una obra de Testa (cuanto tiene de plomo, cuanto de cadmio, etc.); cuando escribe un poema apócrifo de Vinicius de Moraes (narrado en portugués); o cuando simplemente filma la arquitectura del (en teoría) homenajeado, Llinás vuelve a ser el director importante que es, el que cada tanto hace una película monumental para mostrarle al resto del cine argentino su estrechez de miras o su exceso de escrúpulos.
La conclusión es algo cándida y se ilusiona con un futuro distinto para la generación de su hijo, un porvenir más luminoso y acaso posperonista– cándida no por su admisión de esperanza, sino por su ejecución, que se pergeña en una hoja de Word filmada; doblemente cándida porque el peronismo no va a desaparecer-. Se rescata algo nuevo ahí. Toda vez que Llinás rompió la cuarta pared, levantó un muro a las interpretaciones críticas. Pero acá el director no está lanzado al ataque ni parado en defensa; baja la guardia y se terminó el juego. La ternura desarma el sistema y le da sentido a al recorrido autoconsciente que lo emplazó en el primer lugar.
El gran circo Chamorro
El gran circo Chamorro es una comedia chilena de 1955 que fue parte de la sección Rescates. Chamorro es dueño de un circo en el que hace todo (desde la boletería al espectáculo de clown) pero lo estafan y pierde el negocio. Pasa por varios trabajos, pero nunca deja de ser un payaso. Eugenio Retes es una especie de Luis Sandrini chileno, que contesta cada diálogo con juegos de palabras y retruques cómicos– solo el poder de la ficción lo salva de que lo maten a trompadas. Como en las comedias argentinas de los 30s y 40s, los personajes secundarios hablan en un español neutro for export y el protagonista en el idioma local. Si el cine clásico promueve la identificación con el protagonista, el habla de Chamorro duplica la apuesta. Es cine popular porque el final feliz es el triunfo del público y de lo público; en este caso, del idioma chileno.
El director, José Bohr, manejaba la gramática clásica y el arte de la puesta en escena invisible, pero también dejaba ver que se divertía. Cuando aumentan las revoluciones de una bandeja de vinilos lo pone a Chamorro a bailar en cámara rápida. Bohr también introduce una secuencia musical con planos de Los Andes de fondo. Una mujer da a luz a bordo de un colectivo y los personajes se ponen a cantar con júbilo nacionalista (es chileno/puro chileno/es chileno, Señor). Las voces tienen un efecto que hace que reverberen como si llevaran el eco de la Cordillera en su timbre. Una secuencia feliz que bien podría dirigir Grigori Aleksandrov, autor de los musicales favoritos de Stalin.
Institucional de BAFICI: entrevistas a Aristarain
Luego de publicidades de la industria y varias propagandas en las que el intendente Larreta lanza su campaña presidencial con fondos de la ciudad que gobierna, justo antes de cada función, el festival presentó videominutos en los que el maestro Adolfo Aristarain responde preguntas sobre el hacer cinematográfico (el rol de los actores, el guion, los mensajes políticos).
En uno habla sobre la importancia de la sala de cine. Aristarain dice que no le ve futuro a las plataformas de streaming, que no pueden reemplazar la experiencia comunitaria que brinda la sala. Ir al cine es una manera de “sentir que sos parte de algo más grande que vos”, de sentir “que no estás solo en esta ciudad”.
El maestro tiene razón sobre la función fundamental que cumplen los templos del cine. Ir a una sala no sólo se trata de acceder a condiciones de proyección imposibles de replicar en la casa, sino que también es una manera de habitar el espacio público, siempre en retracción frente al mercado, a la privatización devora-espacios. Pero no alcanza con tener el ámbito de encuentro. Las películas que se comparten tienen que acompañar el rito popular. Un cine en el que el triunfo de los protagonistas sea el nuestro y en el que sus derrotas sea nuestra tragedia.
En el cine comercial de la actualidad no hay pueblo. La adhesión que generan las películas de superhéroes y franquicias de fantasía premia el fandom, el saber específico sobre el saber compartido, y la adoración a una plutocracia de figuras inalcanzables (semidioses, billonarios justicieros y tecnócratas de elite). Su triunfo es el del modelo que se establece sobre la distinción entre super dirigentes y público cautivo.
Fuera de las posibilidades del tanque hollywoodense, el blockbuster local se hace con estrellas de la tele y relatos salvajes sobre la falta de control social. Las películas argentinas que suelen estar entre lo más visto de cada año, los dramas que reescriben la historia (El secreto de sus ojos, El clan) y las comedias-dieta de cinismo (El ciudadano ilustre, La odisea de los giles, El robo del siglo) no parecen reclamar un superhéroe para resolver sus conflictos. Alcanza con un presidente que ponga reglas claras, que corte con tantos planes sociales, que mantenga a raya a los criminales (a los que roban camionetas vestidos con la camiseta de Boca, no a los simpáticos asaltantes de bancos afiliados a la UCR) y que garantice que la clase media tenga la posibilidad de viajar una vez por año al mundo civilizado o que su pyme pueda importar insumos que le faciliten aplastarle la cabeza a sus competidores. Cine a la medida del electorado porteño, cordobés, rosarino y alguna otra ciudad que aporte un buen corte de entrada.
Más que el cine que le da nostalgia a Pietro Marcello, el de los modernistas del siglo anterior, que tienen quien los continúe en el presente (un Lav Díaz, un Hong, un Mariano Llinás), aunque su obra circule casi exclusivamente en festivales; el cine que parece que ya no se hace es ese que se imagina desde y para el pueblo. El de un Chaplin, un Preston Sturges, un Manuel Romero, un José Bohr o un Aristarain. Uno en que, como en el circo de Chamorro, la persona que te corta la entrada para entrar a la sala es la misma que te da el espectáculo y que también se sienta en la platea.
Santiago González Cragnolino / Copyleft 2023
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