
BAFICI 2025: TARDES DE SOLEDAD
ESE MOMENTO DE VERDAD
Hemingway decía que sólo existen tres deportes: “el toreo, las carreras de autos y el montañismo. El resto son simples juegos». Y explicaba que veía en esas disciplinas la lucha del hombre contra elementos superiores: el animal, el tiempo y la naturaleza, respectivamente. Tres disciplinas que también están unidas por una pregunta instintiva, precaria, que nace al ver la pasada de un toro, un auto doblando una curva a velocidades insospechadas o un hombre saltando de roca en roca sobre el abismo: ¿por qué? ¿Por qué arriesgar tanto por, en apariencia, actos tan insignificantes, por la nada? En los juegos, al menos, está la promesa del divertimento, hay otra cosa, otro espíritu. El ajedrez, por ejemplo, es el deporte de la representación pura, no es ni más ni menos que la abstracción de un teatro de guerra. Y asimismo el fútbol, el básquet o cualquier otro deporte de equipos, con sus camisetas, formaciones, ataques y defensas, son también, de cierta manera, la figuración de una batalla. Mientras tanto, por su lado, los tres deportes de Hemingway son en sí mismos la batalla; no hay representación, sólo verdad: a cada piedra, cada curva y cada embestida aparece, concentrada en un suspiro de tiempo, en apenas metros o centímetros, la inminencia de la muerte. Y es esa quizás la respuesta del por qué que nace en la mirada atónita de todo espectador: el alma de estos deportes se trata de ganarle, mediante destreza y danza, pulseadas a la muerte. Esto es lo que filma Albert Serra en Tardes de soledad.
Casi sin referencia de contexto más allá de la arena, sin que jamás se vean siquiera las tribunas, filmado con unos larguísimos teleobjetivos que por efecto óptico hacen vibrar una imagen ya granulada, vemos al matador Andrés Roca Rey cara a cara con los toros que, sucesivamente, va a matar. Albert Serra no recurre al plano contraplano para filmar los enfrentamientos, no pretende ubicar al espectador entremedio del careo, como si esto se tratase de una pelea mano a mano. Porque justamente no es el caso: Serra hace saber muy pronto, mostrando los sucesivos pasos de amansadora que atraviesa el toro en manos de toda la cuadrilla, que este es un ritual donde el animal siempre muere. La equidad falseada de un plano contraplano le correspondería a un cineasta moralista (como Alessandro Pugno y su Animal/Humano). En este documental, el enfrentamiento transcurre como marca la tradición, y Serra filma su violencia sin ambages, aunque nunca violentando lo que filma: no se embriaga con planos detalle de la sangre que brota del lomo de los toros, ni coreografía el montaje de la faena al ritmo de los vitoreos de un público siempre sediento de más. Ese potencial acento en la brutalidad (operativa predilecta de los cineastas abyectos) es una función de chantaje emocional que Serra elude por una simple razón: sus imágenes no se desvelan por la violencia, sino por la convivencia de ésta con la intimidad y la belleza del ritual de quien decide vivir para poner el cuerpo en el límite.
Por un lado están las corridas y su violencia. Y por otro, filmados con la misma voluntad de transparencia, una selección de momentos privados de Andrés Roca Rey, según se dice, el matador más grande de los últimos tiempos. Aparece acompañado, en la combi que comparte con su cuadrilla en las idas y venidas de los rodeos; o solitario, taciturno, en la intimidad de su habitación de hotel mientras se prepara, se viste o reza antes de las faenas. Serra retrata en el matador a un cuerpo consagrado a los ritos de una fe muy particular: observa cada ribete de sus trajes de luces, cada pliegue de un cuerpo cubierto por una piel de tela que transforma a un chico flaco, menudo y alejado del estereotipo físico del deportista, en una esfinge esbelta, potente y obviamente brillante. Hay algo de transformismo, de una mutación que no se agota en la vestimenta. Es un cambio de espíritu. Sin necesidad de ninguna máscara, en Tardes de soledadconviven dos Andrés Roca Rey: uno con cara de ángel y otro con cara de bestia. Sus rasgos de latino apolíneo, de labios finos y ceño relajado, apacible, son reemplazados una vez en la arena por una tensión física patente en un labio superior tirante que deja entrever una dentadura apretada, fruncida, tanto quizás como su mirada inyectada de sangre y rabia, de gestos tan raudos y graves como los sonidos guturales y los “¡Toro!” que exclama entre jadeos mientras los cuernos le pasan por los costados.
En la respiración y los jadeos está todo el ritmo de la película. No por nada los primeros tres planos muestran a un toro solitario en la noche que inunda con sus bramidos el espectro sonoro del film. El audio de los micrófonos inalambricos que capturan la respiración, los gritos y el habla de Andrés Roca Rey directo desde su pecho tiene más protagonismo en la mezcla sonora que cualquier otro sonido. Estas agitaciones en la faena vibran al compás del montaje interno del plano, del seguimiento del personaje por la arena, y de los cortes (cámara y montaje ambas realizadas junto a Artur Tort). Ese respirar, agitado o controlado, es el metrónomo de la puesta y, por consecuencia, de los corazones de quien se enfrenta a la película. Respiraciones y ritmos que son otros en los ratos de intimidad, cuando se impone la serenidad y la pausa. El punto de vista de Serra copia, como un vagón a la locomotora, los vaivenes de la realidad que está frente a cámara, ligándose físicamente a eso retratado. Su película quiere ser, también, la batalla misma.
Semejante pivoteo entre espacios, subidas y bajadas emotivas dan equilibrio narrativo. Un balance que se mantiene erguido gracias al suspenso. Sí, la tauromaquia es (según dicte la ética del lector) un deporte, un arte o un carnaval dantesco en donde el toro siempre muere, pero toda imagen inmaculada y pulcra que se podría tener de los toreros es barrida por Serra. El cuerpo de Roca Rey roza constantemente con los cuernos que buscan embestirlo, lo salpica la sangre, la arena, trastabilla, se repone, y a pesar de medir siempre el espacio con elegancia no deja de ser atropellado en más de una ocasión. Es un trabajo sucio. El torero la pasa mal en pantalla, y la pasó mal en el fuera de campo (“¡Acuérdate de Cartagena!” le grita la escuadrilla en un momento de recaída de este torero que batalla con una herida en su pierna que no quiere cicatrizar). La liturgia cíclica plasma la fragilidad, la mortalidad latente del torero.
Y como en los rezos, en la repetición narrativa aparece algo de lo eterno: lo eterno de la disciplina misma, que tiene sus orígenes en la Edad de Bronce y cuya forma actual fue definida alrededor del siglo XVIII, la cual parece haber cambiado poquísimo coreográfica, moral y estéticamente desde entonces (y que con el plano final del film se infiere que va a pervivir así por los siglos de los siglos); pero también lo eterno de la propia tautología ritual de la vida de estos hombres, consagrados a un rito tradicional solemne en el que se cifra, además de una profesión, la ceremonia de un luto constante.
Hay apenas dos planos que muestran el mundo exterior del ruedo, los hoteles y la combi: son dos planos mundanos donde no se ve prácticamente nada, apenas dos postales grises del paisaje de ciudades vacías vistas en movimiento a través del vidrio polarizado de la combi. Desde un espacio interior siempre lleno de la expectativa eufórica anterior a la batalla, y del éxtasis posterior a la victoria, donde nunca faltan los ánimos y las alabanzas de parte de la cuadrilla hacia el joven torero, arengas casi patéticas, siempre con todo el hincapié puesto en los enormes “cojones” de Roca Rey. El efecto de esos planos solitarios es fatal: fuera de campo de las faenas y los ritos, nada. Como si el mundo de estos hombres se circunscribera en un estado de aislamiento total, como si esa combi en la que viajan de ciudad en ciudad sin parar, cual banda de cumbia de gira por las provincias, fuese una reserva apartada de los ritmos cotidianos del mundo contemporáneo. Esos planos hienden la tautología, iluminan todo con algo más. Torero y compañía, además de ser hombres consagrados, están enclaustrados en los templos de su propia fe. Una fe que todos los días homenajea a sus muertos, que los viste con sus mejores ropas, los bendice, los aplaude y los llora, aún mientras siguen vivos.
Tardes de soledad documenta una forma de vivir que sintetiza su límite en una imagen muy precisa: el llanto apenas contenido de uno de los banderilleros de la cuadrilla, sentado en uno de los asientos traseros de la combi, mientras el resto sigue con su rutina de halagos y elogios desmedidos. El plano es amplio, igual a todos los de ese espacio, y su cara es una más entre el grupo de hombres que intentan sacudirse de encima, como pueden, lo que atestiguaron hace apenas un rato: Roca Rey salvado de milagro, por centímetros, de ser aplastado por la cornada súbita de un toro. Al costado del rostro todavía pálido del torero y en medio de la teatralidad de los elogios, en ese llanto acallado, que apenas asoma cuando aparece un mínimo de relajación después de ver tan de cerca a la muerte, se sintetizan cientos de páginas de la historia de la masculinidad y del hombre en general. Y es exactamente ese estado emocional del banderillero el que la película emana hacia el exterior. Ahí está el efecto, la tercera posición de un film que no celebra ni condena la violencia de la tauromaquia que muestra en pantalla. Serra logra otra cosa, algo propio del poder del arte: hacer sentir en los huesos que vivir de esa manera cuesta mucha vida.
Uno no sale indemne de ver Tardes de soledad, es una película que pide algo de uno, que pide entregarse. Y el resultado de esa entrega es justo. Serra no chantajea, no manipula ni busca sacarle más provecho a esas imágenes violentas que el de buscar en ellas destellos de una verdad profunda y humana. Es un cineasta de la verdad en la época de la mentira. Por eso vale la pena repetir que sólo existe un tipo de cine en el que se palpa y se contagia la vitalidad del arte: el que respeta la verdad interna de las cosas, sean las del mundo real o la fabricadas por la ficción, que las revela a la mirada, las examina con justeza y le da oxígeno a las llamas de eso vive en su propia ley. El resto son simples juegos.
Tomás Guarnaccia / Copyleft 2025
Una película total, que lo exige todo y lo primero que exige es despojarse de cualquier prejuicio frente a la pantalla. Cine devocional donde lo principal está en la mirada misma, más que en el contenido. Excelente crítica. Muchas gracias, Roger. Saludos.
* Muchas gracias, Tomás.
Muchísimas gracias por tu comentario Luis. Es una película verdaderamente impresionante.
El productor, en la entrega de la Concha de Oro, dice una gran verdad: ‘A veces nos olvidamos de que vivimos en un mundo más complejo que estar a favor o en contra de algo’
Es una película excepcional, y tu crítica, Tomás, no se queda atrás.
Felicidades.